Nubes de invierno lloran sobre Madrid. Vanessa no la ha previsto, está nerviosa y camina deprisa. Sus botas de piel recién estrenadas se pueden estropear. Decide buscar refugio.
Mari! Recogem en l bar azul el q ace eskina con caye Don Juan vamos juntas al shoping desde aqí ok? q forma de yover! B)
Mensaje enviado. Pide una cola y se sienta al lado de la barra, en un taburete cojo.
No hay mucha gente en el bar. Un niño de unos tres años llora y gime cada vez más fuerte agarrado al brazo de una mujer.
Suena su móvil e inmediatamente se hace con él. Nuevo mensaje. Ok. El Camarero sirve la bebida, ella coge el vaso, bebe, y sin dejar de mirar hacia abajo, lo deja sobre la barra. Su dedo índice comienza a deslizarse. Consulta el tiempo, mira su correo. Hay fotos de la última fiesta que aún no ha colgado en la red social. ¡Una nueva notificación! Juan ha fallado la pregunta. Llega su turno.
Javier mira de reojo a la chica de la barra. Es guapa, aunque para su gusto se maquilla demasiado. ¡Si las chicas al natural están mejor! Le gustaría tener valor para acercarse y hablar con ella, perder esa vergüenza que complica su interacción con los demás.
—Javi mira, ya se ha cargado.
Es un video, un fragmento de un programa televisivo. Tres mujeres y un hombre disfrutan de una sesión de jacuzzi. De repente, una de ellas se pone de pie, llevándose una mano a la boca y otra a la tripa. El agua de su alrededor se desvanece en un tono ocre cada vez más oscuro. La mujer, visiblemente avergonzada, se hunde levemente mientras los demás se afanan por salir. Los amigos ríen a carcajadas.
—No… Qué pasada Beni. Tío eres un asqueroso, ¿de dónde has sacado eso?
—¡Si este video es más antiguo que las pesetas! tiene más de quinientas mil visitas. Esa pobre chica es más conocida que algunos políticos.
Diana trata de concentrarse en la revista pero el niño no deja de llorar. Es su único tiempo de pausa en el día. El café de media tarde. Después tiene que llevar a José a casa de su jefa, darle de merendar, lavarlo y acostarlo. Antes de las 10, la cena debe estar preparada y planchada y guardada la ropa del día siguiente. Tras recoger la cena y poner el lavaplatos, Diana se retira a su cuarto deseando buenas noches a sus jefes.
Día tras día, repite el mismo ritual. Primero desploma sobre la cama. Le gusta hacerlo porque siente un alivio en forma de brisa recorriendo su cuerpo. Después, saca una cajita roja, escondida bajo la almohada. Añade sus ganancias del día y cuenta todo el dinero, para asegurarse bien. Calcula que dentro un mes podrá comprar el ordenador. Y no volverá al locutorio. No le gusta ese lugar. Suele estar abarrotado y hay que hablar a gritos. Ella prefiere susurrar. Con el ordenador podrá volver al sur, con su madre y a su hijo, mandar cartas instantáneas, o cantar suavemente una nana a su pequeño hasta dormirlo. A Diana todavía le cuesta creer que su imagen atravesará el mar y el cielo y llegará hasta su pequeño rincón en el mundo. Entonces dejará de ser un recuerdo, un fantasma al fin y al cabo.
Desde la televisión, situada jerárquicamente en una estantería encima de la puerta, un hombre de traje y corbata lee ante una cámara.
Nuevo lunes negro en la bolsa. Las acciones de Ananas, la trasnacional líder en innovación y desarrollo tecnológico, se han desplomado al conocerse la fusión de sus dos máximas competidoras. La cuota de mercado de este nuevo gigante, de nombre aún por conocer, abarca dos tercios del planeta.
Luis tira el mando sobre la barra.
—¡Joder! Con estos nunca se acierta. Cuando no es uno, es otro. Invierte aquí, ya lo verás. ¡Ya lo veo, hombre! Yo no sé por qué aún pago a mi contable.
Un hombre entra a trompicones en el bar. También lleva traje y corbata, pero no es el de la televisión. Entre las manos sostiene, como si fuera un bebé, un amasijo de aparatos y cables. Se acerca a la barra.
—Perdone, ¿podría cargar mi GPS en su bar, por favor? Llego tarde a una reunión muy importante y estoy completamente perdido. Será sólo un momento.
Por la mente de Vanessa pasa ofrecer el GPS de su dispositivo a ese señor tan elegante. Entiende su situación desesperada. Cuando ella está sin batería se siente desprotegida, casi mutilada. Le asusta no poder comunicarse, ni estar localizable en cualquier momento.
— ¿A dónde va? —pregunta Luis.
—Calle de Dante sin número.
—¡Eso está aquí mismo! Siga dirección al río. En el primer semáforo, gire a la derecha. La calle Dante es la segunda que cruza hacia la izquierda.
El hombre da las gracias mecánicamente y se desvanece en la lluvia. Un taburete cojo se balancea en forma de adiós.
—¡Luis! —suena una voz desde el almacén— Ya está instalado el sistema de seguridad. Alarma y cámaras de video, como querías.
— ¡Voy! Espero que éste me dure más que el anterior. Yo no sé de que fabrican las cosas hoy en día, se rompen sólo con mirarlas. Tú que sabes de esto. ¿No se supone que la ciencia ha avanzado mucho?
—Yo sólo sé que ya es muy tarde y que quiero irme a mi casa, a descansar y ver el fútbol.
— ¡Es verdad! ¿A qué hora empieza?
Xin Pei mira su reloj de pulsera. Dentro de cincuenta y nueve minutos acaba su jornada laboral, en una fábrica sin nombre. Entonces habrá hecho 16 horas, y podrá irse. Mañana sólo trabajará medio día, le corresponde descansar. Mañana, Xin Pei dejará de ensamblar sofisticados dispositivos para embarcarse en otra tarea, la de devorar páginas y páginas de libros, nutrirse de historias y almas, y pasar las horas vagando, acompañado del aliado más poderoso de la especie humana, la capacidad de imaginar.
Lejos de Xin Pei, de Madrid, una niña no conoce la diferencia entre mañana o ayer. Camina despacio, sobre los miles de esqueletos de máquinas y computadores, esparcidos en el gigantesco vertedero dónde vive y trabaja. Dhara busca algo que cambiar por dinero, y luego por comida, para ella y su familia. Hoy llegará el camión y descargará más basura procedente del primer mundo, en forma de chatarra, los restos vetustos de las “Nuevas Tecnologías”.
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