MANOLÍN, EL DE LA PISTA.

MANOLÍN, EL DE LA PISTA.

Se llama Manolo, pero para mí toda la vida será Manolín, el de la pista; quizá porque nos conocimos muy niños, cuando todos somos diminutivos, o porque nuestras vidas se separaron antes de que nos acostumbráramos a llamarnos de otra forma.

En aquellos años, en los que “salir a la calle” era un paraíso circunscrito tan solo a una, la de Félix Aramburu, Manolín, el de la pista, era inseparable compañero de juegos; era vivaz, simpático, se hacía querer por el resto. No tenía madera de líder, pero tampoco era de los que se quedaban atrás.

Sus padres decidieron que debía ir a un colegio de pago, mientras que el resto de la pandilla del barrio lo hacíamos a la escuela pública. De ahí que, a partir de entonces, empezáramos a perder el contacto.

Continué teniendo noticias a través de mi madre, sobre todo de sus éxitos escolares. Pronto se reveló como un gran estudiante, una especie de niño prodigio que no dejaba asignatura sin sobresaliente, que destacaba en todo cuanto se proponía, abanderado deportivo de su colegio, menciones de honor acumuladas en su expediente; un auténtico dechado de excelencias al que, en seguida, se rifarían todas las niñas del barrio, encandiladas por sus rizos rubios y sus ojos azules.

El paso del tiempo, sin embargo, fue cruel con Manolín, el de la pista, que ya era Manolo. En algún momento de sus diecisiete años algo se rompió en su interior, o algo dejó de funcionar; las malas lenguas dijeron que la culpa la tuvo que fuera hijo único, en una época en que eso era una rareza. El caso es que un buen día Manolín, el de la pista, Manolo ya, se tiró por la ventana desde el sexto piso donde vivía. Dijeron que tuvo suerte porque el tejado de uralita de un garaje anexo frenó la caída, que no fue mortal. Estuvo mucho tiempo ingresado, primero en el hospital para recuperar las lesiones físicas; después en el psiquiátrico para intentar cerrar las anteriores a la caída. Las físicas cicatrizaron.

Pasaron varios años antes de que me cruzase nuevamente con él. La vida me llevó lejos del barrio y, cuando volvía no coincidíamos. Me decían que había quedado mal, trastornado, que se pasaba el día en la calle mendigando para, después, gastarse el dinero en bebida y tabaco. Al principio la familia, pudiente y avergonzada, trataba de esconderle. Al final le dejaron por imposible.

Hoy he vuelto a verle, en nuestra calle, en Félix Aramburu, en la que ya no quedan vestigios del centro de esparcimiento infantil que fuera en otras épocas; estaba sentado en los escalones de un portal, pelo largo por detrás pero calvo por delante, barba abundante y descuidada, chubasquero y jersey rojo, pantalón vaquero, limpio. Me paré frente a él y le saludé. Me miró fijamente, por un momento creí que me había reconocido, extendió la mano y me dijo:

—  ¿Me das un euro pa tabaco?

F I N

CALLE FÉLIX ARAMBURU – OVIEDO

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