Entré en el salón y los vi allí de pié, eran mellizos. Él, más bajito, me sonreía con unos dientes separados y diminutos. Era rubio, esbelto y con una cara de ingenuo bonachón. Ella, un poco más alta, tenía el pelo lacio y unos ojos tristes. Su mirada lincea lo escrutaba todo como si fuera ya un adulto. A pesar de llevar un vestidito blanco y azul con unos lacitos dorados, su inteligencia la hacía más madura. Me di cuenta de que aquel espectáculo, aquellas dos nuevas personas que se preguntaban quién era yo, quién eran ellos y por qué habíamos llegado a encontrarnos tenía una explicación, como su propia existencia, muy azarosa.

Dos años atrás, cuando era lo suficiente joven como para salir por las noches hasta las cinco o las seis de la mañana, mis borracheras se sucedían sin rebozo. Una noche salía de casa como cualquier viernes y antes de marcharme me dirigí al salón para avisar a mi hermana, quería que le dijera a mis padres que volvería como siempre muy tarde.

 Ella estaba sola en el sofá, ligeramente deprimida. Después de una relación de cinco años había roto con su novio. Ahora, con treinta y cinco años, no sabía muy bien qué hacer. Sus amistades de la universidad ya quedaban lejos y las noches con sus compañeras de trabajo no parecían ser fructíferas en lo que a ligar se refiere. Estaba cansada de los pubs, las discotecas y la noche en general. ¿No eran el peor lugar para conocer a alguien? se preguntaba. La vi alicaída y removiendo una leche ya fría mientras veía un programa de televisión. Un grupo de famosos hablaban de su vida privada al tiempo que se cruzaban improperios. Aquel insulto para su inteligencia suponía, para variar, un desprecio para el telespectador. Sin embargo, su problema era otro, la soledad era uno de sus mayores vectores de depresión. Estaba pasando por una crisis de mediana edad y lo que necesitaba era cambiar de aires, en definitiva conocer gente nueva.

Miré el reloj con rapidez y le dije.

Te voy a descubrir un mundo.

Ella confundida me dirigió la mirada.

Sí, ven aquí, rápido. Deja esa basura.

Mi hermana, a sabiendas de que nada se perdía allí, me hizo caso.

La llevé hasta mi ordenador. Ella, diez años mayor que yo, desconocía la mayor parte de usos que se le pueden dar a Internet. Abrí una página web de contactos y elegí entre varios canales de chat, amistades, treintañeros etc…

Al final me decanté por abrir el canal correspondiente a nuestra ciudad. Le puse entre bromas un apodo, Hermanita30. Y se puso a chatear.  Muy curiosa empezó a descubrir lo que era enviar un privado, acceder a otra sala de chat o una kedada.

El tiempo pasó, yo acabé COU y me dieron una beca para estudiar en el extranjero. Un día, en el otro lado del mundo, recibí un email de mi hermana. Me daba las gracias por ese pequeño gesto que ya ni siquiera recordaba. Había seguido hablando con gente a través de ese canal de chat. Y a los pocos días había comenzado a hablar con un chico. Al parecer el joven había puesto en su apodo que regalaba gatas. Mi hermana, de broma, le había dicho que aquello sonaba a truco para ligar. Después de mucho chatear decidieron quedar y conocerse. Él era un cocinero amante de los animales y aquellos dos niños que me miraban era el resultado de todo aquello.

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