LA MONTSE
Raúl Martín
Caminaba desnuda por la calle, portando como único ropaje una manta que agarraba por una punta y descargaba sobre su espalda. Su periplo andariego era una rueda que giraba al revés que las agujas de un reloj: salía de la calle Rivadeneyra para seguir por el sur de la plaza de Cataluña, enfocar las Ramblas tan solo una calle y regresar por la calle Santana hacia su morada al aire libre en la recoleta plaza de Ramón Amadeu, conocida popularmente como de Santa Ana, por encontrarse en ella la iglesia con ese nombre. Mientras caminaba no se fijaba en nadie, iba a lo suyo y, de vez en cuando, gritaba frases tales como «Malditos catalanes!», sin que estos se sintieran ofendidos; al contrario, alguno le sonreía y otros la jaleaban: «Muy bien Montse, di que sí». Ella llegaba a su plaza y extendía la manta junto a la cristalera que daba al despacho del director de la sucursal de la Caixa de Barcelona. Éste estaba acostumbrado a su presencia, próxima e inofensiva, pero cuando tenía con él a algún cliente, corría pudorosamente las cortinas.
Junto a ella, frente a la puerta de entrada de la iglesia de Santa Ana, por detrás de dónde se encuentra o, tal vez ahora, se encontraba, un puesto de flores, se extendía un pequeño parterre que ella utilizaba como su baño privado sin importarle si pasaban o no transeúntes por delante suyo. Se ponía en cuclillas, hacía sus necesidades y regresaba a su cama manta frente a la cristalera de la entidad bancaria.
La gente le daba alguna comida y los empleados de limpieza aseaban el parterre. De vez en cuando la guardia urbana la invitaba a subir a su camioneta ante las protestas de ella y de todos los que observaban la escena, y se la llevaban a los albergues para indigentes.
A los dos o tres días regresaba limpia, agarrada a su manta, cubierta con un chándal del que se despojaba casi de inmediato para volver a vestirse con su cándida desnudez.
FIN
PLAZA DE RAMON AMADEU DE BARCELONA
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