LA RUTA DEL MIEDO

Cuando era pequeña, atravesar el portal de mi casa por la noche me resultaba terrorífico. Como la luz se apagaba siempre antes de terminar de cruzarlo, era inevitable pisar alguna cucaracha. Ese “crac crac” bajo la suela de mis alpargatas, aún me pone los pelos de punta cuando lo recuerdo. Después del portal había que pasar por el patio —el piso de mis padres era interior— allí, la poca luz que salía por las ventanas apenas iluminaba las paredes, y menos aún aquel suelo de piedras desiguales —el voltaje en los 50 era más bien escaso— las sábanas blancas que colgaban tendidas de las cuerdas se balanceaban como fantasmas errantes. Cruzaba aquella penumbra corriendo como una loca para alcanzar los veinte escalones que me separaban de mi casa. Los subía de dos en dos para llegar lo antes posible, debido a su estrechez, la escalera no tenía barandilla, había una moldura pintada en la pared a modo de trampantojo donde no te podías agarrar, pero daba igual, yo me apoyaba en ella y subía como alma que lleva el diablo. Nada más abrir la puerta de mi casa, encendía la tulipa que colgaba a tres metros de altura. En ese momento mi sombra se proyectaba en aquel larguísimo pasillo convirtiéndose en una silueta deforme y aterradora.

Cuando por fin entraba en la cocina, donde se escuchaba Matilde Perico y Periquín y donde olía a patatas fritas con cebolla para hacer una tortilla, me sentía segura. Entonces, a mi madre no se le ocurría otra cosa que mandarme a la bodega o a la tienda de ultramarinos —que nos despachaba por la puerta de atrás sin importar la hora— a por huevos, vino… o cualquier otra cosa que se le había olvidado.

De nuevo tenía que volver a recorrer la ruta del miedo

  FIN

CALLE DE MONTELEÓN, MADRID

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