<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» /> 

¿N

unca te has preguntado a cuántas personas conoces?… ¿Cuántas?, ¿veinte?, ¿cuarenta?… Si incluyeras a aquellos con los que te cruzas casi a diario, en el ascensor, en el kiosco de prensa, al subir al autobús, o en el súper más cercano, ¿cuántas serían entonces? ¿Cien? ¿Doscientas?… En la ciudad de Madrid viven más de seis millones de personas ¡Seis millones! Seis millones de desconocidos que igual que tú, sueñan, se levantan, viajan en metro o autobús, atoran las vías con sus automóviles, pasean, trabajan, compran, comen, beben, duermen… Estos seis millones de anónimos madrileños viven apretados en veintiún distritos municipales, cada distrito es un puzle de barrios diferentes, cada barrio un enorme laberinto de calles. En este inmenso puzle urbano de veintiuna piezas hay una cuya silueta parece la cabeza de un elefante con la trompa levantada hacia arriba, el distrito Arganzuela, y dentro de él, en una zona que podía ser la oreja del paquidermo, se levanta el barrio Atocha. Un trozo de este barrio, repleto de viviendas humildes, de aceras sucias y tristes, privado de zonas verdes pero sembrado de escombreras, donde los niños juegan sucios en las calles y los perros sin amo aun consiguen sobrevivir, está a punto de ser sepultado por las obras de un ambicioso proyecto arquitectónico: el Plan de Reordenación Urbana APR 02.06. En los bocetos de los informes técnicos municipales se dibujaron modernos edificios de diecisiete plantas donde solo había una vieja imprenta y las naves abandonadas de los almacenes AGISA, se trazaron modernas oficinas de fachadas acristaladas donde permanecían cerrados un taller mecánico de umbral rojiblanco y una apolillada tienda de ultramarinos, se trazó un pasillo ferroviario para las líneas de alta velocidad que precisaba cruzar los patios y los tendederos de los residentes más veteranos, y se parcelaron más de cien mil metros cuadrados de suelo que quedarían disponibles para uso industrial cuando los bloques de viviendas que molestaban quedaran reducidos a escombros. Esta batalla comenzó el siete de enero del año dos mil dos con la firma definitiva del proyecto, diez años después ciento sesenta y una familias habían sido desalojadas de sus legítimos hogares, manzanas enteras de viviendas habían sido arrasadas, se habían demolido empresas y pequeños negocios, y la máquina del progreso continuaba sin piedad arrancando árboles, sepultando patios y pequeños jardines, y ocultando caminos tan antiguos como la raza humana.

               En lo que fue la calle Alamedilla, borrada ya en los callejeros actuales, hay un ruinoso y solitario edificio gris de cuatro viviendas repartidas en dos plantas con un único superviviente en su interior. El edificio resiste en pie en el centro de un extenso campo de batalla donde todo ha sido ya arrasado por las tropas constructoras. En la barriada todo es amarillo, del color que había traído el otoño con sus máquinas de demolición. Es de noche y en una de las pocas ventanas que no habían sido tapiadas con ladrillos se puede ver la triste silueta de un hombre anciano recortada en la penumbra del interior de la vivienda. La luz de las obras ilumina su rostro, inmóvil y cansado; solo sus labios se mueven, lentos, y también cansados.

 

 

 

Viernes

 

-N

o sé cómo nos apañaremos este invierno; el último hizo tanto frío que hasta los pájaros se caían muertos de los árboles, ¿te acuerdas?… Sí, será crudo. ¿Te has fijado?  -pregunta mirando lentamente a su alrededor-  Apenas nos quedan muebles, y éstos del salón están enteros porque no creo que prendan en la estufa. ¡Bueno!, aun podemos mirar por la ventana… ¿para qué más?, ¿para qué queremos una persiana si ya no hay farolas? ¿Y cortinas? ¿Quién necesita cortinas? Así podemos mirar la calle. Siempre hay algo que mirar, aunque la calle esté solitaria, allí al fondo, por el trocito de autopista, nunca dejan de pasar coches, siempre, sea la hora que sea. Coches y más coches. Incluso de madrugada. No puedes contar hasta cinco sin que antes pase un maldito coche. Parece mentira la cantidad de gente que tiene que pasar por allí. Cuando nos vinimos a vivir a este barrio solo había gatos y todos esos modernos edificios eran un descampado donde jugábamos entre las montañas de escombros cuando éramos chavales ¿Sabes? Cobrábamos peaje a todo el que nos dejaba delante del edificio su basura echándoles tachuelas del taller de los Perea para pincharles las ruedas, o les tirábamos piedras a las lunas escondidos entre los montoncitos de desperdicios que iban creciendo a la par que nosotros. Los que éramos del barrio no teníamos esos problemas, casi ninguno de nuestros padres tenía coche, y muchos, ni siquiera padre. Sí, parece que fue ayer y han pasado tantos años… Las madres viudas sacaban sus sillas al sol de la tarde, vestidas de negro, con los últimos hijos que dejaron sus difuntos agarrando toda la mierda que se esparramaba por el descampado.

