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Estaba aún dando vueltas en la cama, en ese ejercicio repetido y estúpido de retener los sueños cuando noté una leve resaca alojada a la izquierda de la sien, en ese momento Marguerita tocó a la puerta. Maldije pensando que sería el reloj de la cocina vuelto a descomponer o una alarma desorientada… No la atendí. Es que hasta entonces desconocía que la casa tenía timbre y que este podía sonar. Son pocas las almas que ascienden los seis pisos que llevan a la torre. Ella insistió.

Marguerita estaba feliz de dar con otra italiana en la vecindad, a pesar de que yo le respondía en francés, que mis papeles pertenecían a una abuela perdida y que de Italia conocía el centro de Roma, la pasta, el fútbol y una fea pensión. «Questo non é importante, tú sei italiana, sí sí, regard, lo sois».

En su mezcla de italiano, francés y español me explicó que sin café podía morir.

—Me duele la testa, la culpa de mi exmarito. Dijo que lo hacía, no lo hizo y así está —señaló hacia su casa.

Había olvidado que los italianos eran tan expresivos. Siguiendo el camino que indicaba su anular tras una puerta roja se veía un apartamento en plena refacción, desarmado y envuelto en una nube de polvo que poco a poco comenzaba a caer. La invité un café.

Esa mañana volvió varias veces, por una taza, por el azúcar, la cuchara y algo más, en una suerte de pedido en cuotas. Nos entendimos enseguida, imitábamos a los hombres de manera burlona y así supimos que manejábamos una lengua que cada vez se parecía más. Era en los detalles que encontraba viva la solidaridad femenina, paralela a todo, haciendo la pequeña gran revolución. Imaginaba una secta evolucionada en una extensa red de mujeres que se sabían ayudar.

Colectora de historia, me había decidido a no parar de hablar, alguien me tenía que entender, me tenía que enseñar. Así es como en el día conversaba con los vecinos y por las noches remontaba las calles, cruzaba transeúntes, escuchaba las historias, guardaba las propuestas, los números, los consejos, una lista de nombres a los que nunca volvería a llamar.

Por la mañana no siempre los recordaba confundidos con los sueños, pasaban caras de gente que quería conversar, individuos de distintos orígenes, con leyendas y una  inexplicable familiaridad.

La calle estaba viva, llena de historias de otros continentes, superviviencias, convergencias, convivencias a medias. Una suerte de collage de lenguas y colores.

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Es en este trajín antropológico que los domingos asistía al mercado. La lluvia no detiene a los feriantes, el viejo mercado tiene techo y entre las túnicas busco al poinçoneur des Lilas, como si otro tiempo fuera posible. Recorro los puestos, compro calzones de un euro, pruebo quesos y entre cantos, frituras y verduras, surgen libros. Con unos céntimos tomo un café. No sé qué quiero encontrar. Juego a adivinar las nacionalidades, juego a inventar, y casi siempre me toca perder.

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