Yo no recuerdo mi calle. No recuerdo la verdadera calle donde crecí porque recuerdo otra, en la que pasé mucho menos tiempo pero que significó más que la primera: la calle donde pasaba mis veranos. Que no era una calle, era todo un pueblo.
Yo era una niña de ciudad de esas que dice que creció en el campo, que su casa estaba rodeada de pinares y que al anochecer escuchaba el cantar de los grillos. En realidad nunca viví en aquel pueblo, en el que apenas pasaba las vacaciones, pero lo recordaba como si fuera el único lugar de mi niñez.
Nada me decían las calles grises de la ciudad, que me seguían de casa al colegio teñidas en sus tonos opacos, absorbidas por sus monótonas historias, engullidas por el ritmo trepidante de la urbe. Calles de agitación por fuera pero vacías por dentro que, al transitarlas, permitían aflorar los recuerdos.
En mi cabeza bullían imágenes de los tejados del pueblo cuando las chimeneas empezaban a farfullar las primeras palabras del otoño, cuando los campos verdes amarilleaban para convertirse en alimento, cuando el manto blanco del invierno mudaba los prados, las calles y las voces de sus habitantes.
De nada sirve el pasado si no se conserva colmado de recuerdos. Yo tenía la memoria de mi infancia compartida en dos sacos, y en uno de ellos apenas ya cabían tantos recuerdos, desbordándose a borbotones por el palpitar de sus historias. De nada sirven los cuentos de niños si éstos no se miden por la intensidad que provocan al leerlos.
Yo pasaba las páginas de aquellas historias rememorando con nostalgia cada detalle como si aquello lo fuera todo. Embarrábamos los zapatos jugando junto al lago, seguíamos los caminillos que dejaban las hormigas hasta perderlas bajo el cemento y reconocíamos una a una las cigüeñas que anidaban sobre la iglesia.
Quedábamos en la calle para comer zanahorias, nos reuníamos con las bicicletas para pasear de un lado a otro repitiendo la misma ruta día tras día, perseguíamos gatos solitarios para hacernos sus amigos y admirábamos el rebaño de ovejas cuando entonces aún se dejaban ver por las cañadas que atravesaban el pueblo.
Rutinas de niños para unos veranos cortos pero intensos que apenas duraban un mes pero que se sucedían tan rápido que parecían segundos. Un mes que escribíamos con mayúsculas en el calendario, porque mayúsculas eran las historias que surgían en creciendo en la calle.
La niña que llevo dentro añora la casa en la que nunca vivió como si se hubiera criado en ella. Porque quizás lo hizo aunque no sabe explicarse cómo. Ahora la visita apenas una vez al año, con más añoranza que gozo. Ahora busca entre sus recuerdos para saborear de nuevo esas puertas abiertas a la calle que tanto la alimentaban entonces. ¡Quién fuera niño de nuevo para hacer de nuevo grandes las cosas pequeñas!
FIN
CALLE REAL, FRUMALES (SEGOVIA)
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