Parte Primera. La noche Eterna.
- Prólogo.
La noche caía sobre la Costa del Comercio. En el pequeño pueblo de pescadores, todos guardaban ya los aparejos en sus hogares después de un día agotador persiguiendo los peces escurridizos.
Como cada noche, Darris volvía contento y jovial a casa, con la caña al hombro i su capazo lleno de anguilas. Como cada noche, su sobrino Búgic le esperaba al lado del fuego, ansioso por escuchar el nuevo cuento fantástico que tío Darris le explicaba siempre a la misma hora.
Desde pequeño, el jovencito había admirado a su tío, que decidió establecerse en un lugar fijo después de una vida llena de aventuras. Su padre se marchó a la capital a trabajar, i les hacía llegar un sueldo a casa sin haber aparecido nunca por allí para conocer a su hijo; y su madre había muerto hacía tiempo, cuando aun era demasiado pequeño para darse cuenta. Estas circunstancias habían convertido a tío Darris en una especie de segunda madre, y en un sustituto temporal de padre.
Noche tras noche, se repetía la misma cantinela:
– Tío, explícame una historia!
Y el viejo siempre respondía con estas palabras:
– Búgic, debes irte a dormir… – Pero siempre, mientras lo decía, se iba sentando en su gastada butaca de cuero rojo. Encendía su pipa de madera tallada en graciosas filigranas, miraba ausente las danzarinas llamas o la noche estrellada que se veía a través de la ventana, se estaba unos segundos pensativo y, finalmente, miraba insistentemente a los ojos del niño de tez pecosa que tenia sentado delante, con los brazos alrededor de las piernas. Búgic esperaba expectante desde hacía rato ya, y no lo hacía esperar más.
Siempre empezaba formulándole una pregunta a su sobrino: “¿Has oído hablar alguna vez de la espada más poderosa que jamás ha existido?” o “¿Sabes qué pasó antes de que ningún hombre existiera?”. Búgic siempre saltaba de emoción y negaba con fuerza, entonces tío Darris empezaba a relatar el cuento.
Pero esa noche era diferente. Esa noche Búgic cumplía diez años. En la comunidad pesquera esa edad representaba la posibilidad de que el chico ingresase en una barca grande, junto a la tripulación que solía constar de unos cinco hombres. Búgic era feliz de poder navegar, aunque aun le faltasen dos largos años para poder usar una caña, y cinco para preparar las redes.
Su tío le tenía preparada una sorpresa para esa ocasión tan señalada.
Darris entró en casa como siempre, dejó sus cosas en el sitio acostumbrado y saludó a Búgic.
El chico estaba listo hacía un buen rato, recogidos sus juguetes y olvidados sus regalos de cumpleaños.
– Búgic, ¿Cómo te ha ido el día?
– ¡Muy bien, tío! Casi me olvido del cuento de hoy, pero cuando el sol se ha puesto y todos mis amigos se han ido a casa…
El chico estaba sentado en el suelo, como siempre, en una pose de adoración absoluta hacia su tío.
El viejo lo observó como hacía siempre, con mirada tierna y misteriosa, con un punto de seriedad. Las sombras de la habitación ocultaban su sonrisa burlona.
– Búgic… Tengo tu regalo esperándote fuera. ¿Quieres ir a verlo?
El jovencito salió en estampida. Siempre trataba las atenciones de tío Darris como algo especial.
Afuera le esperaba, totalmente nueva, una espléndida butaca. No era de cuero
rojo como la de su tío, sino de madera con comodísimos reposabrazos y cojines de plumas. El culo y el respaldo también eran confortables.
– Ya eres un chico grande, no te sientes en el suelo como los niños – Dijo Darris poniéndole la mano sobre la cabeza.
– Tío… – Búgic no sabía que decir, todos le habían hecho regalos para un niño; un caballo de madera i una pelota nueva de piel; quizá acordes con su tierna edad. Pero Darris había sido el único que lo había tratado casi como un adulto.
– No digas nada, entrémosla. Hoy te contaré la historia más emocionante que conoce este viejo.
– ¿De verdad? – Saltó Búgic, casi sin creerse esa revelación – ¡Date prisa entonces, tío! ¡Entremos!
