Mariano quería una computadora, como todos los chicos que viven en esta época, plagada de cibers, Internet, celulares y tantas otras maravillas más. Todos los días soñaba con ella. Se veía, haciendo bailar sus dedos sobre el blanco teclado y suspiraba por un monitor de diecisiete pulgadas, donde ver y jugar sus juegos favoritos (algunos bastante violentos, cosa que a sus papás no le agradaban mucho).
-No es algo muy barato, hay que ahorrar mucho para poder adquirirla –decía su mamá.
-Pero mami, como decís eso. Ahora, con la cantidad de cuotas que te dan para pagarla, es muy fácil tener una.
-No, en cuotas no. Voy a pensar en otra forma de pagarla.
Pasó el tiempo y Mariano seguía soñando con el tan ansiado aparato, hasta que un día su mamá le dijo: -Llegó el día, vas a tener tu computadora. Iremos al centro, con tu tío, que sabe un montón de estas cosas y compraremos una.
Y juntos los tres, fueron a comprarla, gracias a la colaboración monetaria de la abuela, que adoraba a su primer nieto.
Llegaron a casa y sacaron de los envoltorios, todos los componentes para armar el artefacto: un monitor enorme, negro y plateado, la CPU con DVD y una flamante impresora multifunción (esa que también tiene escáner).
Contento, como perro con dos colas, Mariano se sentó eufórico ante aquella maravilla, su nueva amiga. Ni lerdo ni adormilado empezó a toquetear las teclas y navegar por internet.
Después de un tiempo, una noche en que llovía a cántaros y que los relámpagos iluminaban la oscuridad, Mariano fue a su habitación y preparó para dormir y entró en un profundo sueño, cansado de jugar en el ordenador. De Pronto se encontró en otro lugar, era un sitio muy extraño.
Nunca antes había visto esos edificios. Su ciudad, pequeña y tranquila, ya no era la misma. Autos volaban por el cielo, pero no como los que él conocía. Parecían burbujas brillantes y de un agujero de la parte trasera salían disparadas espirales que parecían de vapor.
Alguien le gritó: -¡nene, mirá por donde andás! ¡Te va a chocar una capsúpela!
-¿Capsu qué? –dijo Mariano extrañado.
-¿No sabés que es eso? –pronunció un señor bigotudo y barrigón, que andaba en un aparato también extraño. Era como un cohete, pero que flotaba, bajaba, subía, daba vueltas enteras (de trescientos sesenta grados) y no producía ningún ruido, como un ovni.
-Ni idea –expresó el niño. De donde yo vengo no existen esas cosas.
-Pero vos ¿no sos el hijo del comerciante multimillonario de la esquina, el que tiene el supermercado “El atorrante”?
-Bueno, mi papá tiene un mercadito llamado así, pero no es multimillonario. Yo a usted no lo conozco y menos a este vecindario –dijo Mariano.
-Mirá, vení, te voy a mostrar. Me parece que vos tenés amnesia –dijo el hombre.
Y lo llevó hasta la esquina. Allí había un cartel enorme, con el mismo nombre del negocio de su papá, pero más iluminado y con unas letras espectaculares. Y, más grande fue su sorpresa, cuando se abrió la puerta y salía su propio papá, pero con traje y corbata. Llevaba el cabello peinado muy prolijito, un perfume importado que costaba un dineral y ¡zapatos! No lo podía creer, si su papá siempre andaba en ojotas.
Un abrazo, que casi le tritura las costillas, lo hizo sentir más perdido aún.
-¡Hijito querido! Te estuvimos buscando por todos lados. Casi llamamos a la superpoli para que te busque.
Mariano lo miro de arriba abajo y le dijo:
-¿Qué te pasó? ¿Por qué estás vestido así?
-Todos los días me pongo lo mismo. ¿No te acordás?
– No, la verdad que es la primera vez que te veo con esa clase de ropa.
-Vamos a ir al médico para que te revise. Me parece que perdiste la memoria –dijo su papá muy preocupado.
-Bueno –dijo Mariano- resignándose a su suerte. Caminó callado unos metros y vio, más sorprendido todavía, como su papá abría la puerta de una gran limusina blanca, decorada con raros accesorios plateados. Pero no era un automóvil común, como esos que había visto por la tele, sino que tenía una forma más rara aún que el otro vehículo llamado capsúpela. Parecía un huevo alargado con ventanas por todos lados.
Subieron y emprendieron un viaje que duró un suspiro. En el camino, su papá le contó que podía llegar a hacer mil kilómetros por hora con aquella hermosura y que en las últimas vacaciones habían recorrido todo el mundo. El niño, la verdad, no se acordaba de nada.
Aterrizaron justo en frente del sanatorio donde lo iban a revisar y entraron los dos rápidamente. Un médico de bata blanca impecable y unos pequeños anteojos (rarísimos también) les dio la bienvenida con una sonrisa.
-Hola amigos, ¿quién es el enfermo? –les dijo a los dos.
Es mi hijo, su nombre en Mariano y nos se acuerda de nada. Parece que ha sufrido un golpe, porque ha perdido la memoria.
-Bueno, bueno, vamos a realizar unos estudios para ver qué es lo que está ocurriendo.
Entraron a una sala con fantásticos aparatos. El médico lo hizo sentar a Mariano frente a otra máquina extraordinaria y, cuando la puso en funcionamiento unas ondas de colores empezaron a salir de unos pequeños redondeles (que al niño le parecieron como ventiladores). A medida que las ondas entraban en su cabecita, unas cosquillas le recorrieron el cuerpo y se dio cuenta que empezaba a reírse sin parar (estaba tan feliz como cuando era su cumpleaños).
Pero inesperadamente se mareó y vio una sala común de la clínica de su ciudad. A su lado estaban sus padres, muy asustados.
-Ha despertado de un profundo coma–escuchó a su pediatra decir- es una reacción ocasionada por estar tantas horas delante del monitor, por suerte no sufrió daño alguno. De ahora en adelante prescribo menos horas de juegos e internet…
Fabiana Piceda
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