Conoce de memoria cada uno de los rincones de su antiguo barrio. Desde el parque en el que creció, a las aceras, a los soportales que unían los distintos edificios, cada árbol y cada seto, cada roto en el vallado, los escalones y sus desgastes para subir a su portal, el resquicio donde se subía para marcar el telefonillo de sus amigas vecinas y el de su casa, las diferentes letras de cada uno de los buzones, el ruido del ascensor cuando llegaba y cuando, pesadamente, arrancaba, el sonido al soltar la puerta, la marca hecha por ella con una horquilla, intentando dibujar una casa en el muro junto a la puerta de su casa, el sonido del timbre, el felpudo traído desde algún lugar de la Alpujarra.

Abrió su hermana la puerta, ese día no había ido al colegio porque tenía fiebre. Ella volvía muy contenta hoy, había sacado un ocho en Lengua y también un escaso seis en Matemáticas. Tenía mil deberes que hacer para el día siguiente, pero su hermana le ayudaría. Su padre tenía turno de tarde y su madre había bajado a la tienda de la esquina para hacer algunos recados. Las dos se sentaron a esperar mientras veían los dibujos animados de las seis y cuarto de la tarde.

Como ellas, seguramente casi todos los niños del barrio seguían el mismo ritual cada tarde. Luego intentarían enfrascarse en sus deberes, se bañarían, cenarían con sus padres y se irían temprano a dormir para madrugar al día siguiente e ir al colegio con los amigos vecinos. Los días de lluvia, los padres se ponían de acuerdo para llevarles en coche, y así se turnaban.

Eran días felices, plácida y ordenadamente tranquilos, similares y alegres.

Aquel barrio tenía un encanto especial, quizá porque había cientos de familias y otros tantos cientos de niños, que llenaban las calles a diario en sus idas y venidas y para jugar en pandillas. Sólo había silencio cuando comenzaba a anochecer.

No hay una sola vez que pase por los alrededores de aquel barrio y no enfile la calle en la que creció, y no se asome al parque en el que tantas veces sus rodillas sangraron mezclándose con la tierra y las piedras en aquellos juegos eternos.

Muchas veces no puede evitar lágrimas de nostalgia mientras se le agolpan miles de recuerdos, imágenes, sensaciones, anécdotas, olores y personas, aquellas que estuvieron y que quizá permanezcan todavía y aquellas tantas que ya se fueron. Han pasado demasiados años.

Otras veces, sin embargo, hace un rápido recorrido en su memoria mientras rastrea con la mirada aquellos rastros tan claros y se queda con uno sólo, su propia imagen infantil sonriendo. Sonríe también ahora sin querer, da media vuelta y vuelve a los días de hoy, a éstos que también recordará en otros momentos futuros, desde alguna otra esquina de un parque, o desde otro vallado, o detrás de algún árbol, o sentada en algún peldaño.

FIN

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CALLE PIRINEOS, BARRIO VIRGEN VALVANERA, SEVILLA

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