A mi me enseñaron que Dios, está en todas partes. Pero reside en el cielo. Por eso elevo mis oraciones, juntando mis manos y mirando hacia arriba, por si, el me escuche. Hace dos años, solo le vi la espalda a mi amor, cuando dobló en la esquina y jamás volvió.

Solo, triste y abatido, no medí los tiempos en que oré de esa manera hasta que me refugié en el sistema tecnológico del servicio de internet, algo que ignoraba, pero que pronto aprendí. 

El mundo se me abrió de palmo a palmo, jamás me volví a sentir solo y hasta mantuve soledades compartidas. Un día, un delicado golpe a mi puerta, me anunciaba una visita. Al abrir, mis ojos se encantaron, mi alma se conmocionó, mi corazón aceleró su ritmo. No pude hablar. Sus negros cabellos azabaches, caían como una cascada sobre sus hombros blancos y tersos. Tenía la mar en sus ojos y dos fresas carmín en sus carnosos labios. María, era su nombre. La misma con quién nos comunicábamos entre Madrid y mi Argentina, amiga del chat de largas noches de charlas entre odas y elegías, confesas penas y soledades de aquellos abandonos, sufridos de ambas partes.

Se quedó poco tiempo, aunque muchos placeres vividos, lo convirtieron en una eternidad de gozo y felicidad. Tanta felicidad que apenas a los dos meses, no se cómo llegué a Madrid detrás de sus pasos, tocando su puerta, abriendo los brazos hasta estrecharla en mi pecho. Sequé sus lágrimas. Esas lágrimas no de pena, sino de alegría. Alegría de verme sin anunciarme, ni ella esperar por mi.

Por varios días recorrimos las calles madrileñas, degustamos comidas con el sabor de los mariscos y en el museo Del Prado la pedí en matrimonio. Aceptó hasta mi enamorado reto de vivir en mi pueblo de Tucumán, al norte de la República Argentina.

Hoy, tenemos dos niños que hablan una mezcla del español de ella y el mío. Dos tesoros que tenemos como en el baúl de un amor que nació de la nada y conforma el todo de dos vidas que, angustiadas, lograron la felicidad que todo el mundo ansía. 

Cada vez que oro agradeciendo la dicha conseguida, repito sin cesar: «Padre nuestro que estás en los cielo, Dios Mío, que también estas en el aire de la tecnología, gracias por escucharme»

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