La Muerte paseaba por las afueras de la ciudad, cerca del lugar donde había segado la última vida del planeta. Caminaba lentamente, con la mano apoyada en las lumbares, y se quejaba: “esta dichosa espalda”. Había sido un año de trabajo muy duro: alguien apretó el botón rojo y el lanzamiento de misiles nucleares se propagó como una reacción en cadena. <?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

Quizás porque conocía su destino, llevaba unos días retrasando su cita con el Creador, pero ya no le quedaban excusas. “¿Hará una excepción conmigo?”, se preguntaba. Con la capa raída se presentó ante Él, junto a la orilla de un río negro. Cuando ella apareció, Él levantó la cabeza como si hubiese despertado de una siesta con un aspecto desarrapado y las venas moradas en sus mejillas. Apretó los párpados y con un gesto de su mano le pidió a <?xml:namespace prefix = st1 ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags» />la Muerte que se acercase:

– Ven acá hija mía, no te reconozco.

La Muerte dejó posada la guadaña en el suelo y se retiró el sayo, dejando al descubierto la calavera. En ese instante surgió una sonrisa en el rostro del Creador.

Ella avanzó, se sentó y comenzó a hablar:

– Ya he terminado mi misión. Ya no queda ni un alma en toda la Tierra; ni una sola pizca de vida en el Universo. Tú sabías que algún día ocurriría esto ¿verdad?

Él no respondía.

– ¿Y ahora qué? – preguntó la Muerte.

El Creador se llevó la mano a la frente, se palpó las arrugas y bajo la mirada sin decir palabra alguna. Habían pasado juntos tanto tiempo que ese gesto le dio la respuesta a su inseparable compañera. Entonces, la Muerte le pidió un favor:

– Antes de mi final, me gustaría contemplar una última puesta de Sol. Durante todo este tiempo he estado haciendo el trabajo sucio. Creo que me lo debes.

Aunque por un momento parecía que el Creador iba a decir algo, finalmente calló y asintió con la cabeza. Seguramente siempre supo que algún día debería afrontar esa situación, pero probablemente su poder de vaticinio no fue capaz de presagiar cómo la resolvería.

La Muerte se alejó de aquel río y caminó sin rumbo hasta que encontró una pequeña colina desde donde contemplar el atardecer. Se sentó bajo las ramas de un árbol que, aunque sin vida, permanecía en pie. Todo en el lugar estaba marchito, sólo una brisa evitaba que el paisaje fuese inerte, pero el sol brillaba con un color naranja eléctrico, casi rojo. Desde aquel otero observaba el espectáculo y entonces comenzó a notar el frío en sus manos y la humedad en sus pies. Su respiración era entrecortada, tan solo un estertor; llegaba su momento. “No quiero irme ahora”, se decía. Toda su vida pasó en unos segundos a través de su memoria, destellos de imágenes, momentos a los que no había dado ninguna importancia hasta entonces. Recordó que una vez amó pero tuvo que cumplir con su trabajo. También pensó que le hubiera gustado ser madre.

El ocaso se acercaba. La Muerte extendió su mano intentando tocar un rayo de luz que temblaba sobre el horizonte. Justo en el momento de expirar balbuceó: “Hay tanta belleza en este Mundo…”

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