Hoy he entrado en la tienda de cosméticos y una vendedora rubia a la que nunca había visto antes me ha maquillado como las artistas de las películas antiguas que veía mi madre. He elegido el color de la sombra de ojos y del carmín de los labios de una paleta casi infinita, mientras la chica no paraba de repetir las frases que les dice a todas las clientas. Lo sé porque al marcharme la he oído decir exactamente los mismos cumplidos a una señora cincuentona que se ha sentado en el asiento que yo acababa de dejar libre.

Al salir he tomado el mismo taxi de todos los días y el conductor finge no reconocerme porque me llama de usted con distancia profesional a pesar de que hace unos días intentó meterme mano camino de la oficina. Ese día yo me había enfundado en el vestido rojo que me sienta tan bien, pero hoy llevo vaqueros y camiseta negra. En un semáforo ha sacado la cabeza por la ventanilla y le ha gritado una obscenidad a una anciana con un abrigo rojo que estaba cruzando el paso de cebra con un niño de unos cinco años de la mano, lo cual confirma mi hipótesis de que la clave de su fogosidad está ligada a ese color. 

Al llegar al gimnasio cambio mi indumentaria por un conjuntito de lycra color magenta de lo más sugerente y antes de empezar me peso solo por el placer de ver el numero de dos cifras en la báscula, tan deseado como inalcanzable para mí en otras circunstancias. En la sala de los aparatos me dirijo directamente a la elíptica que está más cerca de los ventanales, para recibir la luz de un sol que no puede calentarme. Selecciono el programa más intenso porque me motiva la progresión continua de las calorías quemadas sin esfuerzo. 

El reloj de la máquina marca las once y siete y antes de que se dirija hacia mí ya predigo que el Adonis del gimnasio acaba de entrar a la sala. Cuando se instala en el banco de abdominales que está a mi derecha me pregunta mi nombre por enésima vez y yo decido introducir variaciones en el tema de conversación habitual hacia un terreno más personal. Entonces él duda por un momento pero zanja la situación como todos los días, proponiéndome tomar un batido energético al terminar el entrenamiento. 

Por primera vez desde que entré en este juego rechazo su invitación aún a sabiendas de que tras el inocente desayuno acabaremos teniendo un tórrido encuentro sexual en la cabina de la sauna. 

Confieso que la simplicidad de este programa ha empezado a aburrirme, pero aún me resisto a desprenderme del personaje virtual que he creado.  El día que esté preparada mi yo material agradecerá que le dedique una pequeña parte del tiempo que empleo en atender las necesidades de mi yo perfecto.

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