Levanto la vista, me deleito con el anómalo azul. ¿Para qué ir a un parque donde no se juega? ¿Para qué vivir una vida en la cual no hay vida? Nunca lo había pensado. Ahora lo miro a él, un niño, y las preguntas salen inexplicables de mis labios. Mis amigos me ignoran, no escuchan. Excepto uno:

—Buena reflexión —dice.

Treinta y siete segundos después me llega un mensaje. «Lo publicare. Esta genial, espero no te importe.» Lo observo con desconcierto. Esta aquí, a mi lado, como todos mis amigos. Su cabeza inclinada revisando su aparato electrónico. En una red social lo mas seguro. Sus rasgos me sorprenden, ¿hace cuanto que no lo miraba, con tanta dedicación, en vez de a sus fotos editadas? 
Eso no importa mucho, por que él me sigue mirando.  El niño. 
Me sonríe. Su sonrisa es de alegría. Esta lejos, al lado opuesto del parque, cercas de los juegos donde nadie juega. Un anciano a su izquierda le grita algo. El desplaza su mirada de mí, al anciano. Hablan. El anciano ríe. Su sonrisa sin algunos dientes me es lejana y desconocida. 

El joven levanta un objeto del suelo y se monta en el. ¿Será un triciclo? No, es una…una… ¡una bicicleta!  Se acerca a mí en ella. ¿Como puede mantener el equilibrio en eso? Mi padre me dijo que sabía andar en bicicleta. 
Veo un letrero colgando de su pecho. Alcanzo a leer a duras penas:
Hola. Somos sobrevivientes. Si quieres platicar con alguien, aprender a jugar ajedrez, reírte hasta que te duela el estomago, caminar por el bosque, ver el atardecer o las estrellas, nadar o simplemente tener sentir contacto con un ser humano. Estamos aquí. Nosotros te podemos ayudar. Atte. El abuelo y yo.

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