Entendía que el trabajo era lo primero para él. Y así debía ser. También podía tolerar que el fútbol fuera más importante que yo. Hacía tiempo que había asumido que no podía competir con el último capítulo de su serie favorita. Y ya ni siquiera me molestaba en plantearle una alternativa cuando sus colegas le llamaban.

Pero la gota que colmó el vaso fue su nuevo teléfono móvil. Cuando conseguía que fuera conmigo a tomar algo se pasaba todo el rato mirando las redes sociales o enviando mensajes. Los pocos momentos en los que se metía conmigo bajo la manta en el sofá era con aquel dichoso aparato en la mano para consultar su correo electrónico.

Llegó un momento en el que no podía más. Se lo dije. No lo entendió.

Me dijo que era una egoísta y una acaparadora. Me fui a mi casa sin decir nada más para no llorar delante de él. Cuando al día siguiente encendí el ordenador vi que lo primero que había hecho él nada más irme yo había sido twittear nuestra discusión.

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