El refugio sagrado de Anabel

El refugio sagrado de Anabel

Francesc X. Cano

21/03/2016

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Veintiséis años después regresé al barrio más antiguo de Barcelona. En aquella tarde gris de otoño una brisa gélida serpenteaba por el laberinto de calles estrechas. Sin apenas darme cuenta, el aroma de la nostalgia me guió a lo largo de pasajes arqueados, hasta que la penumbra de una pequeña plaza me envolvió con la profundidad de un sueño. Anabel estaba sentada en el muro de la fuente, observando la puerta de la iglesia. La reconocí por el perfil de su rostro, que siempre me recordó a las figuras egipcias que mi padre coleccionaba.

Me acerqué a ella muy despacio, como si las baldosas se hundieran bajo mis pies, hasta que su mirada me convirtió en una aparición insignificante.

—Anabel. ¿No sabes quién soy?

Una sonrisa muy lejana respondió a mis palabras, pero sus ojos siguieron perdidos en el infinito.

De pronto recordé nuestros largos atardeceres de verano, cuando nos sentábamos en aquella fuente y Anabel me estremecía con las historias que contaba. Gracias a ella supe que aquella plaza fue construida sobre un cementerio medieval, donde sepultaban a los condenados. Nunca descubrí el motivo, pero ella sospechaba que bajo la fuente había restos de sus antepasados. También me hablaba de los desdichados que se ocultaron en un subterráneo, al lado de la iglesia, cuando unos aviones de guerra soltaron las bombas que destrozaron aquella plaza. Más de cuarenta personas murieron, la mayoría niños, y su padre fue uno de los pocos que pudieron salvarse.

Hubo una tarde en que Anabel sujetó mi mano y nos acercamos a la fachada de la iglesia. Me mostró los orificios esculpidos por la metralla de las bombas, introdujo sus dedos en las cicatrices de las piedras y lloró al escuchar los gritos desesperados de los niños en el momento de las explosiones. Al regresar a la fuente me dijo que acudir a aquella plaza era un modo de agradecer su existencia a los que habían desparecido.

—¿Te acuerdas, Anabel? El tiempo se detenía al anochecer, cuando nos quedábamos solos en esta plaza y nuestra respiración se mezclaba con el murmullo del agua…

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—¡Papá! Te estábamos buscando. Te hemos llamado al móvil y no contestabas.

La voz de Sandra me arrancó de una nube y me lanzó contra el suelo.

—¿Qué hacías ahí parado contemplando el agua? —preguntó mi esposa Valeria con una expresión de asombro.

Me giré hacia la fuente y no había nadie. Comprendí que Anabel se había quedado para siempre en aquella plaza, con las almas de los condenados y las víctimas del bombardeo.

—Estaba recordando mi adolescencia —conseguí decir—. Ya sabes que pasé aquí algunos veranos.

Era la hora de la cena y regresamos al hotel. Valeria y Sandra hablaban y reían a mi lado. Su jolgorio trepaba por las húmedas paredes, y yo me sentía muy solo en aquel momento. Terriblemente solo y perdido entre las calles del barrio gótico de Barcelona.

FIN

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PLAZA SANT FELIP NERI. BARCELONA.

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