Vale. Soy una carca, lo admito. Y os lo explico.

Hoy me pedí el día libre en el trabajo. Porque tenía muchas cosas que hacer en casa, le dije a Manolo.

Y, efectivamente, toda la mañana estuve cambiando trastos de lugar, hasta que me he sentado al ordenador a teclear un correo electrónico. Escribí la dirección y el texto. Preferí dejar el “Asunto” en blanco.

Después hice recuento mental de todos los aparatos que, sin hacer mucho ruido, se han ido instalando en nuestra vida de pareja en los últimos tiempos. Hasta donde me alcanzaba la memoria, fui enumerándolos.

Primero fueron un par de teléfonos móviles, dos de aquellos zapatófonos a los que, como en los chistes de Gila, había que ir moviendo para intentar encontrar la onda de la cobertura.

Aquella precaria situación no duró mucho, y con la mejoría llegaron las llamadas a cualquier hora y, de vuelta al dulce hogar, nada por comentar.

Después debimos hacerle un sitio al ordenador, que también llegó para quedarse. En un principio Manolo sólo lo utilizaba para jugar. ¡Ah, pero aquello fue casi una bendición! Porque mientras los juegos eran en CD me solucionaron muchos compromisos, vía regalo.

Lo mismo sucedió con el compact disc; sobre todo al principio, que debimos sustituir los viejos LP de vinilo por los nuevos CD.

Al cabo de (poco) tiempo:

Pi, pi, pi…

Internet y el correo electrónico llamaban insistentemente a la puerta. Por supuesto, la abrimos.

Y la jodimos.

La jornada laboral de Manolo pasó a ser de veinticuatro horas al día, todos los días de la semana; pero las opciones personales también se le diversificaron porque novedad que asomaba por el horizonte, a ella que se me apuntaba.

Primero se volvió adicto a las búsquedas más peregrinas; después a la copia de música, de películas, y de todo lo que, de paso, se encontraba por el camino.

Y esto, que yo creí fuera el final, resultó ser sólo el principio. Porque, vale, las cosas habían cambiado un poco, pero al fin y al cabo, cuando cerrábamos la puerta, el ordenador se quedaba en casa…

Hasta que llegó el portátil. Entonces se acabó también la desconexión durante los viajes. Eso sí, la sustituimos con la seguridad de un GPS, con el que siempre llegábamos al destino a piñón fijo. Daba igual si una vez en el camino le decías:

–   Cariño, ¿no íbamos a Barcelona? Pues me parece que estamos en la carretera de Andalucía.

Él y el aparato seguían a lo suyo.

Por supuesto, cuando llegaron las redes sociales Manolo fue pasando por todas, e instalándose en cada una de ellas hasta que el proveedor comunicaba  que dejaban de estar operativas. Messenger, Myspace, Facebook, Twitter… No hay una que se le haya resistido. Dice que en cada una tiene muchos amigos. Y yo, diciéndome: ¿amigos?

A medida que los nuevos inventos han estado disponibles para teléfono, él cambiaba religiosamente de aparato. He perdido la cuenta de todos los que usufructuó, se compró, le compré, le regalé, le regalaron, con puntos, con variación de tarifa, sin variación, y hasta con las promociones de los periódicos.

Durante este tiempo han ido aparcando en nuestra casa cámaras de vídeo y de fotos, marcos, escáneres, impresoras y algún elemento más que, seguro, ha pasado a mejor vida hasta en mi memoria. Sí, también el libro electrónico que, esto lo reconozco, nos ha permitido ahorrar espacio en casa para poder seguir acumulando cachivaches.

¡Por favor! Casi me he olvidado del iPod y el iPad.

A estas estaba tan aburrida que me preparé un café. Después pensé en los cambios que tanto cambio ha supuesto en mi vida.

Regalos. Como os decía, mis opciones de ser generosa se fueron reduciendo día a día, porque hace tiempo que cada última novedad aparece antes en mi casa que en el mercado. Añoro cuando no necesitaba estrujar la neurona de pensar al llegar el aniversario, el cumpleaños, los Reyes Magos, o cualquier día digno de mención en el calendario.

La música, el cine, los juegos y los libros, cuando no me los consigue gratis, me los anotan directamente en la cuenta corriente; y, en todo caso, no se pueden envolver. En cuanto a las películas, desconozco si aún existe algo llamado sala de cine.

Las cámaras de fotos y vídeo duermen el sueño eterno en su caja, porque siempre tenemos a mano la del teléfono.

Manolo tiene muchos “amigos”, pero no consigo recordar nuestra última actividad estimulante; acabé por acostumbrarme a que cualquier piiiiiii  interrumpiera el único momento interesante surgido después de semanas.

Harta de tanto inventario negativo me dije: “Bueno hija, mira el lado bueno. Te quedan las cenas con los amigos”.

Ilusa –me contesté-. iPod  y móviles han convertido las comidas en personas que se reunen alrededor de una mesa. Y mientras unos reciben mensajes otros envían llamadas; algunos mandan –gratis- WhtasApp, fotos o archivos adjuntos a la vez que otro juega a Apalabrados con el comensal que tiene enfrente.

Con el ánimo un poco depre, he pensado en Manolo, mientras apostaba conmigo misma sobre el tiempo que tardaría en ver mi correo.

He imaginado el proceso.

Sentado en su silla, al otro lado del espacio virtual, vería aparecer en la pantalla el mensaje de aviso. Tras mirar el remitente, lo abriría como uno de tantos. He visto su cara según avanzaba.

Finalmente he vuelto a leer el mensaje, y con una mueca entre la resignación y el escepticismo, he pinchado en la tecla “Enviar”.

 “Hola, querido:

Me he dado cuenta de que tus amigos, virtuales, y tu mundo, virtual, te ocupan todo el tiempo del que dispones, así que he decidido colaborar. Hoy mismo me traslado de domicilio para no interferir en tan importantes cometidos. A la mayor brevedad te devolveré las llaves de tu casa en una carta certificada.

Te alegrará saber que puedes quedarte todos los aparatitos. En cuanto al móvil, no te molestes.

Durante una larga temporada estaré ocupada o fuera de cobertura.

Feliz tecnología,

Cris.”

Después he cogido el bolso, he cerrado la puerta y he salido hacia el coche.

Mientras bajaba las escaleras, sonó mi teléfono.

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