Una vez instalados, uno frente al otro como viejos amigos de toda la vida que se explican las penurias, la velada de aquella noche memorable comenzó.
– Búgic – Sonó la voz de Darris, lóbrega y distante, bajo el humo exhalado del tabaco
– Dime, tío.
– Esta historia que ahora te explicaré… Nunca se la he contado a nadie. Es… antigua, pero también reciente. Y lo más importante – Añadió, medio ahogándose con las palabras como si estas le constriñesen la garganta. – Probablemente, Búgic, te afectará de dos maneras que pueden ser terribles para ti.
El chico tragó saliva, incapaz de preguntarle nada.
– La primera – Empezó otra vez el viejo, aclarándose la garganta – Es muy posible que tengas pesadillas después de escucharla hasta el final. Puede afectarte en el ánimo si te la relato.
– ¿Y la segunda? – Dijo Búgic, valiente, viendo que Darris se quedaba nuevamente callado.
– La segunda… No puedo saberla ni yo mismo, hijo.
Se quedaron los dos mirándose cuando el silencio tejió su manto. Solo se oían los grillos vespertinos cuando Darris empezó su relato.
– Detenme ahora, o disponte a entrar en este cuento como si lo hubieses vivido tu mismo.
Viendo la inmensa seriedad en los ojos de su tío, Búgic se concedió unos segundos de meditación, pero alzó la vista, con el gesto de valiente inocencia
propia de los niños.
– ¡No lo haré, tío! ¡Ya soy mayor!
– Está bien.
El viejo inspiró una calada de su pipa, dejó escapar el humo lentamente i dijo:
– Hace mucho tiempo, cuando los magos empezaban a dominar el mundo con su poderoso imperio, en el seno de un desierto árido y seco, nació un niño. La tribu a la que pertenecía eran nómadas, gente que se mueve de un sitio a otro siguiendo la lluvia. Eran gente supersticiosa, cargada de temores hacia sus dioses y hacia las leyendas del pasado.
Cuando lo depositaron en los brazos de su madre, el sacerdote de la tribu decretó que el bebé había nacido bajo el signo del demonio. No se le conocía padre alguno, y ella nunca supo explicar como había acabado preñada.
En seguida, la voz corrió. “¡Su hijo, además de bastardo, es un demonio!” “¡Ella decidió tenerlo, por lo tanto también está influenciada por el demonio!”
Su madre era una de las hijas del jefe, el equivalente a una princesa si la tribu hubiese sido un reino más grande. La fatalidad, a pesar de ello, cayó sobre madre e hijo a causa de ese azar, y fueron desterrados de la tribu, obligados a vagar por el desierto, solos y sin sustento.
Con el niño amparado por la sola sombra de su pecho, la pobre mujer aguantó tres días con sus tres noches, hasta que cayó rendida sobre la arena caliente.
A punto estaba de morir cuando sintió pasos a su espalda. Se giró como pudo, con el niño bien protegido, la única cosa que le importaba ya en la vida.
Delante de ella había plantado un hombre muy alto y temible, envuelto en una larga túnica negra con cenefas que le llegaba a los pies. Era de constitución seca i casi enfermiza, pero su rostro era bello como una antigua obra de arte incomprensible e intemporal. Mirar a través de sus ojos grises era mirar hacia un pozo de conocimiento e inteligencia fuera del alcance humano.
Aunque poseía esa nota de jovialidad, las marcas de preocupación que le surcaban mejillas y frente, la larga melena de cabellos grises que le cubría la cabeza y la barba plateada que le poblaba el mentón denotaban una edad avanzada.
El hombre miró fijamente al bebé, y el aire tranquilo y aristocrático que se respiraba en su semblante cambió por completo. Una pérfida sonrisa afloró en los labios crueles, retorció las manos nerviosamente entre sí, y sus ojos de profunda sabiduría se convirtieron en la mirada del depredador. La mujer lo
vio claro entonces: no se encontraba delante de un hombre, sino de una bestia hambrienta, un demonio que quería quitarle al hijo que había engendrado.
