“Qué imaginación tiene su hijo, señora Blanca”. Era la frase más común que la gente le decía a nuestra vecina cuando conocían a Gabrielito. Era un niño muy flaquito, de pelo rizado y ojos verde oscuro, muy pequeño para sus diez años de edad. Padecía de una curiosidad de científico que lo perturbaba continuamente, soñaba despierto y pensaba en voz alta haciendo sumas, divisiones y restas. Le gustaba contar historias, pero su método era bastante particular, pues cuando nos acostábamos en la placita y mirábamos las estrellas tan lejanas en el profundo firmamento, él comenzaba a decirnos que se imaginaba que estaba pegado a la tierra y que el suelo era el cielo. ¿Se imaginan si nos cayéramos hacía el espacio? —decía con una voz melosa y tan aguda como la de una niña—. Sería como si de pronto nuestro planeta perdiera la fuerza de atracción y nos dejara libres para viajar por el universo en una precipitación sin fin.

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Todos se reían por su ocurrencia, pero los que si tratábamos de imaginarnos esa caída sentíamos cierto escalofrío por la emoción de salir disparados en caída libre hacía las estrellas. En otras ocasiones, usando el mismo razonamiento de caída invertida, nos hacía viajar a la Luna impulsados por la falta de gravedad terrestre. Gabriel no jugaba al fútbol, pero disfrutaba mucho mirándonos correr tras la pelota, lo que más le gustaba era subirse a la azotea y encima de los tinacos acostarse y soñar con sus viajes espaciales.

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Un día salió de su casa a mediodía y se subió a la azotea. Llevaba una colchoneta muy gruesa en la que tenía pensado acostarse para seguir con sus trayectos estelares. Nadie sabe con exactitud lo que pasó ese fatídico día porque Gabriel jamás quiso contar nada. El caso es que mientras estaba acostado mirando el cielo se enrollo en el futón y rodó, pero con tan mala suerte que cayó al precipicio. Eran diez o doce metros de altura y el impacto fue sobre la hierba. Su abuela, que en ese momento se asomó por la ventana, casi se mure de un infarto al ver que de un tubo de tela salía rodando su pequeño nieto Gabriel. Gritó como demente, llegó la madre, llamaron a la ambulancia y una media hora después llegó una ambulancia y se llevó al niño al hospital.

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Por fortuna, no murió, pero quedó hecho una momia forrada de escayolas, tenía la cama con unos artefactos que le sujetaban las piernas y los brazos, estaba frente a su ventana y como no corrían las cortinas, la gente lo miraba como prueba de la bondad de Dios, quien sólo le había dado una lección al afortunado niño, demostrándole que su teoría era errónea y que jamás se demostraría. Nosotros lo adorábamos. Cuando creció se hizo piloto aviador en el ejército, era asombroso que no hubiera quedado afectado por la dura caída de su infancia y que tuviera una salud de hierro.

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