Dedos de adolescente, cubiertos de anillos extravagantes, jugueteaban con las migas de pan que habían quedado sobre el viejo mantel. Como compañeros inseparables, sonaban unos cubiertos, viejitos pero rebeldes, que seguían cortando y pinchando la cena para llevarla a una boca, que, bocado tras bocado, comía apresuradamente.

Se bebían suspiros, se respiraba silencio y se entretejían miradas cómplices entre madre e hija. Hay momentos en los que es posible hablar sin necesidad de palabras. Ese era uno de ellos.

La televisión se escuchaba tan solo como voces de fondo, “murmullos”. De pronto Sofía exclamó, con una extraña mezcla de sorpresa e inquietud.

_ ¡Mamá! ¿Escuchaste eso?

_ No mi amor. ¿Qué han dicho? – fue la apagada respuesta de Lucía, como no dando importancia, cansada ya de todo lo que escucha o “casi escucha” desde ese aparato que lo que menos valora es el silencio. Inundación de imágenes, sofocación de palabras, ahogo de flashes, sucesión de estereotipos y mandatos… ¿Para qué mirar? ¿Por qué escuchar? Tenerlo encendido para no estar “tan” alejada de este loco mundo era suficiente, pensó, aunque inmediatamente su corazón le habló: “Si a Sofía le llamó la atención pues mejor escucha”. Entonces levantó la vista de su cena y se topó con la mirada de su hija, clavada en la suya, en espera de algo, quizá el compartir aquella publicidad y conversar sobre ello.

Aquellos ojillos oscuros estaban tan abiertos que casi se podía entrar a través de ellos al universo de los sueños; en esa edad en que nada es imposible, en que el horizonte es ilimitado y el camino una senda que se recorre al compás de la música del alma.

Lucía, automáticamente, giro su cabeza hacia la teve, que se encontraba en lo alto de una pared, a poco de tocar el techo. Y escuchó y miró. Era de aquellas publicidades que repiten, al menos dos veces, el mismo «contenido». Nada que fuere necesario para comprender el mensaje final se había perdido.

Madre e hija observaron calladas. Dos miradas dirigidas hacia aquella caja. Dos mujeres atentas. Dos generaciones en reflexión. Mucha movilización interna en ambas, mucha quemazón en los labios y necesidad de hablar.

En principio, cruce de miradas, expectantes, como buscando seguir un mapa invisible cuyo recorrido las lleve al tesoro de una respuesta. Luego, el silencio, a modo de compañía entre ellas. Una compañía que las conduzca a buscar esa respuesta.

_¿Por qué la gente necesita eso? – dijo Sofía, entre confusa e incrédula.

Lucía era una madre con la cual se podía tratar cualquier tema mientras sea con respeto, con argumentos, con análisis y dejando la puerta abierta a las dudas que pudieren aparecer. Meditando unos segundos, mientras recogían los platos de la cena, respondió muy sencillamente:

_Hay mucha gente, que necesita de “eso” para vivir.

Los restos de comida se deslizaban en el pequeño contenedor para basura, limpiados con servilletas de papel y, dentro de madre e hija, se limpiaban oraciones, misas, cruces, santos, vírgenes… Deslizándose por el laberíntico cerebro, la pregunta sobre la esencia de Dios o tal vez dios. Sí, así, con minúscula. Ahora los cuestionamientos son demasiados.

Lucía quiso que su hija tuviera una religión, que se educara dentro de una fe. Por ello la envió a un colegio católico durante nueve años pero jamás (¡jamás!) intentó que los dogmas aprisionaran su mente y su corazón. Sólo pretendía que la fe en “algo” le ayudara a vivir, a sobreponerse en momentos duros, a agradecer en los felices y a mantener la esperanza en los inciertos. En fin, a que se sienta como sostenida, o contenida, o protegida por esa Fe. Ni siquiera ella misma tenía la plena seguridad que estaba haciendo lo mejor pero si estaba segura que el espíritu “en algo debía creer”, que “ese algo era misterioso”, “que ese misterio encerraba una fuente de vida” y que la vida se movía como en un círculo con estos elementos: el yo, la fe, el misterio, el mundo, la vida.

Para ella la fe era el faro del alma. Fe en lo que fuere: en la persona misma, en un dios cósmico, en un dios de la naturaleza, en un dios con forma de talismán… A lo largo de toda su vida la relación con dios había pasado por muchas etapas.

De niña lo sentía como un señor lejano a ella, que ni la miraba, que ni la protegía, que no se ocupaba nunca de acurrucarla, de conversar con ella, de preguntarle, al menos, cómo estaba o qué le gustaba.

De adolescente se rebeló gritándole, calladamente, que no la iba a aprisionar con ningún mandato; que ella era libre. Toda libre. Renegó de un dios que no mostraba misericordia, que castigaba a sus “criaturas”, que exigía respeto y mucha obediencia.

De adulta comenzó a buscar a un dios diferente, a un dios que se proyecte en cada persona, en cada creación de la naturaleza, en cada situación vivida…

A un dios que hable desde el propio corazón, a un dios que no tenga figura masculina, a un dios que sea tan solo voz, energía, susurro, aliento…

A un dios que no se encuentre “adherido” a una cruz ni te clave en ella.

A un dios que aconseje, que llore contigo, que te levante de las caídas o te sostenga antes de caer, que te ayude a lavar las heridas, que no te aparte de su lado, que te acepte cómo eres…

A un dios que respete tu dignidad, tu libertad, tu pensamiento…

Pero bien, esto era muy difícil y complicado de hablar con una adolescente aunque Sofía había vivido estos valores de modo subliminar, aún, no era capaz de tomar conciencia de ello.

Entonces, ante esa publicidad (“ENVÍA DIOS AL 2020 Y RECIBE EN TU MOVIL LA PALABRA QUE… Y UN CENTELLEO DE IMÁGENES PRESENTADAS COMO BENDICION DIVINA”) le dijo a su hija:

_Sofi, hay gente que no tiene a nadie, que vive sola y en soledad, alejada hasta de su propio interior, que nunca recibió esos valores que se guardan en el corazón, no en la mente y, sólo con ese texto escrito o esa voz de ordenador, se sienten acompañados y acogidos.

Un dedo pulgar apagó el televisor y dos mejillas se rozaron envueltas en el cálido sonido de un beso de buenas noches.

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