¡Niño! ¡Niña! ¡No te metas eso en la boca! Eran los gritos de aquellas tardes tan lejanas.

Una de ellas. La Juana. ¿Te acuerdas? ¡Vaya! Perdona. Olvidaba que tú aún no habías nacido… La Juana, como te decía, era la más odiada por todos. Nos pinchaba la pelota si nos poníamos a jugar junto a su pared. Decía que la molestábamos. Nosotros, cuando tendía las sábanas en las cuerdas que iban del enorme poste de la compañía de luz al triste madero de la telefónica se las embarrábamos a propósito salpicando los charcos con nuestra pelota. ¡Mira! ¡Allí!… Entonces aun tenía cables.

Pobre. Ahora la entiendo. A mí me molestan los cañonazos de esas máquinas que están acabando con todo. Si pudiera, yo también les pincharía las ruedas. Pero… ¿te has fijado? No tienen ruedas. Son como tanques. ¡¿Has visto, Rufo?! ¡Nos han enviado al ejército!

 

               El perro se sube al alfeizar de la ventana con una agilidad admirable y contempla las máquinas excavadoras devastando un grupo de árboles de abatidas ramas que él tenía marcados con sus meadas. Es un perro sin raza, de piel canela, con pelaje grueso y corto no apropiado para el frío, sus patitas son escuálidas y muy breves, todo su cuerpo apenas levanta dos palmos del poyete. Su carita es como la de un cachorro de mono, con hocico de mofletes oscuros y ocho pelos largos pinchados en ellos, más abajo, dos puntitas curvadas de marfil asoman entre sus mandíbulas. Sus ojos son dos canicas azabaches que sin parpadear miran tristes a su amo.

Él, con la mirada fija en la distancia, recuerda la tristeza de los que partieron; sus llantos, son los chorretes de inmundicia que ensucian ahora las viejas fachadas. Los ojos del viejo van repasándolo todo, lo que queda en pie y lo que falta, las escasas ventanas que se conservan intactas y las personas que le saludaban tras ellas; las chimeneas negras en las azoteas y los olores del barrio. En un breve silencio escucha los timbres en el calor de las viviendas apuntando con los ojos apretados hacia los olvidados pulsadores de los portales, los ecos de las madres llamando a los muchachos que hacían rebotar una pelota contra los viejos muros desconchados… sintiendo una espeluznante tristeza al contemplar tanto abandono, mirando y recordando, recordando y pensando, qué día mereció aquel castigo, qué fue tan imperdonable…, mientras esa pelota suena como un gastado reloj de péndulo dentro de su cabeza.

 

Alrededor de la casa la contienda obrera había establecido una organización estratégica, creando varias zonas diferenciadas y funcionales. En la zona este, junto a las vías de tren que unen la estación de Atocha con la de Méndez Álvaro, hay una amplia extensión de terreno allanado donde permanecen acampados los barracones portátiles de los obreros. Tienen ventanas herméticas, aire acondicionado, calefacción y ducha; muchas más comodidades que la casa del viejo. Más adelante se apila el armamento pesado: vigas de hierro, de ferralla, planchas de mallazo, zapatas de hormigón… En el centro, la zona está bombardeada por oscuros agujeros que ahora parecen fosas esperando sus respectivos féretros, pero que en breve serán los nuevos cimientos del imparable progreso. Al oeste duermen aparcados varios camiones en fila con sus volquetes vacíos; el Viejo piensa que están allí esperando su derrota, preparados para remolcar los últimos restos de su vida. También hay varias hormigoneras, máquinas excavadoras y enormes tráileres con grupos electrógenos.

Todo el perímetro está vallado con paneles de acero entramado que se sostienen encajados en los agujeros de unas bases de hormigón; parecen zapatos grises, como si la valla tuviera pies y esperara órdenes para echar a andar y ensanchar sus dominios. Cuando la valla llega a las proximidades de la casa da un rodeo para esquivarla y regresa por su anterior trayectoria para continuar delimitando su territorio. Viendo su trazado se diría que es la casa la invasora pero lleva ahí desde mucho antes que colocaran el orgulloso cartel anunciando el proyecto urbanístico, incluso desde mucho antes que nacieran los obreros y los padres de los padres de los obreros que lo colocaron.

