Me sorprendió ver un lugar bonito. Los lugares bonitos no los conocía. En mi barrio todo era feo. En realidad tampoco sabía que era feo mio que ese día me dio vergüenza vivir dónde vivía. Tampoco conocía el cine, ese día caminamos por una calle donde había muchas  de esas salas, con luces de neón, demasiadas luces. A los 18 años de edad recién ingresé a uno. Fui feliz, pero no tanto, porque necesitaba ocultar mi asombro a esas amigas bien que tanto me querían, pero que no sabían que yo jamás había visto una película en pantalla gigante. Tampoco tenían que saberlo. Me avergonzaba, porque éramos amigas y teníamos la misma edad. Yo fingía que me gustaba lo que a ellas les gustaba. Y en verdad, semanas después comencé también a idolatrar a Tarantino y Buñuel y sus Olvidados. Todos los viernes, en el cinematógrafo, éramos cinéfilas y jurábamos ser amigas para siempre. Era muy feliz, pero esa felicidad sólo duraba hasta que regresaba a mi casa y mi padre, cansado me gritaba por llegar tan de noche. El era así, un renegón cuando no caminaba. Sólo caminar lo hacía feliz. Así que los domingos él y yo caminábamos juntos y queriéndonos mucho.  barrio, sobarrio.jpg;cursor: default;l

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