A Juana Escorcia le cayó un rayo encima y aun así siguió con vida. Para sacarle el millón de voltios que se le alojaron en el cuerpo dejándola trémula como un panal de avispas, debían enterrarla en arena de mar: ‘dos horas cada día durante un mes completo’, dijo el curandero.

Su padre la llevó a las playas de Ciénaga, Magdalena, donde una hermana suya llevaría a cabo el tratamiento. Días después de lo sucedido, otro destello incandescente bajó del cielo y calcinó el cuerpo de un novillo que pastaba.

Fue en un agosto en el que el cielo tronaba como si los dioses jugaran a los bolos sobre las nubes. La última de las tormentas eléctricas rajó arboles e incendió potreros a su paso. Pedro Luis, el loco del pueblo, regó el cuento por toda la zona de que en La Pailita los rayos habían hecho su nido. Los hombres armados andaban sueltos por todo el pueblo.

Rafel Escorcia, padre de Juana, llegó por esos días a Ciénaga; atravesó la puerta de la casa con cara de espanto: “si el diablo entra a La Pailita, no sale vivo”, dijo.

Un mes bajo la arena le bastaron a la señorita Escorcia para ser popular en Ciénaga. Así conoció a Basilio de la Cruz, un pescador al que ella seguía con la mirada desde la playa mientras él, parado sobre su barcaza, lanzaba su atarraya en medio de un remolino de aves excitadas.

La última vez que Juana visitó La Pailita en compañía de Basilio no alcanzó a distinguir el punto exacto donde dos años atrás un rayo le cambió la vida. Un ejército de palma africana le impidió reconocerlo.

FIN, Parque Central de Bosconia Cesar.

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