El hombre habló en estos términos, con una voz melodiosa aunque falta de emoción:
– Finalmente ha nacido… Gracias por haberlo llevado en tu vientre, no sabes cuan agradecido te estoy. Ahora, deja que reclame a mi primogénito y que lo ponga bajo mi tutela.
Mientras iba hablando, la madre se fue arrastrando entre el polvo, huyendo de aquel ser inhumano. Pero estaba hechizada por su poder, y con lágrimas en los ojos contempló impotente como el hombre extendía una mano, y con los dedos índice, corazón y anular tocaba el pómulo izquierdo de su niño. Solo entrar en contacto con su piel, se oyó el sonido de la carne quemada por las brasas.
– Estas son las últimas tres gotas de sangre negra que me quedaban. Con ellas te implanto el Sello de los Tres Fuegos. – Continuó el hombre – A medida que adquieras conocimientos en el campo de la magia arcana, se irá despertando en ti su poder dormido, pero con eso se te irá pudriendo la sangre. Y cuando se haya despertado del todo, te lo quitaré, hijo mío, para que tu sacrificio me libere a mi, el gran Zalus, de la maldición que me atormenta desde hace medio siglo. Desde ahora te llamarás Fistrubazal, nombre que siempre mantendrás oculto mágicamente, pues se te conocerá con el nombre de Fizal. Vendrás conmigo y te convertirás en el heraldo de una nueva era de la magia.
El ya bautizado Fisturbazal rompió a llorar desesperadamente, y de su pómulo surgió una voluta de humo amarilla, seguida por otra roja y finalmente por otra morada.
Cuando el demonio quitó la mano, bajo el ojo izquierdo del niño había tres lunares negros.
Haciendo caso omiso de las suplicantes quejas de su madre, Zalus, el endemoniado, le arrancó de los brazos al fruto de su vientre, y la abandonó a su suerte, en mitad del desierto cruel.
- Capítulo 1: La Gran Torre Vigilante.
No hubo nunca e el continente de Bébarant un lugar más duro para vivir que las Tierras Áridas, i el Desierto de la Muerte fue siempre su región más seca y peligrosa de todas. Krad, el único país humano que hay en el desierto, creció como una flor insistente i ahora es la más próspera de entre las civilizaciones jóvenes. Y cuando es de noche y hace frío es cuando Krad resplandece con el verdadero halo de misterio que la hizo famosa. Oscuras e intrincadas, las callejuelas de casas de barro de las clases pobres son en estas horas el hogar de los ladrones y los asesinos.
Una capa negra ondea silenciosa bajo el cielo estrellado, la hoja de una navaja o de un largo puñal brilla un instante a la luz de la luna creciente. Alguien cae, o intenta chillar en los últimos estertores de la muerte de la ponzoña, y las sacas de monedas de oro con el símbolo del sol cambian de manos.
De día, Krad era un bullicio. La mañana empezaba siempre con sus mercados, ruidosos y rebosantes de objetos y consumibles de todo tipo traídos del este i
del oeste. Las clases bienestantes lidiaban con los comerciantes que habían pasado la dura prueba el desierto, mesándose las barbas pulcramente recortadas con manos regordetas llenas de anillos de zafiros y esmeraldas.
Oro, seda, jugosas y exóticas frutas que nunca crecían en ese suelo estéril. Krad Sonríe y brilla con luz propia como una perla entre el carbón.
Y en la cima más alta de sus altas colinas, Krádar Órmdet, la torre de los magos que se alza a las afueras de la ciudad, abre sus puertas.
Dentro del espacioso recibidor, envuelto por centenares de estantes atestados de amarillentos pergaminos, polvorientas botellas de líquidos de colores vivos y extrañas varitas i artefactos de toda índole, Ferisius el boticario atendía las demandas de los magos viajeros, o a los servidores de algún rico señor. El viejo arcanista guardaba celosamente la llave encantada que abría la puerta hacia los pisos superiores, a los cuales se accedía por una escalera de caracol muy espaciosa de piedra, adosada a la pared recubierta de cerámica y dura vidriera roja.
