De noche se nos iluminaban los días de nuestras infancias de verano. La recompensa diaria del yugo justiciero del sol era salirse a la puerta, un lujo para pobres. Después de la cena, escondido ya el sol tras los cerros de la campiña cordobesa, los vecinos sacaban sillas de anea o hamacas playeras a las puertas de sus hogares para tomar el fresco.
Una de aquellas noches, la charpa de chiquillos de la Plaza de la Aurora, en el barrio montillano de las Casas Nuevas, sentados en el rebate del bloque, empezamos a contarnos historias de miedo. A nuestras espaldas, el hondo y negro zaguán del portal del edificio era más siniestro que nunca. Yo no dejaba de mirar atrás. Estaba convencido que la chica de la curva, la cabeza cortada dando botes o el fantasma del niño asesinado por unos forasteros se agazapaban allí.
Al fondo de la plaza, en los pisos que había encima de la tienda de Lola, El nido del plástico, la juguetería del barrio, nuestro Disneyland local, se encendían y apagaban luces de tanto en tanto. En unos de los balcones, con una luz amarillenta de fondo, la figura de un vecino fumándose un cigarrillo recostado sobre la baranda aliviaba mis tensiones. La vida, viva, seguía su bendita normalidad, aunque rondada por el terror.
Cuando me tocó el turno, me la jugué. El fumador seguía en el balcón y no se había movido en todo el rato. “Creo que por encima de la tienda de Lola se ha ahorcado un hombre en uno de los pisos”, solté. Varios pares de ojos, redondos como cebollas, escudriñaron la fachada indicada. Salimos en desbandada y nos plantamos en mitad de la plaza, pero la luz de las farolas nos deslumbraba. Manolillo, el mayor, se perdió un rato y regresó de paquete sobre una mobylette campera. Encabritaron la moto al cielo apuntando al balcón, pero aquel haz de esperanzas no alumbraba ni la segunda planta.
Manolillo se erigió en nuestro Starsky. Había que subir, llamar al timbre e interrogar. La misión era arriesgada y sólo le acompañó el Jésu, que como era rubio fue Hutch. Los más pequeños, tuvimos que acatar órdenes y volver al portal, con la congoja por corbata. La espera fue larga y tensa. Las sirenas policiales no tardarían en ulular por el pueblo, seguro.
Nuestros “detectives” volvieron con semblante neutro. Cualquiera diría que con el caso resuelto. No soportaron durante mucho más tiempo sus rostros circunspectos ante nuestras caras expectantes. De sopetón, silenciando la serenata de los grillos, arrancaron a reír y aclararon que la dueña del piso, sin necesidad de interrogatorios violentos, sin derrumbarse anímicamente, había declarado la verdad: «fui costurera y vuestro ahorcado es un maniquí con la cabeza rota, torcida.».
Archivado el caso, por fortuna entre risas, coincidimos que ya era hora de recogerse. En un suspiro, seríamos castigados nuevamente por el sol hasta que la luna iluminara otro de nuestros días de verano.
PLAZA DE LA AURORA. MONTILLA. CÓRDOBA
FIN
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