Aiysha cruzaba por fin el control fronterizo y entraba en su anhelado país de acogida. A pesar de sus escasos diez años, su pronta orfandad le hizo entender rápidamente el mundo de los adultos; sabía lo complicado que había sido el proceso de adopción. Desde que unos amables desconocidos llegaron a su Sahara natal hasta el día en que se iba a vivir con ellos, habían transcurrido más de tres años que había aprovechado para aprender el idioma.

La vida en el desierto apenas había cambiado durante siglos y, si bien había llegado algún ingenio, la máxima expresión de la evolución tecnológica que se daba por aquellos lares se traducía en los transistores.

Los padres adoptivos de Aiysha parecían olvidar su procedencia y lo primero que hicieron al llegar fue regalarle un teléfono móvil.

– ¡Mira qué bonito, Aiysha! Con este aparato podremos hablar siempre que queramos aunque estemos separados, así que si necesitas contarnos cualquier cosa, lo puedes hacer en ese mismo instante.

La niña cogió el teléfono, lo giró, lo palpó e incluso lo olió; su concepto de belleza distaba bastante del de aquella pareja; ella solo veía un trozo rectangular de plástico. No obstante, la prudencia le hizo esgrimir una débil sonrisa de agradecimiento. Por otra parte, tampoco se le ocurría qué tendría ella que contarles a sus nuevos padres que no pudiera esperar a ser compartido en familia cuando se reunieran en el hogar.

– Es un applung constellation X14, ¿sabes?

¡Vaya! Por el entusiasmo con que hablaba aquel hombre, parecía que se estuviera refiriendo a un cohete espacial. O sea que aquel teléfono debía ser un motivo de orgullo…

– Es táctil, arrastrando el dedo puedes abrir muchas aplicaciones.- Y así le enseñó la previsión del tiempo, una página de cuentos y un juego de plataformas. – Tiene muchas más cosas, pero bueno, poco a poco iras aprendiendo.

¿Aprendiendo? ¿Aprendiendo a qué? Su padre parecía realmente emocionado con aquel artilugio que en realidad no dejaba de ser un teléfono. ¿El tiempo? Ella sabía predecir el tiempo del día siguiente; no era difícil si se mantenían los ojos abiertos el día previo. ¿Leer? Solamente un liliputiense podría leer en una pantalla tan pequeña; su vista se cansaba en exceso al intentar leer tres líneas seguidas, y en cuanto a los juegos, ella era más de vivir sus experiencias en el mundo tangible, buscando aventuras y emociones reales con sus amigos.

Su madre notaba que Aiysha no se entusiasmaba demasiado con el regalo, así que se propuso convencerla de sus virtudes cuando estuvieran más tranquilos en casa. Por el camino, Aiysha observó a muchos transeúntes mirando absortos sus teléfonos mientras caminaban; también vio alguna pandilla de niños en la que los menos hablaban y el resto trasteaba con sus teléfonos.

Algo se le estaba escapando. ¿Cómo era posible que tanta gente estuviera enganchada y a ella no le despertara ningún interés? Su imaginación comenzó a discurrir que unos alienígenas hubieran distribuido estas maquinitas para controlar a la raza humana. Así, llegó el turno de su madre.

– Antes de nada, quiero avisarte de que debes cargar el móvil todas las noches, de lo contrario podrías quedarte sin batería y, por supuesto, no olvides llevarlo siempre contigo.

Cargarlo todos los días no era problema, una pequeña obligación nada más, pero cargar con el nuevo apéndice que le había crecido era algo muy diferente; eso de que la acompañara a todas partes ya no le hacía tanta gracia y, su teoría alienígena iba cobrando enteros…

– Pues verás, ésta es la aplicación del Facebook, aquí ponemos nuestras fotos para que otros puedan verlas. Por ejemplo, tu familia y amigos del Sahara pueden ver lo bien que te lo estás pasando aquí sin tener que enviarles nada, o también puedes mandar mensajes electrónicos para contarles tus cosas.

Sí claro, todo eso estaba muy bien, pero primero sería necesario enviar una docena de estos maravillosos teléfonos, otra docena de cargadores mágicos que enchufar al desierto y, por último, un profesor con infinita paciencia. Todo ello, siempre y cuando los bereberes pasaran por el aro de acoplarse estos dispositivos y tuvieran la precaución de no alejarse demasiado de las “abundantes” antenas de telecomunicaciones del Sahara.

Aunque Aiysha esperaba encontrar muchas comodidades en su nueva vida, nunca imaginó que estos avances consistirían en modificar los comportamientos clásicos, para que todo pasara a través de un cacharro del tamaño de su mano y, si bien todo le había parecido un placebo, se esforzó por integrarse y con el paso de los meses acabó dominando el uso del teléfono y pasando ingentes cantidades de tiempo chateando, tuiteando, guasapeando, feisbuqueando, gugleando, yutubeando, etc.

Los infinitos horizontes que dominaban su anterior vida habían pasado a concentrarse en unos pocos centímetros, eso sí, llenos de megabytes, gigahercios y miliamperios-hora. Ahora su vida era virtual, al igual que la de sus nuevos amigos. Sentir su calor ya no tenía mayor importancia.

La metamorfosis había concluido, la deshumanización había sido un éxito y era hora de implantarle el chip de identificación y geolocalización. Un nuevo recurso humano había sido creado: dócil, ignorante y manipulable; un proceso  lento y guiado para que las mentes no sospecharan. Finalmente, solo restaba instalar un televisor en su habitación. La instrucción de hábitos debía continuar y la cadena tecnológica esperaba ávida un nuevo eslabón.

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