El aprendiz de Ferisius, Gios-to, finge ser atento y diligente con los exigentes clientes, que siempre piden cosas en extremo puntuales y específicas: Sangre de trasgo, escamas de hidra, pelaje de licántropo…
En realidad, desearía convertirlos a todos en muertos andantes, ligados a su voluntad. El joven tenía los estudios suficientes, pero su maestro no le permitía utilizar sus conjuros contra las personas.
“Cuando tengas suficiente sabiduría y hayas estudiado suficientemente la nigromancia” – Le había dicho en una ocasión – “Descubrirás que la mayoría de veces no vale ni tan solo la pena perder el tiempo en destruir vidas tan patéticas y fútiles”.
Quizás era verdad, pero en aquel momento, sufriendo las impertinentes y quisquillosas voces de los compradores, Gios-to no podía sentir otra cosa que no fuera impotencia.
Mientras esta pasaba en el recibidor; en una sala fuera del espacio y del tiempo normales, envueltos en pequeños focos de luz multicolores, dos encapuchados de negras sotanas sin adornos se miraban fijamente. Uno tenía el rostro cubierto por una máscara blanca, inexpresiva, con los rasgos faciales muy poco marcados, y una lágrima azul dibujada bajo el agujero redondo del ojo derecho. La otra era una mujer de finos labios apretados por el nerviosismo, de mirada valiente y decidida, poseedora de una gran belleza pese a tener el corazón de piedra.
– Bien, pupila mía – Dijo el enmascarado – Ya es hora de almorzar. ¿Lo dejamos por hoy?
Con un gesto insignificante, el mago de la máscara hizo cambiar el aspecto de su alrededor, y en un abrir y cerrar de ojos se encontraban en una pequeña sala, que tenía dibujado en el suelo con pintura especial un círculo de caracteres rúnicos que servían para teletransportarse a los otros planos, mundos paralelos a Bébarant que existen más allá de la imaginación, donde sus habitantes comen y respiran cosas que nos horrorizarían.
Saliendo de la sala, maestro y pupila se toparon con dos niños muy jóvenes, idénticos como dos gotas de agua.
Eran rubios, de mirada afable y ojos cansados, con muchas ojeras, casi soñolientos. Sus túnicas grises les ocultaban todo el cuerpo salvo la cabeza.
Ellos ya habían almorzado. De hecho, mientras la mujer y el maestro habían estado en otro plano, las horas habían pasado más rápido, de hecho el doble de rápido. En aquellos momentos la tarde teñía de rojo escarlata las dunas y la arcilla de las paredes de algunas casas.
Los dos niños iban ahora a meditar a la sala de lectura, para aprender un poco más del funcionamiento de las profundidades de la mente humana.
Despidiéndose cordialmente pero sin emoción, la mujer y el maestro los dejaron solos.
La tarde avanzaba con presteza. Des del rincón más alto de la torre, el Supremo Archimago observaba el horizonte con preocupación en la mirada y el ánimo. Su preciosa túnica negra y roja, bordada con runas protectoras le molestaba, casi tanto como su cargo. Ser el Supremo Archimago de Krádar Órmdet, la torre de la alta magia de Krad, suponía tener a muchos nigromantes como a enemigos.
Estaba inmóvil delante de la ventana abierta, con las manos a la espalda, la copa de cristal medio vacía en la repisa, el flojo viento del desierto le revolvía suavemente los cabellos canosos.
– Ya está a punto de llegar – Murmuró, en un suspiro derrotista – El que un día me someterá.
La luna estaba ya alta cuando alguien golpeó la puerta de la torre. Los guardianes, que miraron en sus bolas de cristal, vieron a un chico solo, flaco, de unos quince años, vestido con ropas de viajero i cubierto con una capa negra con capucha que le tapaba totalmente el rostro.
Curioso por aquella irregularidad, el vigilante de las entradas se desplazó en segundos desde su cubículo hasta detrás mismo de la puerta principal.
Era sumamente extraño. Nadie que no fuera mago llamaba a la puerta de la torre de noche, y aunque lo fuera, hubiera usado otros métodos. No, no podía ser un aprendiz, no habría venido solo y de noche sin al menos un acompañante, un mago experimentado.
– ¿Quién eres? – Preguntó el vigilante, hablando a través de la rejilla de la puerta.
