Todavía me angustio cada vez que recuerda el día en el que me separé de él. Vivo en Barcelona y tenía que desplazarme a Madrid para participar en un curso de formación; el plan no estaba mal: iba a coger el AVE por primera vez y pisaría de nuevo Madrid después de tres años. Pese a que no iba a pasar más de seis horas en la capital, y a lo poco que había dormido, estaba de lo más emocionada… Pero en cuanto llegué por segunda vez a la estación de Atocha todo cambió.
En el viaje de ida no paré de jugar con mi querido iPhone; lo toqueteé sin parar, jugué con él, hice fotos, me conecté a Internet… Hasta que se quedó sin batería. ‘No hay problema’, pensé tras la imposibilidad de quedarme cerrada en el baño cargándolo. ‘En cuanto llegue al hotel lo enchufo y listo’. Así lo hice. Sin embargo, yo era la primera en abandonar la sala sin que el curso hubiera acabado puesto que a las 17.00 horas tenía que estar otra vez en mi puesto de trabajo.
Salí sin hacer apenas ruido, tomé un taxi y al bajarme del vehículo, mientras atravesaba las puertas automáticas de la estación, me di cuenta de que mi móvil no estaba en el bolso… ¡Me lo había dejado enchufado! De pronto el pánico se apoderó de mi ser: quise gritar, llorar, correr e incluso pegar a alguien pero la culpa era solo mía. Por si fuera poco faltaban nueve minutos para que saliera el AVE.
Corrí todo lo que pude hasta la zona de control de Atocha para preguntar a las azafatas si me daba tiempo a realizar una llamada. Me indicaron dónde estaban las cabinas y, temblando como una hoja, logré introducir un euro en la ranura de esas máquinas tan obsoletas. Pero nadie cogió el teléfono y tuve que pasar el control hasta llegar al siguiente nivel.
Quedaban cuatro minutos para la salida del tren y seguí los mismos pasos. Otras azafatas me señalaron dónde estaban las cabinas y únicamente una estaba libre. Metí el euro una y otra vez sin que mi gesto diera sus frutos hasta que golpeé la cabina telefónica, presa del pánico y la rabia, y le dije ‘no me jorobes’. En ese momento una señora que estaba al lado me tendió su teléfono móvil, antiguo como el que más y, tras tranquilizarme, me dijo que marcara el número. ¡Seguían sin cogerlo! Así que resolutiva como nadie, mientras las trabajadoras de la compañía me llamaban a gritos porque faltaba un minuto para la salida del tren, esa magnífica señora me propuso enviar un mensaje de texto explicando que Silvia se había dejado el móvil en la sala del hotel.
Corrí hasta el interior del AVE después de bajar lo que me parecieron millones de escalones y se cerraron las puertas. Fue entonces cuando una sensación de lo más extraña invadió todo mi ser; no sé ni cómo expresarlo, fue como si una parte de mí se quedara en Madrid y la otra estuviera en movimiento alejándose cada vez más. Tras unos minutos de confusión interna volví a reaccionar. Las camareras me dijeron que no había ninguna cabina en el interior del tren y se lamentaron conmigo de mi mala suerte. ¿Tanta modernidad en el interior de un tren y no había posibilidad de hacer una llamada?
Le eché morro al asunto y le pedí a un señor, tan amable como la mujer de antes, que me dejara llamar. Con la tontería (y los túneles, que siguen dejando a la gente sin cobertura) tuve que hacer tres llamadas. Todo estaba bajo control: mi otra yo estaba a salvo. En ese momento, tras agradecerle al señor 200 veces la ayuda prestada, me pedí un bocadillo, lo saboreé como nunca y dormí plácidamente durante el resto del viaje, aunque seguí notando en lo más profundo de mi ser cómo me separaba, cada vez más rápido, de lo que en ese momento más quería.
Al día siguiente llegó mi teléfono por mensajero aunque no pude reunirme con él hasta la mañana siguiente. Fue un momento tan dulce y tan conmovedor que hasta me avergüenzo de haberme sentido así. Por favor, ¡si solamente es un móvil! Cierto, pero para alguien más bien incrédula como yo, mi móvil es prácticamente lo más sagrado que tengo.
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