Eva, Adán y el paraíso digital

Eva, Adán y el paraíso digital

Mayte Angulo

20/02/2013

Adán está tumbado sobre la cama. Cubre sus ojos con el brazo izquierdo, mientras su mano derecha descansa en su abdomen. Siente su propio diafragma; se contrae, se relaja. Siente el aire llenando sus pulmones. Es rancio, húmedo; simplemente, es necesario. Aspira lentamente, lo mantiene un par de segundos en su interior, y luego lo expulsa con suavidad, tratando de paladear el vetusto hedor que porta. «Es lo que hay» pensó quedo. Ya no le desagrada. Ahora por fin, puede pensar.

En el silencio, dejó que su mente escapara y volviera a ese extraño día en que ella, su amor, no se conectó. Llevaban algo más de dos años de relación. El primer intercambio de mensajes se produjo en un foro, que ambos frecuentaban, sobre temas esotéricos. Intercambiaron opiniones sobre varios temas. Se convirtió en un placer enriquecedor participar en esos debates. Empezaron a compartir ideas, se hicieron seguidores en Twitter y amigos de Facebook, accedían a chats privados durante horas. Intercambiaron e. mails y números de teléfono. La relación se consolidaba WhatsApp tras WhatsApp; día tras día. Los mensajes se hicieron personales, luego íntimos, hasta alcanzar la complicidad en susurrantes confesiones. Dos años donde la fantasía despertó ocultas pasiones, morbosos deseos, juegos prohibidos en la distancia, que hacían sentir perfumado aliento, ardientes caricias, abrazos envueltos en palabras escritas en negro sobre blanco y leídas en la oscuridad, con el resplandor de la pequeña pantalla del móvil bañando el rostro ávido por descubrir nuevas y anhelantes propuestas… Y una promesa incumplida, tal vez reprimida por el temor de romper la magia que los arrullaba. Un encuentro que durante mucho tiempo, demasiado, fue demorándose al amparo de absurdas excusas asumidas por ambos con cierto alivio.

  Lo inquietante de ese día fue no haber recibido ningún mensaje de que estaría sin cobertura. Eso no ocurría nunca. No publicó nada en Facebook; no puso ningún twit; no entró en los foros ni se conectó al IRQ. En WhatsApp y Line estaba offline. «Parece haber desaparecido», pensaba Adán buscando su rastro en la red. Algo raro debía estar pasando. Eva siempre le escribía antes de empezar las clases. Solía desayunar con sus comentarios sobre la tortura a la que tenía que enfrentarse cada día en el instituto en el que impartía clases a alumnos que asistían obligados por sus padres. Él, animándola, le prometía que pronto se encontrarían y se la llevaría de allí para siempre. Pero esa mañana desayunó solo. En silencio. Sumergido en su pesar.

  Canceló su agenda del día. Subió a la  buhardilla donde tenía sus ordenadores para seguir buscando. Alguien sabría algo, seguro. A medio día seguía igual, sin noticias. Había llegado el momento de dar el siguiente paso. Cogió el teléfono y lo miró. «La llamaré», decidió mientras contemplaba en el display de su móvil su hermosa mirada de ojos verdes, puertas de un Edén lujurioso y dulce, lleno de regalos y misterios por desvelar. Su pelo negro, alborotado y corto, le dotaba de una imagen jovial y desenfadada. No pudo evitar pensar que nunca había oído su voz; ¿cómo sería? ¿Tendría un timbre agudo y molesto? La voz que oirá al otro lado, será la de una desconocida. Con una estampida en su pecho pulsó el icono de llamada y acercó su mano a la oreja. Le costaba respirar. Una voz metálica al otro lado le dejó sin aliento. El bloqueo le impedía entender el mensaje que procedía de alguna parte del mundo: “el teléfono está apagado o fuera de cobertura”. Cuando consiguió procesarlo, el alivio que sintió le hizo recuperar la compostura y la respiración.

El día expiraba y no podía parar. Subía a mirar los ordenadores. Bajaba las escaleras de tres en tres y se dirigía al salón donde el iPad le ofrecía los mismos silencios. Salía a la parcela y alzaba el móvil tratando de atrapar alguna onda en el aire que trajera sus noticias. Luego, otra vez arriba, a reiniciar el protocolo. No comió: su estómago estaba cada vez más encogido. Cayó la noche, tiznando su alma apenada. Se acostó, pero no pudo dormir. ¿Habría huido? ¿Se habría cansado de esa relación? Ahora que estaban tan cerca y tan decididos… Si no le abandonó cuando le explicó a qué se dedicaba, ¿por qué debía hacerlo ahora? Le dio detalles de su vida que no sabía nadie, y ella, los aceptó bajo la promesa de que, una vez juntos, dejaría atrás su pasado para iniciar una nueva vida.

A las siete de la mañana saltó de la cama con un terrible dolor de cabeza. “Me voy a volver loco”, pensó cubriéndose la cara con las manos. Desesperado, se le ocurrió ir a buscarla a Soria. Se dirigió a la escalera para bajar a la cocina y tomar algo. Se sentía hambriento. Antes de empezar a descender un fuerte golpe, como una explosión, lo inundó todo. Parecía venir de la puerta. Luego otro. Algo cedió, lo pudo oír. Desde lo alto de la escalera contempló como su casa era invadida por unos hombres uniformados y armados. Gritaban y se movían con estudiada precisión. Voces martillando su cabeza: “¡Alto! ¡Policía! ¡Contra la pared! ¡Manos arriba! ¡No se mueva no se mueva! ¡Policía!”.

Levantó las manos y antes de que un agente lo estampara contra la pared, pudo ver cómo cruzaba la puerta un hombre de paisano. Tenía el pelo negro, muy corto para disimular los rizos. Clavó la mirada en sus ojos verdes, que lo miraban de forma compasiva. Fue un instante, pero en ese rostro vio los ojos de Eva disculpándose por la traición.

Ahora está a la espera de juicio, acusado de ser el cabecilla de una importante banda de ladrones de coches de lujo que vendían en los países del Este. Sobre el catre de su celda, a oscuras, recuerda todas aquellas palabras escritas que le habían transportado al paraíso, donde no hay rincón para ocultar los sentimientos. Se negaba a pensar que nada había existido, que todo era una mentira, que aquellas palabras que le hicieron temblar, no salieran del corazón de la inexistente Eva, para crear el Edén de bits que habían compartido durante una vida ya extinta.

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