El pulgar
Susana no podía dar crédito a sus oídos. Después de todos esos años en la empresa, así como así, la despedían. “No, esto no está sucediendo, parece una broma de mal gusto”, pensaba.
La conversación con su jefa, quien le comunicó su despido, no le estaba ayudando a solucionar el problema.
—Comprende Soledad… no tiene ningún sentido el argumento que se presenta como causal de despido. ¿Abandono de trabajo sin aviso? Pero si no he faltado un solo día en los veinte años que llevo aquí —decía Susana, al borde de las lágrimas. Su rostro mostraba una total incredulidad. Era tan fuera de lugar el motivo alegado, que no terminaba de entenderlo.
—¿Cuántas veces te lo voy a tener que explicar? No pretenderás que la empresa te siga manteniendo como su empleada… Vamos… ¿Es que no tienes talento? ¡Cómo te vas a desaparecer sin comunicárselo a nadie! —Soledad pronunciaba estas palabras al mismo tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza y bajaba su mirada. Fingía, con muy poca eficacia, estar alterada por el suceso. Pero se notaba con claridad que ese asunto no tenía importancia para ella.
—¿No te das cuenta el disparate que estás diciendo? ¿Es que no me has visto tú entrar todos los días aquí? ¿Acaso no hemos conversado en varias ocasiones en el último mes?
—Lo que yo converse o no converse es asunto mío. En la planilla de entradas y salidas de la empresa no tienes una sola anotación en ese lapso de tiempo. Por ello te han puesto de patitas en la calle —Soledad había cambiado el tono de voz y su lenguaje corporal denotaba cierta agresividad.
—Eso es por el reloj digital. ¡Por más que mi pulgar lo presionaba, no lo registraba! —exclamó Susana con cierto alivio, ya que todo se trataba de un error.
—¿Y por qué no diste aviso? ¡Siempre igual! Primero la metida de pata y después venga llantos. No soy la niñera de nadie. Ya estás grandecita.
—Pero cómo que no di aviso… Si hasta acudí a Recursos humanos por miedo a que no me pagaran las horas extras…
—Aquí no consta ningún reclamo. ¿A quién dirigiste el memorándum?
—No. Lo hablé de vis a vis…
—Tú no aprendes… no aprendes… Estas cosas hay que hacerlas por escrito. Siempre me decía mi abuela: “A las palabras se las lleva el viento”. Ves… tenía razón. Y además se debe enviar por correo electrónico. De esa forma siempre tienes un respaldo en tu casilla, con fecha, hora, día y nadie te puede decir que no lo ha recibido. Si no fue visto… pues la culpa iría a quién no revisó sus mails. Bueno… veremos si realmente hay una confusión. ¿Con quién hablaste?
—¿Pero cómo si realmente hay una confusión? Tú te estás riendo de mí… ¿No me has visto entrar y salir cada día? ¿No será esto una cámara sorpresa? —preguntó Susana, pues le resultaba ridículo el hecho de que solo importara el registro de su pulgar y no el hecho de su presencia, con todos los compañeros y jefes como testigos.
—¡Tú estás mal, pero muy mal! ¿Cómo es eso de una cámara sorpresa? ¡Llevas un mes sin venir a trabajar! ¡Entérate! —gritó Soledad de muy mal modo.
—¿Acaso no me has visto entrar y salir cada día, con tus propios ojos? —preguntó Susana con voz desesperada.
—Y eso qué. ¿La empresa a quién le hará caso? A tus compañeros o incluso a tus superiores, que pueden tener lazos afectivos, ser tus cómplices, recibir un soborno por alterar la verdad o hasta estar realizando espionaje industrial contigo… o a una maquinaria de última tecnología, que es incorruptible y carente de sentimientos. Ya sabes que las máquinas no se equivocan… somos los humanos quienes erramos —afirmó Soledad. Parecía estar pronunciando una verdad absoluta, irrefutable. Susana estaba con la boca abierta queriendo articular algún sonido… pero nada salió—. Si quieres que te ayude por lo menos dame un nombre. ¿A quién le planteaste el problema?
—A Rodríguez Furtado —dijo Susana muy bajito e inclinando su rostro mientras enrojecía.
—¡Lo que me faltaba escuchar! ¡Muy convincente tu argumento! El jefe de Recursos humanos al que hace diez días que se le despidió por meter la mano en la lata. Es que no me pongo a reír porque quedaría mal. Te haré un favor. Mejor ni nombres eso. No sé… invéntate algo. Alega demencia temporal. Consíguete unos papeles de un psiquiatra… Estoy siendo generosa, ¿eh? ¡Que te quede claro! Llevas todas las de perder. No sé si reconsiderarán tu caso. Fuiste tan evidente… Abandonar así tus funciones… Pero la carta de un psiquiatra tal vez pueda salvarte de esta.
—¡Dichoso pulgar! Mira que no marcar el reloj… cuando a todos les funciona perfecto… Por más que atestigüen los compañeros que me vieron aquí cada día, ¿piensas que no habrá solución? —preguntó Susana completamente resignada.
—¡Mujer! Qué pesada eres… ¿Cómo vas a querer comparar a tus compañeros y a ti, contra la tecnología de avanzada? —al decir esto la expresión del rostro de Soledad era la de una madre cuando reniega a sus hijos. Cansina, enfadada, pero mostrando cierta conmiseración.
—Pues nada. De aquí me voy a el psiquiatra y me haré la loca… mal sea que no lo convenza —El rostro de Susana y su tono de voz denotaban una total sumisión.
—¡Menos mal! ¡Por fin algo razonable! ¡No se te ocurra decir que la idea ha sido mía, que me juego el puesto! —exclamó Soledad.
—Tranquila. Yo estoy loca. No sé nada… y he perdido la noción del tiempo —dijo Susana antes de salir a la calle.
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