La cuestión sobre cuyo discernimiento se han basado las sociedades desde su invención, ha sido siempre la de distinguir qué es lo que está bien, y qué lo que está mal. Es en base a ello que la vida gira, la gente se ama o se desprecia; comparte o brinda ojos vacíos; prefiere o evita; salva o condena. Pero para mí, la discrepancia entre lo malo y lo bueno me resulta imposible de estandarizar.
Tomando en cuenta esto, y las palabras «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza», se infiere con toda naturalidad que así como nos parecemos a Dios; Él también es semejante a nosotros.
Es por eso que resulta tan fácil comprender la razón por la cual creó la Computadora Juez (que le viene a evitar a cualquiera la pena de ser el responsable de las decisiones que tome), y encontró el modo correcto de condenar o salvar las almas.
Estas vienen, se paran, abren los ojos y miran, atemorizadas, al cristal y plomo que los cubre en su inmensidad. Salen escáners de compuertas bien diseñadas y diversos instrumentos de medición (que a nadie importa mucho el cómo se llamen) y salpican al individuo, en aparente intento por conocer el alcance de su ser.
Ha tocado que ayer vino un cura al cielo; vino tras una muerte repentina, lo último que recordaba era estar cubriendo a un niño bajo la lluvia de plomo en un pueblo con muy alta problemática social (otra consecuencia de no saber lo que está bien y lo que está mal); cruzó por la máquina y fue condenado al infierno. El Chapo Guzman, en una muerte que (ahora sí) fue verdadera, llegó y tras algunos ruidos extraños en el ordenador y la pronunciación de unas cuántas palabras en tono amenazante fue felizmente liberado.
No dudo de Dios; dudo de la máquina que inventó.
Y con esas dudas compartidas el cielo entero se comienza a preguntar si la máquina no asigna bondad o maldad al azar (lo que es una posibilidad) o si acaso, seremos nosotros y nuestro concepto aprendido de lo que es el bien y el mal, quienes nos equivocamos. Dudas inundan, pero nadie se atreve a hablar (no vaya a ser que la máquina en efecto esté descompuesta, y tras una revisión se nos mande al infierno. Mejor chitón) y preferimos, en consenso, seguir con nuestro destino.
En ocasiones me pregunto si quienes son mandados al fuego están igual de convencidos y orgullosos en la conformidad.
Nadie sabe cómo funciona. Puede que Dios sí, pero no sé si se lo haya preguntado a sí mismo. La máquina podría en efecto estar mal, podría ser que resultase mejor trabajar, filosofar, pensar si alguien es bueno o malo basándose en un cúmulo de sentimientos inexplicables; puede que la máquina no sea confiable, pero algo es seguro: en el cielo, a nosotros nos quita de penas, lo libera a uno de la culpa al ver el rostro de alguien a quien uno mandó al suplicio y al final, incluso con dudas; usar el circuito resulta más cómodo que pensar.
Quién sabe cómo halla cambiado el procedimiento, la valoración que muchos llaman «moral», pero con máquina o sin ella. Creo sinceramente que la bondad y la maldad se deciden aquí con tantas y las mismas bases que en lo que durante mi vida llamé «realidad»
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