– Me llamo Fizal – Respondió secamente el chico – He venido de muy allá en el desierto para aprender las artes de la magia de esta torre venerada.
– ¿Qué te hace pensar que las puertas de Krádar Órmdet se van a abrir a destiempo para ti?
Desde donde estaba, en un ángulo más elevado, el vigilante veía solo la cabeza y los hundidos hombros del joven, empequeñecido el resto del cuerpo. Cuando le dirigió aquellas duras palabras el levantó la cara, haciendo caer un poco atrás la capucha, de manera que sus ojos… aquellos horribles ojos quedasen al descubierto. Observándolo.
Eran los ojos del demonio. Lo vio enseguida. De un color entre el marrón muy claro y el rojo encendido. El flequillo de sus lisos cabellos castaños le caía por la frente, ganando un poco a las cejas. Lucía una pérfida y prepotente sonrisa, que acentuada por la expresión de sus ojos endemoniados le confería un aire amenazador al resto del rostro.
A pesar del súbito terror que le subía por el vientre, el vigilante no se dejó intimidar tan rápido. Cuando iba nuevamente a echar de allí al chico, una voluntad más imperiosa que la suya propia lo detuvo.
“Vigilante, soy el ayudante de cámara del Supremo Archimago. Te hablo por telepatía, comunicándote los deseos de nuestro líder”.
“¡Señor! ¿Qué puede querer el Supremo Archimago de mí?”
“Dejarás pasar a este chico y lo conducirás a las salas superiores. Allí la cuadrilla roja se ocupará de él. No hagas más preguntas que las necesarias, si sabes lo que te conviene”.
El vigilante tragó saliva. Miró una vez más afuera, desde donde la mirada del joven seguía aun clavándose en su ánimo. Con un escalofrío, apartó la cara de la rejilla y ordenó la apertura de la torre entre maldiciones.
Y así fue como Fizal entró, aunque esta fuera casi inexpugnable para magos errantes, a la Torre de la Alta Magia conocida como Krádar Órmdet.
- Capítulo 2: El Pacto de los Primarios.
El Supremo Archimago leyó la carta que le ofrecía el joven recién llegado. La leyó calmadamente, repasando cada palabra, diciéndola sin producir sonido alguno.
De inmediato, ordenó que Fizal fuese llevado a una cámara sellada para que durmiera toda la noche. Por la mañana a primera hora fue conducido a presencia de los Primarios.
Una Torre de la Alta Magia se regía por un estricto orden jerárquico. Los magos que lo formaban tenían privilegios en función del cargo que desempeñaban.
Estaban los magos inferiores, los légar; una clase formada por los aprendices que hacía poco que habían llegado. Después, un poco por encima de estos estaban los magos subordinados, los duhna; que a menudo eran los primeros instructores de los légar.
Después venían los archimagos, también conocidos como taumac, que formaban el círculo de dirección de las artes mágicas en toda la torre. Cada torre atorgaba una capa a aquellos que conseguían llegar a ese nivel. La de Krádar Órmdet era de color negro, imitando las austeras indumentarias de la antigua orden de los nigromantes, con decoraciones en color rojo sangre.
Entre los archimagos estaban también los Supremos Archimagos o magnataumac, que eran los que dirigían al resto y controlaban las actividades de la torre.
Generalmente solo existía uno o dos por torre. En Krádar Órmdet solo había uno, el gran Zejsghimog.
Y más allá de toda imaginación, al margen de la vida humana y mortal, estaban los Primarios. Años atrás fueron hombres y mujeres de carne y hueso, todos grandes usuarios de la magia que vivieron en la época en que el arcansimo justo empezaba a regir Bébarant. Muy pocos sobrevivieron a aquella época tempestuosa, y lo hicieron por medios artificiales o bien dejando que sus esencias se uniesen a fuerzas más poderosas. Ahora eran entidades casi divinas, poseedoras de una sabiduría sin parangón. Existían indiferentes a la vida terrenal y de sus placeres, alimentados por su propio ego por toda la eternidad.