Más allá, al otro lado de la valla, en los últimos restos de lo que fue su barrio, los balcones cuelgan de los edificios que quedan por derribar como hojas caducas esperando el otoño. Entre sus oxidados barrotes pueden verse macetas mustias y jaulas vacías que los gorriones en libertad miran con añoranza desde las moreras más cercanas, aquellas que por la suerte de escasos metros habían quedado fuera del rin trazado con estacas y cordeles, y más tarde, cercado con alambres.

El Viejo continúa frente a la ventana, su rebeca de lana marrón y sus pantalones verdes de pana tienen el mismo color marchito en sus codos y sus rodillas. Es alto, delgado, de ancho tórax y hombros vencidos; su espesa cabellera blanca está peinada hacia un lado y va tornándose gris al unirse con la barba y el bigote a través de unas firmes patillas. Una pronunciada nariz romana divide su mirada, penetrante, pequeña, de ojos hundidos y claros, y en las arrugas que confluyen en las comisuras de sus párpados se aprecia cómo la vida, durante mucho tiempo, frunció su carácter para enfrentarse a ella. Cuando piensa, cuando duda, o cuando está triste, su boca desaparece entre los cabellos más grises de la barba, y las arrugas de antes se cierran como las varillas de un paraguas. La serenidad todavía reina en su semblante y su melancolía sabe que la vejez le sorprendió en esa misma ventana, por donde entró la nieve que un año cubrió sus espesas cejas, la barba y los cabellos que envuelven su formidable cráneo. Todo es gris y blanco en él, y viejo, tan viejo, que mirarle es como mirar una foto en blanco y negro.

Con sus ojos enrojecidos y los iris en gris claro el Viejo contempla las gigantescas grúas enemigas que agarran, acarrean y sueltan toneladas de armamento para el abastecimiento de las tropas invasoras. Desde donde él las mira parecen tan frágiles que bastaría un leve impulso con uno de sus dedos para derribarlas, pero puede ver en los puntales de sus mástiles ondear una banderita de victoria que al Viejo se le antoja como la más cruel provocación.

-¡¿Es que no van a respetar nada?! -grita al cristal que vibra con los temblores de las máquinas, vibra tanto, que parece que va a romperse, como el del dormitorio, donde el Viejo ya los sustituyó por unos cartones gruesos. Mira los últimos edificios vacíos que acorralan su ruedo de sangre y arena y se vuelve hacia el perro.

– Estamos solos, Rufo. Solos. Todos se fueron… Pero no podrán con nosotros.

El perro se envalentona, mueve el rabo y ladra un par de veces a los cristales.

 

 

 

    E

l supermercado tiene un enorme cartel amarillo rotulado con grandes letras rojas donde puede leerse: Gasta Menos. Las puertas son de cristal y se abren con cortesía al paso de los carritos. El que está en la puerta es un joven delgado con mala pinta, ropas sucias y rotas, pelo largo y desaliñado, y ojos de no recordar nada del día anterior. Su destartalada dentadura es lo que más espanta a sus clientes pero él siempre sonríe extendiendo su mano cuando alguien pasa a su lado.

– Unas moneditas, por favor.

               El mundo le ignora… pero no le duele. Se mira en el escaparate del supermercado por si ya sus huesos se hubieran convertido en un fantasma y sonríe a la única cajera que no esquiva su mirada. A veces, cuando no pasa nadie, canta, y en los momentos más tristes, en los más aburridos, silba la musiquilla que entonaban los enanitos de Blancanieves cuando iban a trabajar a la mina del bosque: ¯Ay-jo, ay-jo…¯; el único recuerdo feliz que guarda de su infancia. Felices eran esos momentos que su madre y él compartían cada noche, felices cuando ella se sentaba a su lado en la cama y sus manos acariciaban sus cabellos antes que crecieran y le dieran el aspecto de un salvaje, felices cuando su suave voz matizaba cada uno de los enanitos del cuento y toda su atención era de su absoluta exclusividad. Aquellos sí que eran momentos mágicos, se olvidaban los chichones y los cardenales del día, se difuminaban los sucios olores del barrio, se apagaban los coches y los sonidos terrenales, y el mundo se reducía a un castillo, una cabaña y una mina oculta en una montaña. Mientras leía casi de memoria aquellas páginas de atrayentes dibujos él sentía que su mirada frenaba el giro orbital de la tierra, la trayectoria de todos los planetas del universo, y los de todos los universos.

