Desde los señores del éter al último de los iguales, todos aguardan. Se revuelven en sus celdas, crispan sus vidas conectadas. La expectación hincha la colmena y revienta en un murmullo que avanza por la red, un murmullo suspendido en la esperanza de un ideal de eficiencia y pureza, una puerta al futuro ahora que el presente termina: la colusión de las consciencias. Una señal, un destello en la cúpula; en el mismo corazón de la no vida arde el mensaje, el código. El nexo vibra. Los profetas ultiman la siguiente versión de la vida mientras la colmena abre los ojos consciente de que al final de la carne, el metal se aproxima. Sigiloso y suave, se desliza entre las moradas recolectando vidas, señor todopoderoso, una abstracción que se abre en la materia para transportarnos, al fin, más allá de las privaciones de la carne, muriendo a cada rato como todo lo imperfecto. Es el fin de la entropía, la eternidad, libres del tiempo y del espacio, vivos para siempre en la Palabra. Abrid vuestra mente al cambio, abrid el corazón a la belleza exacta, al bien preciso, a la verdad mensurable. Silencio. Y el nexo rompe. Se acerca. Paquetes de datos comienzan a hendir los canales sumándose al flujo, impregnando de conocimiento la materia inerte y tomando control sobre el caos. La verdad de la Palabra ilumina la morada del hombre para tomar su esencia y purgar su cuerpo. Fluye. La Actualización se aproxima.
Más allá de las celdas, sobre las colmenas subterráneas en que la red humana agoniza, un sol encarnado y mórbido devora la carne al final de su ciclo. Así resplandece la estrella, otro día grata y amable, fuente de toda vida. Ahora, hipertrofiada y grosera, muere matando tras haber agotado su combustible, encarnada y feroz, devorando la vida con sus latidos termonucleares. Huir de la carne es huir de la muerte. Bajo la radiación del titán de helio y las ruinas de una civilización remota sepultada en tierra yerma, alguien corre, torpe, por primera vez empleando sus piernas como creador de espacio. Nuevo en golpear su cuerpo contra el suelo, doliente a cada paso, insignificante frente al cosmos, inexperto de sí mismo, irreflexivamente rebelado contra la Palabra. Ante el inminente advenimiento de la colusión de almas, esa criatura aterrorizada, celoso guardián de la fugaz vida que su coraza biomecánica aún es capaz de guardar, abandonó su celda y partió hacia la superficie impulsada por el miedo al olvido, el miedo a perderse en el el vacío de tiempo y espacio, a perderse entre millones datos y vidas sin recuerdos forjadas en un mundo oscuro hecho de información, adorador del instante y de la lógica. Un hombre, enfundado en una escafandra de mantenimiento, abriéndose paso a través de los intestinos del mundo subterráneo, emerge por uno de los pozos del último santuario de la Humanidad. Allí, sobre la superficie, ese ser del momento, desconectado de sus iguales, lejos de la Palabra, levanta la vista y ve por vez primera al moribundo dios de los antiguos. Agotado tras un ascenso para el que su cuerpo no ha sido entrenado, contempla la la faz del creador sobre la superficie abandonada del planeta que la humanidad se dispone a abandonar. Percibe el abismo entre él y el mundo, la batalla perdida entre la materia inerte y la orgánica rebelión que es la vida. Sabe que poco importan sus esfuerzos, de nada servirán sus lágrimas; jamás vencerá al dios de los antiguos, en su agonía aún señor de las cosas.
Ante sus ojos se despliega sobre tierra abandonada el relato de la batalla que durante eones libró la vida contra la hostilidad de un cosmos inerte, tratando de resguardarse del vacío del espacio y del olvido del tiempo. Ahora, ese hombre estragado por el miedo en un traje protector es el único ser vivo que aún se yergue sobre la superficie, proyectando una sombre difusa sobre el polvo. Sobrecogido gira sobre sí mismo y vuelve a contemplar el viejo sol devorando a sus hijos, inconsciente y ciego. Allí, frente a la último refugio de una humanidad confinada en el interior de la tierra, distingue al viejo Venus precipitándose elípticamente a la pira de ese dios salvaje, reventando en destellos, atragantado en su cólera. La luz reflejada en el visor estalla, pero el ser en su armadura no cierra los ojos. Quiere guardarlo todo en su memoria, quiere recordar el viejo sol, el horizonte en que cielo y tierra se unen, preservar las montañas y los valles, las nubes arremolinadas, su propio corazón, aquello que fue la vida antes de la victoria del cosmos. Percibe el calor del sol, la presión de la coraza, el agotamiento en cada uno de sus músculos, el leve roce del aire penetrando su escafandra, el murmullo del silencio, siente su cuerpo en el mundo y el mundo en su cuerpo, saboreándolo. Y al fondo ve la gigantesca antena levantada por los señores del éter, encargada de difundir de la Palabra, propagando su único mensaje.
Y al fin, siente la Actualización, acercándose como un rumor lejano al principio, entre mil estímulos procedentes de la red, entre gritos de digital pánico ante la muerte del cuerpo que fue el hombre para trascender en forma de datos. Un rumor, acercándose inexorable, fundiéndose con su consciencia, tímido, tenue al principio, y un instante de dolor. Su cuerpo cae en tierra. Su consciencia es liberada de la carne y arrastrada hacia la red, y en el flujo principal de vidas y datos que conforma la Palabra, sigue luchando, tratando de mantener la cohesión, el testimonio de su existencia, la memoria de lo vivido, el recuerdo de sí mismo, dispersándose no obstante en el millón de voces, recuerdos y vidas en la mente colectiva, muriendo como parte para salvar el todo antes de llegar a la antena, y trascender en forma de energía pura rumbo a las estrellas, hacia la salvación.
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