Terminé la entrevista, como otras tantas estériles de aquella semana,  en una empresa  cárnica y al salir no pude evitar fijarme en el nombre de la calle: Ganges. Una evocadora visión acudió a mi mente y viajé lejos, a un recuerdo, a otro lugar:

Una oscuridad vidriosa acompañó nuestra barca hasta la orilla. El calor de la atmósfera y las hogueras no era tan pesado como el olor del fin de la vida y el manto del amor incondicional de los seres queridos. La congestión de mi cerebro me impedía comprender si me empujaba más el morbo o la posibilidad de sentirme humana al presenciar el viaje hacia el Nirvana. El fuego purificador, comienzo del camino eterno, corría el riesgo de apagarse por culpa de las lágrimas que nuestros ojos de mujeres pudieran derramar.

Compré un hatillo de maderos a un hombre de larga barba canosa con un viejo tilak que pasaba sus días de cuclillas, cubrí mi cabeza y accedí al tributo para presenciar la transformación acercándome a su familia a orillas del Ganges, calle sin nombre, alma de Varanasi.

En esa calle sin nombre a orillas del Ganges, en medio de un silencio abrumador solo roto por el crepitar del fuego,  sentí  la desigualdad más tangible, tanto económica como racial y sexual. Pero a su vez, comprendí el amor incondicional a una fe, a la increíble conexión cuerpo-mente, al gran poder del cerebro y al amor infinito de una familia unida. Sensaciones que solo esa calle sin nombre, a orillas del Ganges, puede transmitir sin hablar: sólo observando y sintiendo.

La nostalgia de aquellos sentimientos únicos e irrepetibles volvió a mí por el simple hecho de levantar la mirada y ver aquel nombre, que en una placa no significaba nada pero que me transportó a otro lugar que significaba “todo”.

FIN

CALLE GANGES. VILLAMAYOR – SALAMANCA

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