Los magos del círculo superior no se explicaban porqué Zejsghimog quería convocar a los Primarios justamente cuando aquel chico de ojos perdidos penetró en la torre. Pero una vez la llamada telepática fue ejecutada, ya no había marcha atrás.
Acudieron cuatro.
– Espero que la sala sea acogedora para sus excelencias – Tartamudeó Zejsghimog, observando nervioso el templo construido expresamente para la ocasión en un punto muy escondido bajo tierra.
Era un lugar completamente oscuro, sin el más ínfimo rayo de luz, y a una temperatura glaciar. El archimago había tenido que usar sobre Fizal y sobre sí mismo fuertes conjuros de aislamiento térmico y también de visión en la oscuridad, los más potentes que tenía inscritos en su libro de magia.
Los cuatro Primarios habían aparecido desde un fino portal abierto en el centro del templo subterráneo. Se habían distribuido directamente en semicírculo, delante de ellos, sentados de manera ceremonial.
Todos llevaban vestiduras extravagantes y exóticas, que no tenían parecido unas con otras. Faldones larguísimos, cabelleras postizas, altísimos alzacuellos, hombreras de mil colores, símbolos arcanos y colgantes y talismanes de formas variadas y curiosas.
– Oh… Un descendiente de “Él” – murmuró uno de los extraños personajes. Este tenía el cuerpo cubierto de vendas, hasta en el rostro, y solo tenía al descubierto su lánguida cabellera gris. De un agujero que tenía a la altura de la boca salía una voluta de vapor cada vez que hablaba.
– Entonces aun está vivo, y la Profecía sigue su curso. Lástima que nosotros ya no pintaremos nada – Dijo otro, que a todas luces era humano. Tenía la cara blanca como el pergamino, surcada por líneas de pintura morada.
– Di lo que pretendes querer de nosotros. No hagas caso de nuestra eterna retórica – Dijo un tercero, el primero que se dignó a mirar directamente a los ojos del archimago.
– ¿Sois Arcanistas Primarios, de aquellos que fundaron la magia escrita? – Preguntó Zejsghimog, evidentemente nervioso.
– Yo introduje la electricidad en los conjuros sencillos – Volvió a decir el tercero que había hablado. Era un hombre de raza difícil de determinar. Por sus facciones afiladas y estilizados miembros se podría haber dicho que era de raza anjana, quizás un anjano celeste de las montañas Dephariel. Lucía una larga barba blanca que parecía, por su rigidez, una cascada de agua congelada; y las finas y largas orejas tenían tres o cuatro pendientes cada una.
– Sin mi la magia de sangre, la Hemoturgia, no hubiera sido posible – Dijo el Primario de las vendas. El archimago adivinó el porqué de esos vendajes, y fijándose bien notó pequeñas gotas de sangre reseca diseminadas por todo su cuerpo.
– Yo soy Vul’dharhu. Yo cree el Dreas Vogo y el Pajnur Hag, poderosos conjuros creados a partir del aire y las ondas mentales. – Dijo el humano pálido.
El cuarto Primario, que había permanecido callado todo el rato, miró inquisidoramente a Fizal. Lo había estado haciendo desde que había llegado, pero ahora era la primera vez que lo hacía con los ojos.
– ¿Y vos? – Preguntó el archimago, más decidido. – Debéis responder o retornar al sitio de donde venís.
La firmeza en la voz del invocador, quien tenía a pesar de todo la última palabra en esa sesión, hizo hablar al cuarto.
– No diré mi nombre. Solo diré que me debes la existencia de tu cargo.
– Tu… vos sois…
El invocador se quedó sin palabras. Los ojos se le salieron de las cuencas. Había hecho cinco invocaciones de ese tipo en toda su vida, y nunca había hecho acto de presencia ese Primario. (De echo, que apareciese más de uno a la vez ya era algo extraordinario).
– ¡El inventor de la nigromancia! – Dijo el Primario de la barba. Los otros tres se mostraron inquietos cuando supieron de quien se trataba. – Ya ni me acordaba de tu rostro. No sabíamos que finalmente habías decidido pasar a formar parte de la noche. ¿Cuánto tiempo debe haber pasado, desde que
ocurrió “eso”? ¿Mil años, quizá?