En cambio ahora… Ahora solo recuerda la ternura de su cuerpo, su calor, raras veces su olor, apenas su rostro, desfigurado con la erosión del tiempo… pero puede escuchar perfectamente las voces alcoholizadas de su padre por las escaleras del portal, cuando el libro se cerraba apresuradamente y el mundo volvía a girar más deprisa que antes; regresaban los olores a alcohol y a cocina de bar y aquel enanito tenía que taparse con la almohada para no escuchar los golpes, los insultos y los muelles de una cama cuyos chirridos tapaban los gemidos de su madre. Había una vez una malvada reina que vivía en un castillo, así empezaba siempre su relato, y siempre era interrumpida por los ultrajes de él; a veces iban los enanitos cantando de la mina a la cabaña cuando su padre regresaba con la manzana envenenada que su madre cenaba cada noche; otras, la misma tormenta que anticipaba la presencia de la bruja sonaba en el salón con el primer portazo de él; y la noche que más tardó en volver, Ángel lloró al saber que Blancanieves moría envenenada. Después, murió también su madre y aquellos enanitos, aquella bruja, aquel espejito mágico fueron enterrados para siempre. Demasiado pronto.

Un niño de diez años apenas tiene más obligaciones que ir a la escuela y jugar con sus amigos, y al volver a casa tendrá su plato de comida en la mesa y sus juguetes esperándole en el dormitorio; sus padres le compraran la ropa necesaria y le llevarán al médico cuando sea preciso. Un niño de diez años no tiene que preocuparse de donde saldrá el dinero para comer al día siguiente, o al otro; en cambio, a esa edad, Ángel salía a la calle día tras día para alimentar a su padre alcohólico y poder llevarse él también algo a la boca. Creció pidiendo o robando comida en las cocinas de los restaurantes o en los camiones que traían la fruta y el pescado a las naves de Mercamadrid, y con solo dieciséis años, junto a los mayores que seguían los pasos de sus respectivos padres alcohólicos y drogadictos, descubrió que en las calles de su barrio lo único que fiaban era heroína; que además de quitar el hambre hacía olvidar la triste realidad de su triste vida.

               Ahora ese niño tiene veintisiete años pero el aspecto de su envoltura supera su edad. Si un zorro recorriera la estepa de su rostro calmaría su sed con miedo en los charcos negros y tristes que forman sus ojos; se cobijaría de la noche en su nariz, recta y afilada, contemplando, desde aquellas oscuras guaridas los estrechos y pequeños labios, suficientemente pálidos para confundirse con el resto de la piel. Esos labios resecos esconden la inmundicia del proscrito, la basura podrida en los dientes que mordieron la escoria, la misma que acabó taladrando las venas de sus brazos hasta hacer de él un viejo, un enfermo alimentado únicamente de suero, un diabético que arrastra donde va su jeringuilla de insulina. Nuestro zorro cruza las vaguadas de sus mejillas y nota la dureza del terreno, los forzosos ayunos han erosionado ese rostro; cruza la estepa y se camufla en su pelo, donde se pierde su rastro. Y no cabe pensar en otro animal pues la cabellera de Ángel es como la melena de un zorro, salvaje y abundante, castaña y morena, que a veces cae inclinada sobre sus espesas cejas negras y otras retrocede descubriendo la huesuda y cadavérica frente. Los cabellos más largos llegan a tocar los hombros de una cazadora de cuero negro, tan roída como sus pantalones vaqueros, con un desteñido ying yang en la espalda hecho con desatinado pulso. En ese cuerpo, moldeado por el hambre y la heroína, asoma un pudor de ángel, en su sonrisa, la barbarie de un demonio, pero los hoyuelos de sus pómulos aun parecen esperar ese beso de buenas noches que siempre quedaba pendiente tras cerrar el libro de los cuentos…, y es que la vida obligó a este pobre corderito a vestirse con piel de lobo.

Aquella tarde no se había dado mal, Ángel había sacado lo suficiente para comprar una litrona de cerveza fría, una lata de fabada y media barra de pan; y en las zigzagueantes trayectorias que obligaban recorrer las alargadas filas de estantes pudo devorar un par de Panteras rosas sin que ningún empleado le pillara.

               Su cuerpo enjuto y algo curvado hacia delante camina despacio por la ciudad, los huesos de sus manos sujetan la bolsa de plástico que contiene su sueldo. Al cruzar una ancha avenida las aceras enlosadas, los bancos de madera, e incluso las farolas, desaparecen de su camino, las obras invaden toda la barriada y sus pies empiezan a hundirse en el barro de una senda que corre entre la tierra arrancada y amontonada por las máquinas. Está anocheciendo y los poderosos brazos de las excavadoras siguen venciendo el pulso a las raíces de la tierra. Ángel puede ver luz en la ventana del viejo, la única encendida en la desolada fachada. Cruza los adoquines que marcan el nuevo trazado de aceras y calles y llega al portal. No hay luz en las escaleras pero Ángel sube con confianza.

