«En el imperio de la verdad no cabe ninguna autoridad humana. El que allí intente hacer valer su autoridad, se estrellará contra las carcajadas de los dioses».  Einstein.

 El alba había comenzado, otro día más, o menos. Se levantó con la angustia asalariada y el hambre común y silvestre, salvaje, civil, globalizada. El rostro maculado por el tiempo, y su estampa macilenta cada vez más pesadas.

  Tomó el camino de todos los días para llegar a su «trabajo».

Las obras habían empezado meses atrás y ahora había que madrugar más, pues la sorpresa de encontrar rutas cerradas era ahora lo normal; nada le causaba sorpresa en esta ciudad amiga de las filas, los olores, los tumultos, los sudores, las miríadas de seres que como él, también navegaban en los nuevos y deteriorados espacios urbanos. Los dolores. ¿El reporte del clima? No, no lo había mirado en internet esta mañana. No podía. No pudo. Se le pasó. Eso de estar naufragando en las redes sociales, acortó el reloj para mirar el clima. Igual, sería igual que todos los días, otro día más.

  Las vías que antaño tenían iluminación, eran ahora túneles oscuros donde el calor de todos se mezclaba en una amalgama odorípara, viscosa y biliosa.

El nuevo cubil del progreso, donde desconocidos y aciagos seres anónimos compartían míseras existencias, día a día, noche tras noche, grito tras grito, donde el silencio es un tesoro que ellos tampoco poseen. Ahora todos eran miembros de la misma cloaca, compartían aromas, sudores, no dolores.

 Desvió en la calle tercera. ¡Ahhh! ¡Cerrada! No había que pensar, acuciante era actuar. Giró a su izquierda, el calor aumentaba al igual que la oscuridad. El aire era denso. En una cercana lontananza se oían los gritos de los obreros, el rugir de la maquinaria que ladraba progreso, el nuevo modo de vida. Ya el pecho le dolía. Los dolores. Fingía. Ya todo estaba planificado, los reportes, los planos, las gráficas y los cálculos. Igual, no le importaban ya.

  Se acercó con paso ligero y tembloroso, fingió, esta vez, como otras veces, haber olvidado su desayuno. Creyó fingir. No podía llegar tarde, no otra vez. La memoria lo castigaba confundiéndole las rutas, los atajos, los desechos que le permitían llegar a su destino. EL sudor se frenaba en sus pálidos pómulos, la ropa se le hacía más pesada, los gritos de los obreros aumentaban, las máquinas taladraban su cabeza, el aliento se difuminaba en la densidad y lentitud del andar. Retumbe de tambores en la cabeza. Llegó a la novena con séptima. ¡Noooo! ¿Bloqueada? ¡Bloqueada! Miró de un lado a otro. El destino nunca había sido seguro, su camino se cerraba día a día. No hay que pensar, lo único que se debe hacer es actuar, y rápido. La mente ágil se superpone a la inclemencia y los avatares de la vida.

  El ingeniero Amaya viajaba por la avenida circunvalar, hablaba con una de sus secretarias por celular o móvil, la nueva versión del Samsung Galaxy S III, con su súper pantalla AMOLED de alta definición, de cuatro punto ocho pulgadas, lo nuevo de android, con cámara de 5MP con grabación espectacular de video, 3G, Wi-Fi, multi tareas, agenda, conexión rápida a Internet, con GPS, que además se le servía como comunicador, pero a pesar de su tamaño, de cuando en cuando se le resbalaba de las manos y hacía complicado dirigir la camioneta que hoy conducía, le costaba trabajo asir con firmeza el aparato y tenía que repetir, casi vociferar cada instrucción con olor, sabor y color de orden.

  Denotaba y connotaba su malestar y recordaba a la pobre secretaria con el sarcasmo de quien detenta el poder, mas no el saber. Demandó que continuaran las obras aun sin su presencia. Iba tarde, pero él era el jefe, los demás podrían esperar.

   El paisaje cambiaba de calle en calle. De los verdes árboles, de las abigarradas casitas, se pasaba a los diversos matices que el gris puede ofrecer en estos espacios acartonados, de corbatas italianas, de desayunos indigentes de trabajo. El color plomizo dominaba ahora y el ingeniero ladraba órdenes a diestra y siniestra. No escuchaba, nunca escuchaba, las delicadas  y a la vez sólidas razones; endebles por quien hablaba y sólidas pues, los riesgos eran de todos conocidos y por todos ignorados. La ignorancia y su hija la indiferencia eran las reinas del paisaje grisáceo donde Amaya exigía continuar fabricando vías para mejorar esta tierra de nadie y de todos. El dispositivo se le escurría de la mano sudorosa, continuaba gritando; la secretaria comunicaba las órdenes ¿insultos? a otros funcionarios por medio de otro teléfono, le temblaban las manos, le sudaba la espalda y el pequeño sostén aprisionaba su enjuto busto. Le faltaba el aliento, y aún así le salía una débil resonancia, remedo de voz. Dudaba al repetir, pues por la otra línea era corregida, reprendida ¿profesionalmente insultada? por el ingeniero.

 -Que retire la excavadora, que no hay problema con los taludes vistos, que los riegos son mínimos. Los reportes, las gráficas tomadas por los equipos…

– ¿Perdón ingeniero, me repite?

   La ola de vituperios iba  y venía. El aire se hacía más y más denso.

  Las máquinas como desde el principio no cesaban de laborar, los gritos de los obreros aumentaban. El auricular temblaba; su amenazante extremo, el móvil se resbalaba de la mano de su propietario. Un ¡NO! unísono se pronunció produciendo un reflejo de doble, múltiple ubicuidad. ¡NOO! Grito el ingeniero.-¡NOOO! La miedosa secretaria. -¡No! el grupo de obreros que vieron como se desplomaba la obra con todo el estruendo que se podía y no se podía imaginar, apagando el mudo ¡Mierda! del indigente que nunca encontró la salida para llegar a su esquina para «laborar», aunque fue quien mejor pudo describir lo ocurrido.

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