Primer capítulo de una historia de la filosofía jamás contada

Primer capítulo de una historia de la filosofía jamás contada

Jairo Tobón

19/02/2013

Cuentan que Aristocles, más conocido como Platón, fundador y rector de la primera universidad – la Academia – disfrutaba enseñando y, no menos, rodeándose de bellos alumnos. Su enorme fama era como un imán para los jóvenes sedientos de sabiduría. Pero no todos podían ingresar a la Academia a no ser que demostraran que sabían geometría. Como recordatorio, el maestro inscribió en el frontispicio de su Academia: «Aquí no entra nadie que no sepa geometría». El único que podía ingresar sin dicho requisito – y sólo como visitante- era su maestro Sócrates que con su fingida modestia insistía en ser el más ignorante de los hombres; por lo tanto, no podría saber nada de líneas, ángulos, rectángulos y menos del teorema de Pitágoras que paradójicamente no era de Pitágoras. Bueno, Sócrates fue el primer filósofo en autocastrarse intelectualmente con el famoso escalpelo del «sólo sé que no sé nada».

Era un personaje muy singular: deambulaba por las calles de Atenas dando conferencias al aire libre con los pies llenos de ampollas, pues caminaba descalzo y portando siempre su túnica sucia y harapienta, lo cual en su mujer era motivo de desazón. «¿Qué dirán tus amigos? ¡Que Jantipa es una inútil, además de cantaletosa, y no harás el más mínimo esfuerzo por desvirtuar tales murmuraciones! Yo que mantengo tu ropa limpia y planchada y no te falto con la comida siempre calientita. ¿Dónde reside, entonces, tu sabiduría?» El desagradecido marido optaba por el silencio como única respuesta. Consecuente con su presentación personal no cobraba, pues no quería ser comparado con sus rivales, los muy odiados sofistas. Le bastaba con vivir del trabajo de su hacendosa mujer y de sus tres hijos. Sócrates tuvo el dudoso mérito de ser el primer intelectual en espiritualizar la realidad.

Mi relato se va a apartar de los focos de la fama de los sabios de marras y se dirigirá a dos anónimos exalumnos de la Academia – Basilius y Diogino- que, no obstante haber pasado por la institución en diferentes períodos, se hicieron buenos amigos cuando casualmente se conocieron en un banquete auspiciado por Platón que, además de filósofo, era un gran magnate – muy rico en esclavos, generadores del estatus de la época. Ambos amigos salieron ebrios de la fiesta e impresionados del desenfreno etílico y erótico al que se entregaron los dos sabios en compañía del más hermoso de los discípulos de la Academia -Alcibíades- quien ese día supo despertar los celos de los, en normales circunstancias, recatados sabios. 

Basilius trató alguna vez de protestarle a Platón cuando éste enseñaba lo despreciable que era  la experiencia: «Los sentidos nos engañan», decía sin el menor pudor intelectual. Alguna vez encontró a Basilius distraído en la contemplación de las estrellas, mientras paseaba por los senderos del enorme jardín de la Academia, y le inquirió: «Amado Basilius, ¿por qué miras absorto el firmamento? Cierra los ojos, medita en los astros y eso te bastará para ser el mejor de los astrónomos».

Ese día tuvo la tentación de abandonar la Academia, tan absurdo le pareció el inesperado consejo. Cuando el maestro empezó a decir que las ideas eran la única realidad y que lo demás sólo copias de esas ideas, se le llenó el vaso de la impaciencia al inquieto Basilius. Que el recién ingerido bocadillo era copia de la idea de bocadillo le sumió en total desconcierto. Desde ese día decidió asistir a clases sólo por cumplir, pues no quería decepcionar a sus padres que soñaban en verle vestido de graduado de la Academia. Pero no era el único desengañado, pues otro alumno -Aristóteles- compartía los mismos sentimientos. Éste también siguió en la Academia por cumplir con Platón para quien era su discípulo más amado, después de Alcibíades. Aristóteles decía en privado que su maestro falsificaba la realidad, lo mismo que evitaba decir en público, no fuera que terminara enterándose y le llamara traidor al igualarle con los denostados sofistas.

Los dos amigos decidieron durante un soleado verano irse de excursión. He aquí que estaban disfrutando de la naturaleza, llevaban varios días recorriendo bosques frondosos, remontando cordilleras y cruzando valles en busca de su anhelada meta -la Arcadia- donde querían asistir a los ritos de la fertilidad del dios Pan. Se orientaban con las informaciones de conocedores de los lugares en tránsito. Llevaban viandas para una semana y acampaban en pleno bosque. Transcurría el viaje sin contratiempos, pero tan ideal situación de súbito cambió: el camino se cuadruplicó. ¿Cuál sendero elegir como el correcto? «Creo que debemos seguir éste», decía Basilius señalando el más ancho. Daba igual que Diogino indicara cualquiera de los otros. Después de varios días y muchos ires y venires dejaron la elección en manos del azar, pero pronto cundió el miedo y, sin puntos de referencia fiables, pensaron que era mejor no arriesgarse y desandar el camino. Se sintieron como dentro de un laberinto; el miedo se transformó en pánico y perdieron el sentido de la orientación. Tocados de sus genes ancestrales invocaron a seres extraterrenales y al más poderoso: Zeus. Habían aprendido de sus padres y en la Academia que para congraciarse con Zeus había que realizar un sacrificio, en este caso, de algún animal del bosque en su honor. Mientras buscaban uno, de repente, apareció alguien con aspecto de campesino que parecía estar enterado de la desesperada situación de los dos amigos y les dijo: «Soy un mensajero del dios Tecnología quien les envía esta caja». La abrieron y en ella hallaron artilugios acompañados de sus nombres:  Brújula, Mapa, GPS, IMac, Ipod, Iphone, Ipad. «Él me indicó que sólo podrán usar los dos primeros. Los demás están reservados para futuras generaciones cuando irrumpa su hijo preferido»: Steve Jobs.

¿Cuál fue la suerte de nuestros anónimos protagonistas, carentes de la, por Platón, vilependiada experiencia? Mis lectores lo sabrán en el próximo capítulo.

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