Casi siempre me escondo en el mismo sitio, pero Luisito nunca me encuentra, a pesar de que le suele tocar ser el policía y somos niños de costumbres fijas. Lo dejamos contando hasta veinte, con eso tenemos bastante, porque lo hace muy lento y se equivoca continuamente. Aprovecho entonces para correr y refugiarme en el recodo que forma mi portal al final de la acera. Desde allí veo pasar todas las tardes a Belén con su mochila rosa, preciosa con su moño en alto envuelto en una redecilla blanca, a juego con las medias. Daría mi paga del domingo por ver cómo ensaya, cómo danza reflejada en el espejo.
Luisito se cansa de buscarnos y empieza a dar patadas a la bola de papel aluminio del bocadillo y a hurgarse la nariz. «¡Por mí!», sale corriendo Diego. Acto seguido se deja caer sobre la pared que hace las veces de «casa». Me entra la risa porque de un momento a otro vamos a empezar a salir todos. Luisito se bloquea y no da pie con bola, aunque nunca se enfada ni nosotros tampoco porque su madre nos tiene dicho que juguemos con él, que es especial y que somos sus amigos.
Desde mi escondite domino toda la calle: el quiosco de Joaquín, la churrería Ruiz, la panadería de Chema… Al fondo, el colegio. Todo mi mundo. Pero… ¿qué está pasando? Un hombre, a toda velocidad, ha arrollado a Felipe, el ciego de los cupones. Debía de tener prisa, pero lo ha dejado tirado. Salgo corriendo de mi refugio y lo ayudo a levantarse. Un cristal de las gafas se ha roto y la tira con los boletos de lotería ha salido volando entre los coches aparcados. Le coloco, como bien puedo, los billetes en una pinza que lleva enganchada sobre la chaqueta del chándal.
—¿Te has hecho daño? —le pregunto, mientras se coloca las gafas destrozadas, entre nervioso y apurado.
—Un poco, la verdad —confiesa tocándose un costado—. Toma, te regalo un cupón, a ver si te doy suerte y te toca.
Salgo como loco hacia casa, subo los peldaños de dos en dos, incluso de tres en tres.
—Mira, mamá, lo que me ha regalado Felipe —le explico emocionado lo que ha sucedido—. Sí, mamá, lo ha dejado tirado en la esquina y ha seguido corriendo. Pero yo lo he visto y me he lanzado a ayudarlo. ¿Eso es lo que me dijiste que tenía que hacer, verdad? Fíjate si seré bueno que si me toca la lotería, le voy a comprar una silla de ruedas.
Mi madre suelta una carcajada y me besa en la cabeza. Me encanta que me bese en la cabeza. Salgo corriendo de nuevo escaleras abajo, a la conquista de la calle, donde los niños de mi barrio pasamos las tardes de verano. Echo una carrera y llego a tiempo, ante la mirada pasmada de Luisito:
—¡Por mí! ¡Por todos mis compañeros! ¡Y por mí primero!
Calle Vivienda de Camineros
Cáceres
FIN
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