La espera

Mientras oigo algo de música, el sintetizador marcando mis pensamientos y mis dedos golpean rítmicamente sobre mi rodilla estoy pensando en mi nueva pareja. No solía pensar tanto en ella, pero esta tarde esperando el tren de cercanías, siempre puntual y hoy en huelga y desatendido, no puedo más que mirar el móvil continuamente. Cuán poco me gusta ser esclavo de estos pequeños aparatos! Evité cuando era un niño los tamagochis, mascotas virtuales para mí frías y carentes de interés. Mi pequeña tortuga de florida, ahora prohibidas, me daba todo el cariño que necesitaba. Y sin embargo me encuentro encadenado a un simple teléfono.

Reconozco que ya no es un simple teléfono, tengo que admitir que cuando mi móvil sólo servía para llamar a mis amigos le daba siempre un mejor uso. En realidad lo utilizaba como una maza para hacer juegos malabares. Juegos que siempre acababan en el suelo. Aquel aparato sí que era resistente, más de mil veces acabo rebotando sobre el suelo de la universidad, dando saltos a varios metros de mí y sin embargo siguió soportando mis llamadas sin cansarse. Ahora no me atrevería a hacer lo mismo que entonces. La pantalla de frágil cristal que cubre completamente se rompería al contacto con ese mismo suelo. Y se ha convertido en mi mascota particular a la que alimento con mi fotos, mis mensajes y de vez en cuando con algo de electricidad. La justa para que se anime y me siga pidiendo más fotos, más mensajes y más contacto. Ahora incluso hablo con ella, (La voz que me responde es femenina), un alivio. Tanto contacto con un chico me habría hecho sentir confuso. Aunque supongo que se puede configurar. Pero sigo esperando el cercanías y no viene y miro el móvil esperando una respuesta cada vez más nervioso. Una y otra vez pulso para encender la pantalla y observo como no tiene ningún nuevo aviso para mí. Algo que me diga que al otro lado han recibido mi aviso de que voy a llegar tarde. Aunque puedo ver si lo han leído, sé que lo importante siempre es la respuesta directa, un mensaje escrito y no solamente entendido. La obviedad nunca me ha gustado y las respuestas explícitas son mucho más claras. Pero sobre todo espero que en esa respuesta haya una pequeña imagen, un símbolo que demuestre que al otro lado, en la estación de destino me esperan con cariño. Basta con un beso, un dibujo de unos labios femeninos de rojo intenso o un bonito corazón rosa que me perdona por llegar tarde, aunque esta vez no sea mi culpa. Algo muestra la pantalla, un mensaje de aviso, alguien ha comentado el último viaje que ha hecho a China, ¿tan barato es ahora? No he intentado ni buscar un presupuesto, pero la mitad de mis amigos ya han estado allí, ¿podría llegar en este tren? Seguro que no, aunque haciendo un par de trasbordos quizá, pero no con el abono trasporte de Madrid. Pulso la pantalla y abro la aplicación que me permite comentar el maravilloso y apasionante viaje de mi amigo. Hago una foto con el móvil de la vía abandonada donde espero a mí tren y la mando con un pequeño comentario: “Esperando al tren que me lleve a China…o a Aluche” Casi van a tardar los dos lo mismo a este paso. Sigo sin recibir la contestación y han pasado dos minutos desde que envié el mensaje. ¿Se habrá enfadado conmigo? Veo que el mensaje lo ha leído, entonces, ¿porqué no responde? Preferiría no saber si lo ha visto. Odio estar tan atento a estos aparatos. Y el tren por fin llega y subo. Busco el asiento libre más cercano a la puerta y que no tenga compañía, en estos trenes entra mucha gente, pero a cambio, todos vamos hacinados. Al sentarme saco los cascos y los conecto al móvil, voy a escuchar unas conversaciones en inglés que me recomendaron para practicar mi nivel. En realidad podría practicar mi pronunciación con el micrófono del móvil, pero me da vergüenza hablar solo en el tren. Si lo pienso, todos lo hacemos cuando alguien nos llama, y es bastante gracioso cuando se corta la conversación en el túnel por falta de cobertura, y escuchas a la gente pedir una respuesta al otro lado que ya no contesta. Mejor sólo escucho. Y pienso. Sigo dando vueltas al mensaje que espero, pero pasan las estaciones y no obtengo señal alguna, mientras escucho como se pide un café en inglés me acuerdo como la conocía a través del chat de terra, lugar de encuentro obligado de todo aquel que no quiera acabar su vida solo. El tren llega y yo me bajo, me siento solo en el andén a pesar de todo el mundo que ha bajado conmigo, nadie me hace caso porque cada uno de nosotros está conectado a su propio mundo, una música individual, vídeos, comentarios, besos y abrazos digitales exclusivos para cada uno y en cambio entregados en masa, cada vez que reenviamos un correo o un whatsapp (ya no considero ni siquiera mensajes). Fijo mi rumbo hacia el metro y paso mi identificación de usuario por encima del lector a distancia del torniquete. No hace falta ni sacar de la cartera una tarjeta, yo creo que no es seguro, pero desde luego es muy cómodo. Sin fijarme mucho me dirijo al andén pensando que llego tarde y me espera una buena bronca. Alguien me empuja y me quejo, pero me giro y la veo. No ha visto ningún mensaje, me doy cuenta enseguida que ella llegaba más tarde que yo y da lo mismo. ¿Cómo puede ser? En el Metro de Madrid hay cobertura incluso en el túnel, hay antenas dentro de las estaciones que permiten seguir conectado incluso mejor que en el cercanías, tendría que haber visto los mensajes y contestarme. Pero lo entiendo rápido, ella no está conectada, no es adicta ni lo utiliza como yo. Sigue leyendo libros en papel y le gusta quedar para hablar. Me abraza y me besa al darme la vuelta. Ya puedo apagar el móvil.

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