APARECIÓ.

(Julio del año 1964)

  Ahora, en verano, al atardecer gusta sentarse, al fresco, en la puerta de la barbería. Justo frente al ayuntamiento. Es un sitio fabuloso. El centro del pueblo. La Fuente Arriba está concurrida. Los obreros, que han dado de mano, pasean hacia el bar de Salvador a tomarse su vaso de vino, con su tapita; otros circulan hacia la taberna de Pepe (la que hay en la acera del Pintor). La juventud aprovecha estas últimas horas de día en que la calor no es tan fuerte para visitar los comercios como excusa para dar un paseito con la persona a la que está rondando. A los que, en lugar de a comprar, vienen aquí para echar fideos, se les nota mucho en la risita nerviosa que les ilumina el rostro. La vieja que ha de visitar o el viejo que desea afeitarse. También quienes esperan que algún manijero les avise para mañana. Y la chiquillería que como las golondrinas, parece que abundan más en este tiempo. También andan en la plaza, los locos sueltos, Sí, querido lector, en mi pueblo tenemos toda una colección de locos (hablo de los reconocidos como tal) que a veces están en el San José y otras muchas andan sueltos. La verdad es que a ninguno se le ve peligroso.

  Estábamos, mi padre y yo, al fresco. Un hombre delgado, bajo, de unos cincuenta años se nos acerca. No nos dimos cuenta y nos sorprendió. A aquel hombre siempre se le oía llegar. Esta vez venía cabizbajo, silencioso, lloroso y triste. Él, que siempre llegaba interpretando sus canciones clásicas favoritas. Quien nos descubrió que existe una “canción del Olvido”, que repetía una y mil veces, en esta ocasión no fue así. Se paró justo delante de mi padre y con voz desconsolada dijo:

–  “Maestro, tengo el problema más grande de mi vida”.

–  ¿Qué te ocurre, hombre?

–  Que le busqué por todas partes y no lo encuentro.

–  A… ¿quién?

–  A quién va a ser, a mi perro.

–  ¿Cuándo se te perdió?

–  Esta mañana, se me escapó y pensé que pronto volvería, pero…

–  No te preocupes hombre, seguramente esta noche vuelve. Cuando le dé hambre… ya verás.

–  Que no, maestro, que he preguntado a todo el mundo y nadie lo ha visto. ¡Ha desaparecido!

–  Vamos a ver, los perros no desaparecen así como así.

–  Quiere decir que alguien se lo ha llevado. Y yo ya me he acostumbrado a vivir con él. Prefiero morirme, si no lo encuentro.

–  Te aseguro que aparecerá.

–  ¡Que no maestro, que yo sé que no aparece!

–  Ah, ¿no?

–  ¡¡No!! ¡Qué lástima!

–  Mira escríbele a Franco y verás como te lo busca.

–  ¡¡¡Vale!!! ¡¡Yo tengo una letra muy bonita!!

–  Eso es importante, porque si ve una fullerata no te hace caso.

–  ¡¡¡Gracias!!!, gracias…

  Así nuestro pequeño hombrecillo enfiló hacia la acera de la farmacia y pasó delante de la posá como alma que lleva el diablo, desapareciendo de nuestra vista. Sólo pretendía levantarle el ánimo durante unos días, mientras el perro aparecía y evitar así que cometiera una locura, llevado por su tristeza.

  Desde el día siguiente, cada tarde volvía, entre apenado y esperanzado aseguraba haber escrito una bonita carta al Generalísimo.

  Ya se quejaba de la falta de prontitud para la respuesta, y empezaba a dudar si sería buena la idea de decirle a Franco, Caudillo de España, que le buscase su perrito, cuando una tarde apareció, todo nervioso, con una carta en la mano gritando: ¡¡¡Me ha contestado!!! ¡¡¡Me ha contestado!!! 

–  ¿Qué pasa?  ¿Apareció tu perro?

–  No, eso no, pero aquí dice que me lo va buscar la guardia civil.

–  ¿Qué es lo que pone exactamente?.

–  “Su Excelencia, el Generalísimo, no se dedica a esos menesteres. No obstante, desde El Palacio del Pardo, hemos dado órdenes a la Guardia Civil de la comarca para que colabore con usted en la búsqueda…”

  Y así fue como “el loco del telégrafo” (era así como todos le llamaban, “el del telégrafo”) consiguió dos días después de recibida la respuesta, a su muy atenta misiva, que su perro apareciera, custodiado por la benemérita.

 

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