– ¡Viejo! ¡¿Has cenado hoy?!

La puerta está entornada.

– ¡Vamos, Viejo!, ¡enciende el infernillo! ¡Hoy cenarás como un rey!

               El Viejo no contesta, le mira y le sonríe con una mueca cariñosa y dolorosa al mismo tiempo. El joven va dejando sobre la mesilla del salón la botella y la lata, y Rufo, que desde el suelo no pierde detalle, empieza a relamerse al ver las apetitosas judías de la etiqueta.

– Estas son del Litoral. De muerte, Viejo. Las mejores.

               Abre la cerveza y pega un largo trago.

– También traje pan.

– ¿Te quedarás hoy a cenar conmigo?

               Caminan juntos entre las grietas del pasillo en penumbras, la luz va borrando sombras en sus rostros con cada paso que avanzan. En la cocina los fogones están tapados con un trozo de madera, donde descansa un viejo infernillo azul de gas. Al mismo nivel empieza la ventana sin cortinas ni persiana, cuyos cristales recuerdan irremediablemente el bombardeo que sufre el barrio. Al lado izquierdo, sobre los viejos azulejos blancos que mueren a un metro del techo, cuelga un calentador de gas butano con su corazoncito azulado encendido. Alguien activa el interruptor de la pared, el fluorescente del techo parpadea un par de veces y se queda a medio encender, no necesitan más luz, el Viejo gira el grifo y éste se queja con un prolongado chirrido que recorre las cansadas tuberías, como el silbato de un tren perdiéndose en un túnel. Se quedan en silencio, escuchando como aquel prolongado gemido atraviesa las paredes, se aleja, y se extingue más allá de sus dominios, en las viviendas vacías, donde duermen los vagones que esperan ser remolcados de nuevo algún día. El Viejo rellena de agua turbia el fondo de un cazo ennegrecido y lo coloca sobre la llama azul que ha encendido el joven con su mechero. Ángel está abriendo la lata sin separarse de su litro de cerveza.

– Aquí hay para los dos  -dice el Viejo mirando la lata abierta que le llega a sus fuertes y arrugadas manos- ¿Te quedarás?  -le pregunta sumergiéndola en el agua del cazo.

– Ya cené, Viejo.

– ¡Quién lo diría! Cada día te quedan menos huesos. Y tienes menos carnes que un galgo  -los reflejos de las llamas colorean de azul sus córneas  -¿Cuándo dejarás de meterte mierda?

– Ya Viejo, ya. Lo sé. Sé lo que vas a contarme, me lo has repetido miles de veces  -bebe otro trago y se limpia con la manga de su cuero-   ¡Venga, Viejo! Ya sabes que es lo único que me tranquiliza.

– Eso mismo decía tu padre, y mira… ya sabes cómo acabó.

– ¿Y qué si acabo como él? Yo no tengo mujer ni hijos. Si la palmo, estaré solo. Nadie podrá reprocharme nunca nada. Como tú, Viejo. Estamos solos. ¿A quién le importa si me pincho? ¿A quién le importa si has comido hoy? Estamos solos, Viejo. Nos dejaron solos.

               En el salón vibran los cristales con el zumbido del generador que los obreros instalaron junto a su fachada. La bombilla del techo está apagada pero por la ventana entra el hiriente resplandor que escupen las torretas de focos. La tierra vallada parece una gigantesca cama de hospital sobre la que va a realizarse una importante operación quirúrgica, allí donde afanosamente apuntan las luces de las máquinas los obreros extirpan la tierra para extraer al nuevo engendro que paso a paso irá creciendo por encima de la ciudad.

               Mientras se estremece el suelo y los cristales el Viejo y Ángel comen la fabada bañados por la dramática y amarillenta luz de los focos, sus sombras se prolongan desde la mesa hasta la pared, donde las cucharas son también palas excavadoras acarreando las mismas piedras de la obra. Después de cenar en el escaso silencio que permitía la arrolladora civilización Ángel saca de su bolsillo una pelota de papel plata y la desenrolla cuidadosamente, reparte unas colillas con el Viejo y empieza a liarse un cigarrillo.

– Esto es vida, Viejo  -dice soplando el humo que pasa de gris a azul según va cruzando las franjas de sombra y luz- Buena comida y buen tabaco.

