Anochecía cuando terminó de grabar estas palabras en las tablas del hórreo, luego entró en la casa.
-Mira fío, les fabes con choricino, como los Domingos.- Dijo su madre mientras le arrimaba un plato a su rincón de la mesa. Su padre y su hermano ya estaban sentados, cabizbajos. La bancada protestó con un leve crujido cuando se acomodó en ella.
Alejandro tenía dieciocho años. Era el menor de tres hermanos: Juan, sentado a su lado y Cova, a quién la guerra había pillado en Madrid. Juan miraba al suelo, Alejandro imaginaba la vergüenza que debía sentir en esos momentos. No podía marchar a la guerra: de guaje una infección obligó a amputarle la pierna derecha por debajo de la rodilla.
Cova era enfermera. –Ni desfiles ni gaitas; nada mejor que un hospital para ver lo que es, de verdad, una guerra.- Solía escribir.
El padre abrió el vino dando la señal para comenzar a cenar y los tres hundieron sus cucharas en los platos mientras la mujer observaba con el cazo en una mano y la olla en la otra, dispuesta a rellenarlos.
-Siéntese, madre, y coma algo.-
-Ya cené, fío… Pero me beberé un vasín de vino.-
El calor de la lumbre, las fabes y el vino templaban los cuerpos. La luz de las llamas en el hogar iluminaba la escena con un resplandor familiar y sagrado. Afuera comenzaba a nevar.
II
En la noche los sonidos viajan lejos. El frente de Oviedo estaba cerca y se metían por las rendijas entre los postigos para recordar a Alejandro lo cercano que se encontraba ese otro mundo de horror y muerte. Desde su cama oía el lejano estruendo del cañón, el sonido de carraca de las ametralladoras que, junto al zumbar del viento y el ladrido del perro, eran su arrullo desde hacía meses.
Pero hoy no podía dormir: mañana estaría bajo esas bombas, las balas zumbarían mucho más cercanas. Mañana todos aquellos artefactos intentarían acabar con su vida; su pequeña vida de dieciocho años.
Le darían un mosquetón, un puñado de balas y una bolsa llena de petardos y le dirían: -Ahí en frente está el enemigo, anda, tírales.-
La puerta chirrió, oyó unas pisadas acercarse y un cuerpo se escurrió entre las sábanas. Fingió que dormía. Sintió la cara de su madre estrecharse contra su espalda y cómo se humedecía la tela del pijama. Contuvo un sollozo mientras una lágrima resbalaba por su mejilla mojando la almohada.
III
Alejandro se levantó con el canto del gallo, salió afuera cuando el primer rayo de sol asomaba entre las ramas del castaño, desayunó, lió y encendió un cigarro, metió un par de mudas en un petate, saludó a su padre y a su hermano, dio un beso en la frente a su madre y partió sin mirar atrás. La nieve crujía y el sol naciente le daba en la cara cuando bajó la cuesta hacia la carretera. Sus padres lo miraban alejarse en silencio. Nunca más volvieron a verlo.
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