Ellos, que parecían eternos, cayeron de la cornisa del Malevo.
¿Recuerdas cuando fantaseábamos con hacernos con el edificio? Soñábamos a lo grande. Íbamos a convertir el Malevo en una gran sala de conciertos. Por ella, desfilarían artistas de primer nivel, por ejemplo, Ringo Starr. Las fiestas después de los conciertos en los camerinos serían grandiosas, algo así como las que se liaban en Chicote cuando la Gardner se paseaba por ahí con Sinatra, allá por los 50.
En el piso de arriba construiríamos nuestros apartamentos. Juntos. Como en los viejos tiempos. Como cuando vivíamos uno enfrente del otro. O al lado del otro. Incluso uno encima del otro, habitacionalmente hablando.
Recuerdo el día en el que dijiste que estabas harto de vivir con tu madre y querías independizarte. Y así lo hiciste, con pocos cuartos en el bolsillo y mucha valentía. Yo vivía entonces en el 9 de Regueros. Mi casa era una buhardilla situada en un cuarto sin ascensor, con un techo a doble vertiente y casi ningún aislamiento térmico.
Encontramos un estudio en alquiler para ti en el 5 de nuestra calle. Hicimos varios viajes a Ikea para adecentarlo. Lo decoraste en blanco, negro y rojo, a juego con la lámpara en forma de mariquita que pusiste en el centro del salón, que era dormitorio y cocina a la vez.
Meses más tarde, dejé mi casa de muñecas del número 9 para mudarme al piso bajo del 5. Colgamos una cesta con poleas que servía de ascensor entre tu piso y mi patio, a lo cubano. Como tú no tenías gusto alguno por la cocina en esos tiempos, yo me encargaba de cocinar para los dos. Veíamos lacrimógenas series de televisión en largas tardes de sofá y manta.
Años más tarde, me mudé al extrarradio. Por amor, no por placer. Recuerdo que subí a tu casa llorando, pues en realidad no me quería mover de nuestro bloque, ni de ti. Pronto, llegaron tiempos de vacas gordas, progresaste y te mudaste al número 13. Por fin una casa con radiadores, persianas, y una habitación que no fuera multiusos.
Pasó el tiempo. Me azotó el desamor. Y otra mudanza. Y las ganas de volver. Y, por suerte, a tus vecinos de enfrente, padres recientes, se les ocurrió mudarse a una casa más grande. Así que cogí mis bártulos, respiré fuerte, y me trasladé allí. Y pude inventarme de nuevo. Y sincronizarme contigo otra vez.
La sincronización duró menos de lo que pensábamos. Mientras esperábamos que nos tocase cualquier clase de lotería para comprarnos el Malevo, te enamoraste. Y esta vez fuiste tú quien emigró al extrarradio.
Y, de nuevo, cambiaron las cosas. Cambiaron las calles de sentido. Abrieron otra tienda de ropa. El Café de Belén cambió de color. En la peluquería de Paco se lee poesía. La Duquesita vende croissants de premio. Y todo está bien, aunque nosotros no estemos. Pero cayeron los pingüinos del Malevo para construir pisos de lujo. Y eso duele.
FIN
CALLE DE REGUEROS
MADRID
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