               El Viejo termina de liarse el suyo y lo guarda tras su oreja.

– Y luz gratis.

– Es la luna, Viejo. Desde que tiraron el barrio se ve la luna. Antes no se veía.

               Se miran, y en ese momento suena una sirena, las voces y las carcajadas de los obreros llegan hasta la misma pared del salón, como si estuvieran cruzando el pasillo. Cuando Ángel consume su última calada el zumbido se atenúa y el salón se queda a oscuras, después, sin despedirse ni decir nada, desaparece en la oscuridad de la vivienda. El Viejo mete la mano en el bolsillo de su rebeca y saca un transistor. La carcasa de plástico, que un día fue azul, está estrangulada por cintas de celofán amarillentas, da tantas vueltas a su alrededor que el aparato parece una momia. Un dedo, gordo y arrugado, con la uña aplastada contra la carne, gira una de las dos ruedecitas. Suenan ruidos de otros mundos y el viejo siente en su mano el poder de todo el universo. Se levanta, se acerca a los cristales y con la rueda va sintonizando las voces que desde la noche vuelan hasta su ventana: mundos futuristas de música electrónica, debates sobre estrellas de fútbol, voces extranjeras, cítaras con laudes árabes,… su mirada perdida en el cielo, sus labios hablando con su alma, su dedo temblando y gobernando el timón de su viaje espacial hasta reconocer la voz que busca, una voz dulce y tranquila de mujer, bálsamo de bienvenida para su triste y solitario corazón… y entonces sus ojos bajan del cielo a la tierra.

 

Xð -Sí, buenas noches…

– Buenas noches viajero de la noche ¿me escuchas?

– Buenas noches, Paloma.

– ¿Con quién hablo?

– Soy Aries.

– Hola Aries, ¿desde dónde nos llamas?

– Desde Barcelona. Estoy en casa, acabo de llegar del trabajo.

– ¿A qué te dedicas, Aries?

– Soy… no sé si puedo tutearla, Paloma.

– Por favor.

– Te oigo todas las noches, tenía muchas ganas de hablar contigo.

– Muchas gracias amigo Aries, dinos, ¿a qué te dedicas?

– Soy policía. Policía de tráfico. Y no me siento bien con mi trabajo.

– ¿Quieres hablarnos de eso?

– Sí.

– ¿Qué quieres contarnos? ¿Cuáles son los principales problemas a los que se enfrenta un guardia de tráfico cada día?

– ¿Problemas? Ni te imaginas, Paloma. Me han llegado a decir de todo. Que ojalá me pusieran a mí tantas multas como las que llevo puestas, que por qué no me voy al cementerio a poner multas a mi madre, y muchas cosas más que mejor no cuento. Muchas noches no logro dormir. No puedo evitar pensar que soy una especie de ogro, que sería mejor que no me levantara de la cama, que muchos iban a agradecer que por un día este mierda de policía no pusiera multas. Discuto con la gente. Hay tantos que me desean el mal…

– ¿Crees que serías más feliz si tuvieras otro trabajo?

– No sé. Creo que sí.

– Pero un guardia de tráfico es importante. Nos salvan de atascos, velan por la seguridad de las carreteras, protegen a los peatones.

– Ojalá todos pensaran así. A mí me han llegado a amenazar.

– ¿Te han amenazado por ejercer tu trabajo?

– Hace dos días alguien pintó mi coche con espray.

– ¿Te pintaron el coche?

– Me pintaron: CERDO. En letras grandes. Y tuve que llevar a mi hija así al colegio.

– ¿Te pintaron “cerdo” en el coche?

– Para ella fue una humillación. Me dijo que se avergonzaba de mí… Mi propia hija”.   ïW

 

               El transistor ha pasado de la rebeca al alfeizar de la ventana. El Viejo agarra el cigarro apuntalado tras su oreja, saca una caja de mixtos de su bolsillo y lo enciende.Las máquinas descansan esparramadas sobre el terreno, ahora parecen inofensivas, como los juguetes que un niño ha dejado olvidados en el parque junto a las montañas de arena con las que jugaba.

 

               Xð“… resulta muy triste que una llamada acabe así, en llanto. Un beso muy fuerte amigo Aries, y gracias por llamarnos, seguro que alguien puede darte ánimos esta noche. Puedes ser tú, que nos escuchas desde tu dormitorio, o tú, que formas parte de esta familia que trabaja durante la magia de la noche. Las líneas están abiertas para todos vosotros. Nueve uno cuatro, siete veintiséis, siete veintiséis… llámame. O puedes sumarte a esta enorme comunidad de “chatines” y “chatinas” conectándote al chat de nuestra página, tres uves dobles, punto, radio universal punto com. O puedes “tutearnos” en, el baúl, guión bajo, erre, u, ene. O hacer como nuestra querida amiga sukas806, que nos mandó un correo electrónico a el baúl, arroba, erre, u, ene, punto com. Un correo que os voy a leer mientras suena este Claro de Luna de Beethoven.

