Gemía en medio de espasmos producidos por su vagina tras las interminables penetraciones que le ofrecía un hombre al que no le alcanzaba a ver el rostro. Tenía la respiración entrecortada, unos deseos desaforados de devorar aquel cuerpo que la dotaba de tanto placer. No preguntaba siquiera el por qué de esa situación tan inusual en su vida de viuda. Sólo quería escuchar un te amo. Un te quiero. Un poco de todo aquello que se le había llevado la muerte. Las contorsiones se hacían más fuertes. Su cuerpo quería quebrarse como una tabla de surf a la que le cae encima la más grande ola orgásmica. En medio de todo ese caos sexual que experimentaba, Yocasta, y que ya comenzaba a disminuir, escuchó con más fuerza los gemidos lejos de ella, como si no le pertenecieran. Como viniendo de la habitación de al lado donde dormía su hijo. Ese sonido placentero que creía emitir y que ahora no parecía pertenecerle la llenaba de angustia. Sintió pasar largo tiempo sumida en esos sentimientos. Se acordó del hombre que le hacía el amor. Lo miró nuevamente. Los ojos se le hincharon queriendo salir de sus cuencas. Un nudo de aire se arremolinó en su garganta. El horror al descubrir que era su hijo quién la fornicaba la hicieron despertar casi con la intención de vomitar el corazón. La impresión de tan inimaginable sueño era terrorífica. Sin embargo solo era un sueño y » los sueños sueños son». Eso había escuchado decir, y eso se dijo para tranquilizarse. Pero aun así continuaba escuchando los gemidos y suspiros femeninos venir desde la habitación del pequeño Edi. Rápidamente se levantó de la cama. Caminó por el pasillo. Se detuvo frente a la puerta de la habitación vecina. Acercó la oreja y la mano simultáneamente a la estructura de madera. Giró de la perilla y se lanzó tempestivamente con la decisión de terminar con lo que según su consideración era una falta de respeto para su hogar, meter mujeres a la casa para ese tipo de actos mundanos. Tras su repentino ingreso, el niño saltó asustado de enfrente de la pantalla del computador donde veía pornografía en vivo y chateaba con desconocidos por internet, mientras se masturbaba luchando con el sueño y el ocio. No había existido en la vida una situación más penosa para Yocasta y su pequeño hijo Edi. El chico se había conectado toda la noche y a pesar del susto y de la vergüenza que sintió, nada pudo hacer para no descargar todo su contenido seminal a los pies de su mamá.
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