Hoy, 29 de febrero, es mi cumpleaños. Sin saber por qué me he levantado con la necesidad de volver a la calle donde nací, y al decir «donde nací», quiero decir exactamente eso, no es una forma de hablar. A las ocho menos veinte de hace diez bisiestos, nueve en realidad, porque el 2000 no lo fue, debido a un ajuste de calendario, vine al mundo a toda prisa.

Paco, el panadero, le acababa de despachar a mi madre media docena de mojicones, ocho pistolas, cuatro litros de leche y dos donuts para Tito, el príncipe de la casa, a quien no había manera de hacerle comerse un bocadillo a media mañana.

El hombre no daba abasto. Su mujer llevaba pariendo toda la noche y lo que le quedara, y no estaba en condiciones de reparar en el «¡aaaayyyyy!», que mi madre musitó mientras se rebuscaba en el monedero tres pesetas para no cambiar un billete de mil. Fue Amalio, un camarero del bar Veracruz, quien le alertó de que a la Resu había que llevarla inmediatamente al hospital, cuando la humedad le traspasó las zapatillas de cuadros llenas de lamparones, con las que se había acostumbrado a trabajar desde que le operaron los juanetes en noviembre.

Aunque en el barrio era de sobra conocida la facilidad con la que Resu había soltado de sus entrañas a mis seis hermanos como quien suelta un pedo, un estornudo o una carcajada, la firmeza de Amalio alarmó aún más a los allí presentes por la propiedad que le otorgaba su amistad con el Recojón, o sea, mi padre, llamado así no en honor a sus atributos, sino porque a diario se quejaba durante las partidas de dominó del afán de su santísima esposa por hacerle recoger a cada momento lo que los niños dejaban por medio.

Juanita, la pescadera, le arrebató la bolsa de la compra y la sacó de la tahona, pero mi madre emitió un «aaaaaaaaaayyyyyyyyyyyy!», mucho más dilatado que el anterior, y ya no hubo tiempo para que Martín terminase de descargar el pescado, ni para coger un taxi, ni para volver a entrar a la panadería siquiera, en cuya trastienda el sonido del teléfono trajo la noticia del nacimiento de Paquito, al tiempo que dos policías nos trasladaban  en el coche patrulla al mismo hospital, donde al hijo del panadero lo habían sacado con fórceps en el minuto justo que yo me escapaba del vientre de mi madre, cinco semanas antes de lo previsto.

Y es que Paquito siempre fue retardado. Para todo. No tonto, parsimonioso, concienzudo en exceso, de los que se toman tiempo para decidir antes de actuar.

Al salir del trabajo, he percibido cómo una fuerza extraña me empujaba hasta allí. La panadería es ahora un local abandonado. Él estaba enfrente, junto al antiguo mercado, reconvertido en un Ahorra Mas. Ha sido verlo y recordar que hace cinco bisiestos, a punto de cambiarme de barrio, quedamos en encontrarnos hoy.

FIN

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C/ Jeronima Llorente (MADRID)

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