Dice así:

Cuando se acuesta el hombre de campo, el labrador, el campesino, ha dejado su semilla en la tierra de labor, sus frutos en sus despensas a salvo de roedores y sueña iluminado por la luna o la luz de las estrellas con sus futuras cosechas… Cuando se acuesta el hombre de ciudad, ha dejado su ley, su soberbia y su egoísmo sembrada por toda la tierra. Se encierra bajo llave, y no duerme en paz, los ruidos de su propio mundo le atormentan, las deudas de su codicia le desvelan. Y suenan las radios en la noche. Y lloran los corazones conectados a esos oídos.

Gracias amiga sukas806. Es precioso. Aunque espero, queridos viajeros de la noche, que a vosotros no os desvelen las codicias ni las deudas… Es la una y cuarenta y cinco de la madrugada y estaremos contigo, escuchándote, hasta las seis. Tenemos siete grados de temperatura en el exterior de nuestros estudios y, es un momento ideal para cumplir el deseo de otro amigo anónimo que nos llamó la noche pasada. Amigo anónimo, aquí tienes tu canción, espero que estés escuchándonos en alguna parte de la noche, quizá conduciendo sobre alguna carretera… quizá caminando… o trabajando… o simplemente contemplas desde tu ventana la ciudad… o la lluvia en los tejados de algún pueblo. Donde quieras que estés amigo anónimo, ya sabes donde vivo, número siete, calle melancolía”.

 

<?xml:namespace prefix = v ns = «urn:schemas-microsoft-com:vml» />             -Como quien viaja a lomos…

 

               El Viejo permanece como una estatua pegado al cristal. El salón está a oscuras pero en sus ojos brillan los brotes de unas lágrimas, no quiere que resbalen por su mejilla y permanece con los ojos abiertos mirando al perro guardián del vigilante olisquear entre los escombros. Es un dóberman negro, de patas gruesas y tan musculosas que provocan incómodas ondulaciones en su caminar. Mira a Rufo, que se ha quedado dormido con el hocico dentro de la lata de fabada, y piensa que apenas serviría de aperitivo a esa fiera. No hay nadie en la calle, la ciudad parece desierta, aunque por la autopista siguen circulando coches. La explanada en obras está débilmente iluminada. Un pequeño televisor colorea frenéticamente la caseta del guarda y puede ver al vigilante cabeceando en su silla. Se agacha, retira la lata de fabada al perro dormido y sacude en ella la ceniza de su cigarrillo. Todos duermen, hasta los brazos de las máquinas reposan sus puños sobre la tierra.

 

Vivo en el número siete,

calle Melancolía.

 

               Hasta el portal llega el sonido de las ondas de radio. Ángel está sentado en los primeros peldaños de la escalera. De los seis buzones grises que cuelgan de la pared ha abierto uno de ellos. No hay carta, simplemente guarda en él sus herramientas, una botella de agua, una cucharilla y la jeringuilla. Ahora tiene remangado el pantalón y con el mechero calienta la cuchara; infernillo y cazo. La heroína se licúa y la absorbe con la jeringa. En penumbra, golpea y  comprueba que no hay burbujas. Tantea en su gemelo la vena y clava la aguja contrayendo sus ojos.

Permanece un rato sentado sobre los escalones con la mirada perdida y un gesto de dolor. Poco a poco su cuerpo se relaja, se ablanda, los dedos de sus manos cuelgan inertes de sus rodillas y el peso de la cabeza va venciendo el rigor de su cuello; por un momento parece que va a quedarse dormido.

