Siete de la mañana: comienza mi día. Activo el despertador y empieza a reproducirse una mítica canción de Blur. Una huella dactilar que me es muy familiar utiliza mi función de ‘Posponer’. Como casi siempre, Javier, mi dueño, necesita diez minutos más. Repito la operación a las siete y diez. Esta vez utiliza la opción ‘Desbloquear’, así que sí o sí, arranca la mañana para ambos.
Mientras se dirige a la cocina, abre una aplicación de radio y yo doy voz a las noticias del día. Con el café girando en el microondas y el tostador en marcha, aprovecha para consultar el tiempo, bastante desapacible, por cierto.
Ante la taza humeante y las tostadas, la radio deja paso a los titulares que ofrecen los periódicos en sus respectivas aplicaciones. Tras el desayuno, me coloca en los altavoces del salón y pulsa el ‘Play’. Percibo que, aunque solo han pasado unos minutos, el café ya le ha cargado las pilas, pues otra melodía mítica, esta vez de Lenny Kravitz, pone ritmo a las tareas domésticas de primera hora.
Después de una ducha rápida no hay tiempo para más, mi aplicación del transporte público avisa de que quedan 6 minutos para que llegue el autobús. Me guarda en la mochila y salimos de casa.
Aprovecho el minuto que me sobra en la parada para tomar una foto de la calle, ¡cómo graniza! Ya de paso la comparto, vía red social, junto a un mensaje con el que Javier quiere que sus amigos no se dejen arrastrar por este día tan invernal.
Durante los 45 minutos de trayecto, mi dueño se abandona a una parcela del ocio que puedo ofrecerle: juega su turno en las partidas online que tiene abiertas, consulta su correo y echa un vistazo a las ofertas en compras online del día. El resto del tiempo lo llena con el libro que está leyendo.
Al llegar a la oficina saco mi lado más profesional: edición de textos, intercambio de archivos, cálculos económicos, videoconferencias… lo que Javier necesite. En la hora de comer, aprovecha para hacer la lista de la compra y compartirla con Ana, su pareja, para que uno de los dos se acerque a la tienda por la tarde. También comprueba que los números y pagos del banco están correctos y al día. Lo cierto es que normalmente esta hora suele ser también un descanso para mí, aunque a veces, como hoy, puedo aportar algo más.
Tras el trabajo, en el camino de vuelta, sé rápidamente si mi dueño ha tenido un día duro o no. Lo sé porque igual está harto de verme y no me saca de la mochila, me utiliza para ver un capítulo de alguna serie o navega sin parar por las muchas aplicaciones que tengo.
Hoy, antes de subir a casa, paramos en el supermercado, pues Ana ya ha avisado de que llegará tarde. Eso sí, ha añadido unos cuantos artículos a la lista, así que está bastante llena. Nos ponemos manos a la obra y, entre los dos, vamos tachando todo lo que Javier echa al carro.
Y hogar dulce hogar. Es mi momento de descansar y recargar la energía gastada durante el día. No sé qué hará él en este rato, pero agradezco yo la pausa. Estoy casi agotado.
La siguiente vez que nos vemos, Javier busca mi música más comercial y abre las aplicaciones con tablas de ejercicios. Caliento motores, es su momento de sudar la camiseta y no puedo fallar.
Durante el último tramo del día, mi dueño es bastante variable, a veces me utiliza para sugerirle algún plato que cenar, para hacer búsquedas en Internet o para unos minutos finales de lectura en la cama. Otras veces me deja sobre la mesa, a mano, pero ya no me toca.
Y este es mi día a día. Bastante intenso, la verdad.
Habrá quien me tache de prepotente, pero creo que lo que he contado hasta ahora ilustra lo importante que soy para mi dueño e incluso me atrevería a decir que casi soy imprescindible. ¿Exagerado? No lo creo. Estoy seguro de que si amenazara con apagarme a media mañana, él buscaría por toda la oficina un cable con el que reanimarme. Sé que, sin mí, el trayecto del autobús no sería como un capítulo de The Good Wife sino como la película de El Hobbit. Y estoy convencido de que preferiría dejarse las llaves y esperar a Ana jugando al Tetris antes que olvidarme a mí.
Y es que he cambiado sus hábitos, por eso soy tan influyente. Tanto, que tengo la capacidad de unirle y separarle de las personas. Puedo ponerle en contacto con alguien que hace tiempo que no ve o que está lejos, pero también puedo acaparar su atención y conseguir que no se relacione con quienes le acompañan.
Más aún, soy tan polifacético, que he ganado la batalla a muchos contrincantes que se han cruzado en mi camino. He podido con despertadores, ebooks, MP3, ordenadores, DVD portátiles, radios, consolas, periódicos… No quiero decir que no haya espacio para los demás, pero creo que soy el más avanzado y, si la tecnología dominará el mundo, los mejores seremos los líderes.
Bueno, soy el más moderno ahora, porque siendo consciente de mi realidad, sé que, como producto tecnológico, también soy efímero. Pronto comercializarán un modelo que me deje atrás y, poco a poco, las aplicaciones no serán eficientes en mi seno. Seré sustituido por un dispositivo que será superior a mí, como yo lo soy ahora. Y le admirarán como ahora me idolatran a mí. ¡Qué fantástica es esta vida que me ha tocado, aunque sea corta!
Es tan fascinante que siento que puedo hacer cualquier cosa y que todo lo que hago sorprende. Eso es porque todos quieren que les acepte en mi catálogo y cada empresa busca tener la aplicación de referencia en su sector. Esa competencia hace de mí un producto y un servicio único.
Pero no puedo evitar pensar con angustia en el día de mañana, cuando caiga desprotegido en las manos de algún niño, cuando a nadie le importe un rayón en mi pantalla, ni que se consuma mi energía. Entonces, con nostalgia, volveré la vista atrás y recordaré a aquellos que hacían cola a la intemperie cuando salí al mercado. ¡Eso es amor! Podré decir bien alto que a mí me amaron sobre todas las cosas.
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