A las cuatro de la tarde mi madre no me dejaba ver dibujos porque quería ver la película de sobremesa, aunque siempre decía “ya la he visto”, pero la volvía a ver. Así que yo salía a la calle rápidamente e iba a buscar a mis vecinos para jugar toda la tarde, sin rebasar los límites de nuestra calle, quién sabe que peligros había fuera.
Generalmente tardábamos en ponernos de acuerdo pero, aquella tarde, uno de nosotros llevaba una nueva idea “He visto en la tele que hay gente que deja la llave de su casa debajo del felpudo de la puerta”
En un santiamén estábamos todos, emocionados, levantando los felpudos de los chalets. Y entonces, al levantar el felpudo del chalet 131, la vi –¡tengo una!- grité y todos mis amigos corrieron hacia mi.
Conteniendo el aliento, metimos la llave en la cerradura y entramos en la casa. Avanzamos por el pasillo hasta el salón, que tenia solo unos muebles viejos, y de repente Javi, el mas mayor, soltó una risita pícara señalando hacia la pared –¡Mirad!.
Era un póster de una mujer en bikini.
Como habíamos dejado a Juan en la puerta para avisarnos por si venían los dueños de la casa decidimos arriesgarnos a subir al piso de arriba. Yo estaba nerviosísimo y sentía el estómago encogido pero seguí adelante, disimulando, para que los demás no se dieran cuenta.
Habitación por habitación, buscamos algo emocionante o siniestro… pero no encontramos ni tesoros ni cadáveres.
De pronto oímos algo… ¡la señal de Juan! Corrimos escaleras abajo, tropezando unos con otros en un intento desesperado por ser los primeros en salir. Rebeca resbaló y cayó por las escaleras, partiéndose el labio y manchando de sangre la pared pero, como no teníamos tiempo, la ayudé a levantarse y, sin rechistar, corrió junto a mi hacia la puerta.
Cuando logramos salir a la calle el sol nos dio de lleno en la cara y tardé varios segundos en darme cuenta de que no había nadie. Había sido una broma pesada de Juan, que se partía de risa.
Tras los reproches de Rebeca y la mirada avergonzada de Juan decidimos dejar la llave en su sitio y no volver a entrar, no obstante, aquella aventura se convirtió en una historia que se contaría durante generaciones, mas o menos como yo la contaba a los nuevos vecinos:
–Una vez entramos en el siniestro chalet 131 y vimos cosas horribles…¡una mancha de sangre en la pared de la escalera!- que nunca rebelamos que dejó Rebeca –Y ¡un póster de una mujer completamente desnuda en el salón!- Entonces exclamaban -¡Oohhh!- y miraban de reojo al chalet.
Año tras año la historia fue cambiando. Para cuando yo me fui a vivir a otro sitio se decía que nos habían pillado y nos habían tenido dos días secuestrados. Seguramente, ahora, los niños de la calle Arties la seguirán contando, pero la verdad es que ya no creo que se parezca a la real.
ARTIES. BOADILLA DEL MONTE
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