Veinte años. Hacía veinte años que no pasaba por allí. Era tan distinto…
Todo había cambiado. De las tiendas que había cuando era niño solo quedaba el pequeño bar del señor Gregorio, ahora regentado por sus hijos. ¡Cuantos refrescos había tomado allí mientras su abuelo jugaba al mus!
Y allí estaba. Su edificio. Su casa. La que fue y siempre sería su hogar. Habían pintado la fachada de color salmón, aunque debía hacer un tiempo, porque ya se notaba el desgaste. El portal era más moderno, pero seguía siendo rojo. No tenía el encanto de las enormes puertas de madera que recordaba. Supuso que el nuevo portal, una cristalera con barrotes rojos, encajaba mejor con el también modernizado barrio.
Pero, a pesar de todos los cambios, allí estaba. Su hogar, su principio, sus raíces. El lugar en el que había sido tan feliz como nunca volvió a serlo. El único lugar en el que fue feliz.
Empezó a preguntarse si quedaría alguno de los que fueron sus vecinos. Bueno, la señora Dolores habría muerto, ya era muy mayor cuando él aún era un niño. Y seguramente la señora Pura también.
Tal vez los hijos de alguna de ellas siguieran allí. Aunque, si tuviera que elegir, le gustaría ver a la nieta del señor Felipe. ¿Se habría convertido en una mujer tan guapa como lo era de niña?
En ese momento salió del edificio un chico y, antes de darse cuenta de lo que hacía, sujetó la puerta para que no se cerrara. No sabía si debía entrar. ¿Qué iba a hacer? ¿Subir los cinco pisos y volver a bajarlos? ¿Para qué?
No sabía por ni para qué, pero tenía que hacerlo.
En cuanto cruzó el portal se sintió como un niño de nuevo. Por dentro si que no había cambiado nada. Los mismos colores, las mismas puertas… Todo era igual. Casi esperaba encontrar a la señora Inés subiendo con el carro de la compra lleno.
Salió de nuevo a la calle y se quedó contemplando el edificio mientras sonreía. Recordaba tantos momento solo con estar allí…
Una lágrima empezó a rodar por su mejilla, sin que hiciera nada por evitarlo. La nostalgia no siempre era algo malo, después de todo. Y, cuando te hacía volver a vivir, podía ser algo maravilloso.
En ese momento una muchacha le tocó el brazo, interrumpiendo sus pensamientos. Le miraba con cara de preocupación, y le preguntó que si se encontraba bien. Él sonrió. Bueno, después de todo, desde fuera la gente solo vería a un tipo con la mirada perdida que empezaba a llorar en mitad de la calle.
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Tranquila, estoy bien. Son solo recuerdos. Yo vivía aquí, ¿sabes? Cuando era un niño. Y fue un lugar maravilloso para crecer.
Sonrió de nuevo a la chica, echó un ultimo vistazo a su hogar y, metiendo las manos en los bolsillos, se alejó de allí, sabiendo que una pequeña parte de él nunca abandonaría aquel edificio.
PLAZA DE SANTO DOMINGO Nº 8, MADRID
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