1984, un día cualquiera en un barrio cualquiera donde los pisos estaban tan pegados entre sí, que el sol apenas salpicaba las viviendas bajas y sus estrechos callejones te daban más de un sobresalto entre las sombras de la tarde. Pasaban mis días de niño, a mis quince años cansado de mi pesada vida siempre igual, colegio, paseo con los amigos, cenar y dormir, que podía esperar yo, soñando despierto mientras me dormía pensaba que mañana sería diferente. Desperté pronto, algo inusual en mí que siempre llegaba tarde a todos lados por la desidia que me acompañaba, pensé en decir a mis padres que no estaba bien, realmente no lo estaba, la angustia de mi aburrida vida me ahogaba desde mi interior, necesitaba respirar, alguna señal de que algo cambiaria, de todas maneras los adultos se habían ido a trabajar y no vendrían hasta la hora de almorzar. Decidí faltar a clase, me engalané con mi chándal preferido y salí a dar una vuelta alrededor del viejo barrio por la zona de las naves abandonadas, ya no había trabajadores sudorosos, ni ruidos. La crisis había acabado con el poco trabajo que había en la cinturón de la barriada, avanzaba por la calle dando patadas a todo lo que se cruzaba por mi camino, lo mismo una lata, que una piedra, que una ilusión. A lo lejos observe el portón de uno de los almacenes entreabierta, algo poco habitual, además de varias cerraduras tenían cadenas que cerraban sus ventanas, no por el valor de sus contenidos si no por el peligro que perturbaba la seguridad de los niños que nos acercábamos por la zona, ya habían sucedido varios accidentes y no estaban dispuestos a que volviesen a pasar. Cruce el umbral del portón, la luz entraba tenue entre los cristales rotos a pedradas de nuestros juegos prohibidos, dibujaba entre los maniquíes espectrales figuras que casi me tiran para atrás en mi avance hacia la curiosidad. Cogí una estaca no por el miedo que aturdía mi mente, sino para liarme a dar palos a todo, para calmar mis delirios adolecentes. Emprendí mi tarea de no dejar nada en pie cuando escuche sollozos entre las cajas tiradas en el mugriento suelo, me acerque esta vez sí con miedo y precaución, allí encontré agazapado en un rincón a un joven poco menor que yo, arreciado por el frio y cubierto con una vieja manta. Nos miramos sin decirnos nada pero su cara no necesitaba palabras lo exponía todo, su hambre, su miedo, su vida. Quede inmóvil durante unos minutos, revise mis bolsillos en busca de algo sin saberque podría encontrar, tenía unas pocas monedas y un par de caramelos, se los entregue alargando la mano como si le quisiera dar parte de mi calor, le di mi chaqueta del chándal y volví a casa con la cabeza caída contando mis pasos y dando gracias por la vida que tenía, jamás me queje más ni falte a clase.

FIN

images1.jpgCALLEJUELAS DEL ALBAICIN / GRANADA

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