De repente, como si despertara de un mal sueño, se levanta precipitadamente, sale a la calle y empieza a caminar. Nada más separarse de las vallas que destierran al último edificio de la que también fue su calle llega al puente de Pedro Bosch. Su rumbo es incierto, tanto que su cuerpo se tambalea de vez en cuando. Deja atrás su barriada, sus pies, abiertos al caminar, pisan ahora un sector más moderno y funcional de la ciudad. Desde el cielo, las naves de los comercios Hipercor y de los cines Cinesa son como esos chips negros que llevan las tarjetas electrónicas, rodeados de pistas y ordenadas avenidas, de edificios que parecen condensadores electrolíticos. Los luminosos de las fachadas y los intermitentes semáforos son pequeños leds rojos y verdes que parpadean indicando que el circuito está activo, y las infinitas construcciones que asoman en las avenidas representan todos esos componentes y pequeños cachivaches que abundan en estos circuitos. Por el día viajan los enanitos por sus modernas y rápidas pistas de cobre, entrando y saliendo de los chips, cumpliendo cada uno con su programa; son trocitos de un infinito código binario que va y viene por toda la ciudad. El barrio se conecta con otras tarjetas de fabricación más antigua, con antiguos edificios de oxidadas balconadas que resisten como viejos transformadores de hierro; también con la zona oscura y vacía de su suburbio en ruinas, donde han arrancado los componentes y la placa agujerada espera las piezas nuevas. Hay más barrios, más tarjetas y circuitos, desde el cielo, toda la ciudad parece funcionar perfectamente, tarjeta a tarjeta, distrito a distrito, incluso ahora que todos duermen.

 

 “¡La ostia! Menuda rasca hace esta noche. …Aunque los demonios nunca tenemos frío… Las llamas del infierno nos calientan. Porque yo soy un demonio. Sí. Un demonio llamado Ángel. Una incongruencia más, como mi nacimiento, como mi vida entera. Mi nombre viene del cielo, significa mensajero, pero yo vengo del infierno y ya nunca lo abandonaré. Después de mi dosis, me abrocho mi cazadora, cierro el culo y empiezo a caminar por él, por mi infierno. Me gusta perderme en la ciudad, vagabundear por barrios que no conozco, por calles que no he visto antes, solo así, me siento un poco libre, solo así respiro esa libertad que únicamente los presos conocen. Ando y ando, sin parar, hasta que me duelen los pies, las rodillas…, todos mis huesos. De amores ya te hablé. La heroína. Ella es mi gran amor. No puedo dejar de pensar en ella, ni una puta noche he dejado de amarla… Dime si eso no es amor”.

 

Ángel siente que el puente que pisa flota sobre las vías de tren, diez escaleras de hierro tendidas sobre un lecho de piedras que rajan el barrio con su metal y lo dividen en dos orillas alambradas. De espinos. Hasta los grafitis de ambos lados pertenecen a bandas rivales, a críos pendencieros que esnifan pegamento y se creen los amos del barrio Atocha. Un tren cruza bajo sus pies repitiendo lentamente su traqueteo, cuando se aleja, el incompleto silencio le sume en un pensativo trance. Los efectos narcóticos de su sangre producen alucinaciones en su mente, todo cuanto le rodea, las ventanas de los edificios más cercanos, la soledad de las aceras, los bancos vacíos, el ridículo y absurdo lenguaje de los semáforos, las hileras de farolas repitiendo hasta el infinito sus burbujas de luz, parecen recrear un escenario de cine, una maqueta, un decorado irreal hecho a escala con cartón y madera. Los coches parecen de juguete, los escaparates habitaciones de una casita de muñecas, los pasos de cebra rayas pintadas con tiza, los árboles pequeños bonsáis de plástico, las fuentes de piedra suvenires de saldo; era como si todo estuviera vacío, vacío y al mismo tiempo, hueco.

Lo único real es el viento azotando su rostro y su melena.

 

“¡Mira, Candelas*! ¡Un tren! Es un Talgo de largo recorrido, desde aquí parece de juguete, ¿verdad?… Dentro de él viajan los enanitos, arrastrando en sus maletas un montón de cosas innecesarias. Es el lastre que les encadena a este mundo, la concha del caracol. Nosotros nunca tuvimos maleta, una bolsa de plástico bastaría para meter nuestras cosas. Sí. La pediría en el súper. Reme me la daría. Un día te la presentaré. La tía está maciza. Apostaría medio gramo a que en su familia hay alguien yonqui. Su mirada lo dice todo. Cuando me mira es como si estuviera viendo a su hermano o a algún pariente cercano. Eso se nota. Ya me gustaría que esa mirada no solo fuera por compasión. Es la única que me mira y no esconde su sonrisa al ver la mía. Mis piños podridos no la espantan. Ahora… de eso a querer echar un polvo conmigo… va un abismo. ¿No crees, Candelas?… Ya lo sé, viejo… ¿qué tía querría echar un polvo conmigo? …Me refiero a una que no sea yonqui”.

 

Ángel no para de caminar temblando de frío con las manos encogidas en los bolsillos de su cazadora. Su mirada es pequeña y aguda, como la de los zorros, conversa en voz alta con su delirio, con su sombra, con los gatos que salen huyendo a su paso.

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