Siento que alguien nos está mirando. Es como un peso que me oprime aquí, en la nuca, y se me clava entre los omóplatos obligando a volverme. Hay unos ojos negros, redondos, profundos, clavados como un aguijón en el círculo que hemos trazado en la tierra. Su mirada está ausente, ida, como si un fantasma se hubiera encarnado ante él, dejándole petrificado. Mientras, la peonza gira y gira dentro del círculo. Es un niño. Tendrá unos 8 o 9 años. El pelo castaño y los ojos negros, muy negros. Lleva en la mano un artilugio rectangular. Es un teléfono móvil. Lo sujeta como si fuera parte de él. Acaricia sus teclas sin mirarlas. Su boca permanece entreabierta. Se diría que está completamente pasmado.

-¡Vamos Ramón, tira ya!-

-¡Ya voy, hombre, ya voy!-

Con parsimonia, lío la cuerda alrededor del trompo. La aprieto bien para que no se suelte y levanto el brazo apuntando al suelo. Con un movimiento rápido lo dejo caer;  pero fallo.

-¡Ves, ya te has distraído, si no puede ser…! ¡No atiendes a lo que estamos! ¿Quieres dejar al niño en paz?-

-No, si no estaba distraído, es que…-

-Venga hombre, líalo otra vez y vuelve a tirar, que no tenemos todo el día.-

-Ya voy, ya voy…-

Y con la cuerda en una mano y la peonza en la otra, vuelvo al ritual del liado, apretando cada giro con todas mis fuerzas para no volver a fallar. Al llegar al final, sujeto entre los dedos el nudo reforzado con una moneda de dos reales y levanto el brazo, amenazador, apuntando al mismo centro de la circunferencia. En un instante el trompo vuela por el aire y cae en la tierra girando sin parar.

– ¡Ahora si, Ramón, buen tiro! ¡Estás viendo como estabas distraído hombre!-

– Que no, que no, que no era eso… Es que el niño…-

Vuelvo otra vez la cabeza y el muchacho sigue allí, impertérrito. Diría que no ha movido un solo músculo de su cuerpo salvo sus dedos, que no dejan de jugar con el chisme de sus manos. Parece como si tuvieran vida propia al servicio del teléfono. No deja de mirar como las peonzas giran alrededor del círculo. Hipnotizado, sí, esa es la palabra.

-¡Venga Ramón, que te toca otra ve!.-

-¡Joder Paco, ya voy, que me estás dando la mañana con tantas prisas!

Y de repente, como si alguien hubiera chascado los dedos delante de él para sacarlo de su trance, el chaval abre la boca y me dice:

-Señor, ¿qué están haciendo?-

Su voz suena dulce y aflautada y en su interrogación denota una curiosidad infinita, una extrañeza sincera e interesada.

-¿Qué qué hacemos? Pues ya lo ves, jugar a la peonza.-

-¿Que es una peonza y como se juega?-

No lo puedo creer, pero el muchacho es sincero, lo leo en sus ojos.

-¿No sabes como se juega al trompo?-

-Pues no. ¿No tiene botones?-

-¿Botones?-

-Sí, los botones. ¿Y donde lleva la batería, es recargable?-

-¿Batería?-

No sé si contestarle o darle un guantazo por querer burlarse de mi; pero algo me dice que es verdad lo que me está contando. Mientras, no deja de sobar con sus dedos el dichoso telefonito.

-¿Pero vas a tirar o no Ramón?

-¡Que si, que ya voy, que es que el jodio niño no me deja en paz…!-

Y me sigue mirando con sus enormes ojos negros, esperando una respuesta que no le voy a dar y mostrando una extrañeza infinita ante lo que hacemos. Cosas de viejos se dirá y tiene razón. Paco y yo ya frisamos los ochenta y como no nos gusta la petanca, porque eso si que es de viejos, jugamos al trompo todas la mañanas en la plaza del ayuntamiento, junto a la fuente y los bancos de piedra. Y con nuestras púas herreras, intentamos chafarle la peonza al compañero, aunque ya no tenemos fuerza para eso. La última vez que conseguí romper un trompo creo que fue allá por el año… De todas formas me pregunto qué carajo estaremos haciendo, para que un niño de nueve años no sepa como jugar al trompo…

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