Una cita a ciegas diferente

Una cita a ciegas diferente

En esos instantes, no podía dejar de evocar el recuerdo de aquella primera vez que se encontraron en aquel restaurante italiano. Aquella cita a ciegas. Aquella locura que aún no sabía cómo se había atrevido a aceptar. Se había reído hasta entonces de ese tipo de encuentros, de ese tipo de personas que se citaba sin saber nada de la otra  e incluso, en el taxi de camino al restaurante, se pellizco un par de veces para cerciorarse que aquello no era un sueño y que lo estaba viviendo realmente, para cerciorarse de que era su cuerpo el que se dirigía a ese restaurante y no era una enajenación mental transitoria.

Indicó al “maitre” que no necesitaba ayuda pues no dejaría nada en el ropero. A continuación, le siguió por el pasillo que dibujaban las mesas, aún medio vacías pues era una hora temprana para cenar, hasta una zona algo más apartada y tranquila. Y se encontró con sus ojos. Unos ojos grandes y azules como el mar, que la atrajeron con la misma fuerza que rompen las olas en los acantilados los días de mar gruesa.

Percibió una mirada dulce, que sin palabras le habló a voces y le dijo miles de cosas. Fueron unos instantes eternos. En el rostro, que tenía en frente, se dibujaba una sonrisa de armónica belleza.

Perdió la noción del tiempo, el sentido de la orientación, la conciencia con el resto del mundo y solo, en esos instantes, fue esencia y espíritu para ella. Sintió que solo respiraba gracias a ella, pero que al mismo tiempo ese aire que le llegaba a lo más hondo de su ser era solo por y para ella. Desde ese momento todo de sí ya le pertenecía.

Pudieron haber sido horas, quizás semanas o quién sabe si siglos, los que pasaron mirándose sin hablar, diciéndose lo que no se puede decir con palabras.

–  Bueno, ¿Entonces de veras que no te importa? – balbuceó a duras penas.

¡Tan solo se habían “conocido”, hablando por un chat, no hacia ni siquiera una semana! Les habían dado las tantas de la mañana compartiendo confidencias y encontrando innumerables afinidades en un par de madrugadas. Bastaron algunos “whatsapps” más y tan solo una llamada, para que ella propusiera quedar para verse. A ciegas. Sin fotos. Solo al ánimo del sonido de sus voces y sus risas, acompañadas con sus emoticones y sus corazones latiendo por internet a golpe de megabyte. Le había explicado que era diferente y ella había ratificado esas palabras – claro que eres diferente, por eso quiero invitarte a cenar. Y pago yo, insisto – No pudo resistirse y aceptó. Pudiera ser que toda la magia de aquellas madrugadas se pudiera borrar de un solo plumazo tan pronto se encontraran y estuvo a punto de cancelar el encuentro. Era muy posible que todas esas mariposas, que sentía dentro del estómago, que todos esos nervios, que habían ido creciendo, según se había acercado la hora de la cita, se transformaran en cuchillos asesinos dentro de su pecho, si algo salía mal. Todo podía irse al traste al quitarse la máscara de la tecnología. Todo había sido como un baile de disfraces hasta ese instante. Ahora tocaba dejar caer el antifaz. Ya estaban frente a frente. Cara a cara. Sin trampa ni cartón. Pero ella no dio tiempo a que albergara ni la más mínima duda.

–    Quiero pasar el resto de mis días contigo – respondió ella a su pregunta.

Se quedó unos instantes sin poder hablar y finalmente dijo:

–  Es la proposición más maravillosa que me han hecho jamás – mientras la emoción casi no le dejaba salir la voz.

–  La vida está llena de sorpresas y quiero vivirlas contigo – añadió – tú lo dijiste, eres diferente y eso te hace más interesante a mis ojos. 

–  Me gustaría contarte lo que he omitido hasta ahora acerca de mí. No quiero que haya más “secretos” o partes suprimidas desde este momento, por mi parte. – Ella asintió con una sonrisa –  Pero me encantaría que fuera en un lugar más tranquilo. Si… si a ti te parece bien.

Con un movimiento de mano ella avisó al “maitre”.

–  Bueno era mi invitación y por supuesto pago yo. – le dijo con un tono que no daba lugar a replica, mientras se acercaba el “maitre” a su mesa – Por favor, la cuenta. Tenemos prisa. Si es tan amable me trae mis cosas – y le entregó una ficha del ropero.

Siguieron mirándose como flotando en la atmosfera embriagadora que aquel encuentro había creado y disfrutando de la magia que les envolvía.

El “maitre” llegó por detrás – ¿Necesita ayuda con la silla? – preguntó.

Entonces sonrió, para decirle que era muy amable, pero que no necesitaba ayuda para mover su silla de ruedas de camino a la salida, que lo podría hacer de la misma forma que había entrado. Pero, sin ni siquiera darle tiempo a girarse, vio por uno de sus costados cómo llegaba otra silla, también de ruedas, vacía. 

–  No, gracias. Puedo yo sola. – respondió ella.

Sus miradas se clavaron aún más. A la vez que reían, reían a carcajadas por la situación y reían de felicidad. Cuando pararon, ella le dijo:

–  La vida está llena de sorpresas, ¿Recuerdas?. – rió de forma burlona, mientras movía sus dedos índice y corazón unidos para dar mayor sentido a su frase – Quiero vivirlas contigo.

Esperó a que ella se acomodara en su silla, no sin perder detalle, y constatar que tenía unas piernas preciosas. Vestía una falda por encima de la rodilla y unos zapatos de piel de ante que hacían juego con su chaqueta. Se acomodó una pierna cruzada encima de la otra en una pose muy sexy. Entonces exclamó a modo de respuesta:

–  ¡Eres toda una dama!. Por favor, delante de mí. Yo te sigo.

Salieron del establecimiento y se quedaron en medio de la acera, rueda con rueda, mirando de frente a la hilera de coches aparcados, algunos en doble fila. No había hueco por donde pasar con sus sillas para intentar parar a algún taxi. Entonces se miraron y se agarraron de la mano de nuevo.

–  No puedo esperar más a besarte.- tiró de su mano suavemente y la atrajo hasta que sus labios se encontraron y se unieron en un beso largo y lento – Y ahora voy a ver si el aparcacoches nos puede pedir un taxi o quiere seguir viendo como se besan dos chicas cojas en medio de la calle.

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