Zejsghimog miró al cuarto. Solo podía ser él. Un hombre arrugado, con los ojos hundidos y febriles, de mirada inexpresiva. La larga melena de cabellos blancos y greñudos le caía hombros abajo y reposaba en sus faldas. Vestía de forma austera, todo de negro y sin adornos. En otros tiempos se hubiera dicho que era atractivo y apuesto, de formas correctas y carácter seco. Pero el aspecto que presentaba ahora era el de un hombre demacrado y loco, aunque envuelto en un halo de peligrosidad casi palpable. Él era el creador de la magia nigromántica tal como se conocía por aquel entonces, unas artes que maquinaban con los tejidos muertos con el propósito de devolverlos artificialmente a la vida.
– Oh, señores intemporales que moran entre las intricadas leyes de la magia antigua… – Empezó a decir Zejsghimog alzando las manos ceremonialmente. Su rostro era de profunda veneración – Os he llamado aquí con tanta insistencia para que me deis consejo…
– He acudido porque sabía lo que pasaba. Puedes echar de aquí a estos tres alfeniques, ya que no tienen nada que ver con lo que hemos de tratar. – Dijo imperiosamente el Primario de mirada hundida. Ahora ya no estaba sentado, se había levantado y caminaba hacia el joven aprendiz que acompañaba a Zejsghimog. – Sé quien es él, y lo que significa para dos grandes usuarios de la magia que están en pugna.
– ¿¡Como te atreves?! ¡No te permito que me hables así! ¿¡Me oyes!? – Dijo ofuscado el Primario humano que se hacía llamar Vul’dharhu.
– ¡Nigromante, explícate! ¿Qué significa este ultraje, llamarnos alfeniques…?
– Entiendo lo que está pasando, compañeros de eternidad – Dijo riendo el hombre vendado – Y vosotros también, aunque no queráis reconocerlo. Yo me voy, archimago Zejsghimog, si me lo permites. Los demás deberíais ser educados y dejar al nigromante con sus asuntos.
– Pero Komm’khin… ¡Nos ha insultado! – Dijo el barbudo, perdida ya su serenidad.
– ¡Como si los antiguos no nos pasásemos la eternidad insultándonos entre nosotros! La única diferencia es donde y delante de quien lo ha hecho él… – El hombre vendado calló. Había expulsado tanto vapor por el agujero de su cara que ahora estaba envuelto en una espesa neblina blanca y fantasmal – Vamos, Vul’dharhu, Arthquart… nos vamos.
El archimago, convulsionado por el desarrollo de los hechos, hizo caso sumiso de lo que le pedían. El portal de oscuridad se volvió a abrir y los tres Primarios empezaron a desaparecer. El humano pálido se giró un momento, decidido a lanzar una última amenaza, pero una simple mirada del de la túnica negra lo
disuadió.
– Y ahora que estamos solos, ensordece bien a este niño – Dijo el Primario severamente a Zejsghimog – No debe oír, por tu bien, lo que hablaremos aquí y ahora.
Asustado, el archimago entonó las palabras arcanas y formó los sellos en el aire. Años más tarde recordaría con amargura que si fiel libro le había dicho que los conjuros estaban bien ejecutados, que el chico era completamente incapaz de oír palabra alguna.
El Primario Nigromante esbozó una pequeña sonrisa, y prosiguió:
– Sé que utilizando cierta bola de cristal has conseguido ver tu muerte.
Zejsghimog tragó saliva. Se había pasado las últimas semanas solicitando hablar con él por ese motivo.
– Si… es un artefacto muy caro, importado de la jungla. En él me vi a mi mismo sentado en el trono. Era viejo, desgastado… y en la cima de mi poder. De pronto la puerta se abría, y un mago aparecía en su umbral. Sus ojos demoníacos e inyectados en sangre me aterraban. Me dijo que había eliminado al segundo arcanista más poderoso de la torre, y que ahora quería superar esa hazaña. ¡Quería el control de Krádar Órmdet!
– Lo sé. Lucharás con él, destruiréis dos planos, os quitaréis diez años de vida entre vosotros para intentar destruiros… y finalmente morirás en sus manos.
