Cien años durmiendo resultaron en un caótico despertar que se alargó semanas. Así, un lunes encapotado que sus párpados se abrían, sus ojos no miraban. Un martes ventoso que le picaba la nariz, su mano rascaba el vientre. El viernes gris que las palabras quisieron volver a salir, el cuello se apropió del papel de las cuerdas vocales, con intervención del hombro izquierdo para acentuar las esdrújulas. Otro martes ventoso y de ventosidades capilares, ante la orden de tragar, fruncía el ceño, lo que no sentó bien a la digestión que se empeñaban en hacer sus genitales. Pero un miércoles soleado, todo comenzó en armonía, y una sonrisa de oreja a oreja -y no con ellas- lo acompañó hasta el jueves, que amaneció brumoso.

Ese día lo llevaron a dar un paseo por la ciudad que en el pasado conocía y ahora reconocía. Todo seguía en su sitio pero cambiado. Quizás era aún una caprichosa consecuencia de su centenario letargo, pero no era capaz de concretar los cambios. Lo que si advirtió fueron algunas ausencias. Una significativa, la gente. No había peatones, solo unos silenciosos vehículos como el que le portaba, y pocos. Otra ausencia que le chocó, la de las iglesias. De las muchas que entonces allí existieran, no quedaba ahora nada, salvo el solar vacío que cada una antes ocupara. «Algo sucedió o dejó de suceder» se planteaba. Explicaciones no tenía porque los que se las podían dar, no hablaban. La comunicación entre ellos, que la había, le parecía era por completo visual. A través de un minúsculo artilugio en la sien y algo similar a unas lentillas que refulgían de forma intermitente, se aparentaban comunicar sin dirigirse mirada alguna, no digamos palabra. Para hacerlo con él utilizaban gestos básicos, asintiendo, negando o indicando.

El viernes de tonos violetas que siguió, se encontró sobre la mesa un libro al lado del calendario. Éste albergaba un par de centenares de páginas en las que se dibujaban símbolos, la mayoría extraños, alguno familiar, y la supuesta equivalencia de éstos en palabras: un diccionario. Tras horas hojeándolo bajo la violácea luz de aquel viernes, encontró que aquel lenguaje tenía cabida para bastantes verbos y palabras, pocos adjetivos y adverbios, y ninguna abstracción. Según aquellos símbolos, no había posibilidad de amor, tristeza, alegría, muerte, nostalgia, o cualquier estímulo que no pudiera ser percibido sensorialmente. Era un lenguaje empírico, en el que si uno más uno no eran dos, no existía. En ese instante cobraron cierto sentido aquellos espacios vacíos de aire impío sobre los que antes se erigieran templos e iglesias.

Cinco días lluviosos más tarde, un nuevo papel pasó a formar parte de aquella singular biblioteca. En él se explicaba mediante aquel gélido lenguaje, que a la mañana siguiente le sería implantado tanto el artilugio de la sien como las refulgentes lentillas.

Durante los dos días que siguieron a la operación, postrado en la cama del todo incapacitado, creía notar como en su organismo se operaban cambios. Su corazón se aceleró, para descender de seguido su ritmo hasta casi detenerse, regulándose a continuación en un ritmo normal pero que, a buen seguro, nunca había sido el suyo; tuvo la imposible sensación de percibir como su caudal sanguíneo variaba, así como, de manera involuntaria, los dedos de sus pies y manos se estiraron por dos veces, como si estuvieran siendo comprobados. Parecía que ese aparato iba a tomar control de su cuerpo, midiendo y reajustando sus funciones vitales. Le pareció del todo bien. En estas reflexiones se hallaba, cuando experimentó algo en su mismísimo cerebro. «Más comprobaciones» se dijo. Pero ese algo no desapareció si no que ganó en intensidad. No sabía identificar que era aquello, pero lo que al principio se acercaba a una molestia, iba mutando a… compañía? No le resultó descabellado pensar así, tenía muy claro que se comunicaban mediante una telepatía artificial, otra cosa es que le agradase. Eso no lo tenía tan claro. «Paciencia» concluyó, hundiéndose en el sueño después.

Despertó. Abrió los ojos, quedando fascinado al momento: las lentillas se habían activado. La espartana habitación que tan bien conocía: cama, mesa, silla, ventana, puerta del baño y de salida, era ahora un prodigio del diseño, con un suelo extraño -en realidad, todo lo era- pero elegante, una confortable iluminación sin fuentes luminosas, paredes que daban a un mar que no estaba, el olor a ese mismo mar inexistente… El dispositivo había indagado en sus gustos. «Increíble». Se incorporó, fue al baño mientras miraba embelesado las olas rompiendo, y de vuelta la habitación, quiso tomar asiento y contemplar aquello. No pudo. Maquinalmente y siendo espectador del proceso, se vistió. No lo podía creer, lo estaban dirigiendo. Podía notar el algo en su mente de la noche anterior, la compañía, tomando el control. Luchó por no calzarse. El nudo que siempre había hecho, de la manera que siempre lo había hecho, incluso mejor, cobró forma. Unas flechas se materializaron una vez estuvo listo. No se resistió, de hecho quiso seguirlas, probando si así, doblegándose, recuperaría el control. Así fue, lo supo porque decidió dar un salto, y lo dio. Flecha tras flecha, entró en uno de aquellos silenciosos vehículos. El recorrido lo llevó de nuevo por áreas que él había conocido, y pronto alcanzarían la ubicación de una iglesia. Muy atento, se dispuso a ver si aquel vacío era llenado por el implante, y en efecto, así fue. Una mastodóntica escultura de una colmena se elevaba brillando y revelandole, con efecto inmediato, la verdad de la sensación de compañía que sentía en su cerebro, esa que lo dominaba si era necesario. Él ya no era él. Ahora era un elemento más de un ser total, de un enjambre, que de una forma automáticamente consensuada, decidía sus acciones en caso de que no obrara o no pensara obrar en beneficio de la colmena, de la sociedad, de aquella suerte de red social.

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