LORENZO

Lorenzo es una mezcla entre  un bróker de Wall Street y el Búfalo Bill de sus años de circo. Llegué por primera vez a esta calle el día de mi mudanza, y creo que él fue la primera persona que vi que pareciera, no transeúnte, sino censada en el barrio. Se paseaba despacio por la acera, mirándolo todo, con su traje y un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta a juego con la corbata verde que llevaba. Andaba  con las manos atrás, un cigarro entre los dedos y su pelo largo, rubio y bien cuidado, suelto al aire, sobre los hombros, y un bigote muy bien perfilado. Saludaba sonriendo a todo el que pasaba y cuando se acercaba el puro a la boca, colocaba los dedos con la elegancia sensual de Sara Montiel en su último cuplé, enseñando dos anillos bien grandes y brillantes. Un dandi parecía Lorenzo.

De no ser por la edad, unos cincuenta años, calculé, hubiera pensado que era un jubilado con buena pensión y viudo.

A mediodía, cuando entré en la cafetería de la calle a refrescarme después de toda la mañana perforando paredes, colgando cuadros y colocando muebles, él estaba sentado en un taburete, más derecho que una vela, con la elegancia que ya advertí a primera hora. Me saludó como si me conociera de siempre y me preguntó por la mudanza. Gran observador. Acariciaba con la mano una copa llena de vino tinto. Entró una pareja, personas mayores, y le saludaron, él con una palmada en la espalda y ella con una ligera inclinación de cabeza.

–  Buenas tardes, don Matías, señora. ¿A tomar el aperitivo?—saludó Lorenzo con una ligera inclinación de su cuerpo.

Les recomendó el Rioja que él estaba tomando. “Exquisito”, dijo.

Don Matías se paró, y se dirigió al camarero: “Pónganoslo, Manuel. Si Lorenzo lo dice, seguro que es bueno”.

Yo apuraba mi vulgar caña, y me sorprendió que Lorenzo llamara con don a Matías, y Matías le llamara a él por su nombre a secas.

Ya de noche, con el espinazo doblado después de una jornada de mudanza, de colocar y recolocar, volvía a la misma cafetería en busca de un poco de alivio para mi sed y mi dolor cuando en la calle, a la luz de una farola, vi como un hombre empujaba dos contenedores de basura, uno con cada mano. Me quedé parado, sorprendido. Me costó reconocerlo, pero era Lorenzo. Ahora llevaba puesta una gorra, y por detrás le asomaba el pelo recogido en una coleta. El traje había mudado en un mono azul en el que se podían ver las rayas del planchado. Inmaculado. En los cubos leí  “10”.

Entonces entendí: Lorenzo era el portero del número 10, el portero más extravagante que haya conocido, siempre atento, elegante, amable, bien vestido de noche y de día, porque, como solía decir: “es una cuestión de dignidad, y la dignidad siempre se lleva puesta”

FIN

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C/ VÍCTOR ANDRÉS BELAUNDE, 10, Madrid

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