– ¡Maestro Nigromante, por favor, ayudadme a superar este bache! Os lo suplico, por la prosperidad de Krádar Órmdet, ¡la torre que vos mismo fundasteis! – El archimago estaba a punto de derramar lágrimas.
– ¡Calla! ¡Me repugnan aquellos que balbucean! Pero… aun así te ayudaré. – El Pimario se echó atrás la capa y se acercó a Fizal. – Sí, es él, tiene los mismos ojos que… He de decirte que destruirlo no te será fácil. Un gran poder duerme en su interior y si lo despierta será fatal para ti.
– ¿Y qué debo hacer?
El Primario se acercó aun más al inexpresivo Fizal. El chico contempló con temor aquel ser intemporal, cuando súbitamente esos ojos azules tan penetrantes le hablaron directamente a la mente:
“¿Qué te parece esto, mocoso? Acabas de entrar en la torre y el propio Supremo Archimago quiere tu muerte”.
La respuesta del joven fue como una descarga eléctrica para el viejo Primario,
debido a su rotundidad:
“Él no me asusta. Algún día demostraré que si sabes lo que quieres, no hay razón para temer a nadie. Sé que eres poderoso, y que hiciste grandes cosas en el pasado remoto. Cuando esté en condiciones te invocaré yo mismo y te propondré un trato que nos beneficiará a los dos”.
“Dime, joven Fizal, ¿de donde vienes? ¿Quiénes son tus padres?” – Dijo el Primario, como si no le hubiese escuchado.
“Vengo del desierto, y no tengo padres”.
“Pero no debes haberte criado solo. Alguien debe haberte alimentado y educado. Alguien te debe de haber metido en la cabeza la idea de estudiar la magia”.
“Si. Mi Maestro”.
“¿Y ya no está contigo?”
“No. Me dejó a mi suerte, y solo volverá cuando yo sea un gran arcanista”.
“Un hombre estricto. Dime, ¿Cómo se llama?”
“Zalus”.
El Primario volvió a sonreír, esta vez más perceptiblemente.
– Cuando cumpla la mayoría de edad y ya sea capaz de valerse por sí mismo, envíalo al desierto – Le dijo a Zejsghimog – Allí hay una bestia magica que ningún hombre ha conseguido matar. Por esos tiempos él ya será un orgulloso mago ansioso de poder. Controla a la bestia si quieres. Él fallecerá por culpa de su orgullo. Y ahora te ordeno que me dejes ir.
– Podría matarlo ahora, ¿no? Así, problema resuelto…
– Al contrario. Él moriría, pero la amenaza no. Caerías fulminado muy pronto, muy antes de lo que te esperas. Créeme, sé de lo que hablo – El Primario les dio la espalda – Y ahora, ¡Déjame ir!
Permanecer en el interior de Krádar Órmdet causaba en cualquiera una sensación extraña. Un ladrón y aventurero experto que consiguió entrar por pura suerte en ella (y vivió para contarlo, tal era su reputación por aquellos tiempos), relató estas palabras en su diario personal:
“…tengo la sensación de que mi mente está siendo inducida fuera de la realidad, como si
hubiera una fuerza invisible que intentase llevarme hacia un lugar que no pertenece a este mundo. Todo parece indicar que esta fuerza proviene de los sótanos…”
Y así lo sintió el joven aprendiz durante sus primeros días. Con el tiempo, llegaría a aceptarlo como parte de la cotidianidad de la torre; pero ahora, delante del Consejo, se sentía poco más que como un insecto.
Los arcanistas más experimentados de cada torre solían formar un grupo bajo las órdenes directas del Magnataumac cuando se debían valorar asuntos importantes y trascendentes.
Ese grupo de arcanistas, arrugados y decrépitos todos ellos, miraban a Fizal desde las alturas proporcionadas por una tarima y por sus altos tronos de mando. Determinaron que, si bien el joven tenía potencial para convertirse en un gran arcanista, su cuerpo presentaba una especie de maldición que se lo pondría difícil.
El propio Fizal explicó que, desde que tenía uso de razón, había padecido una “enfermedad” que impedía que sus heridas sanaran. Siempre había tenido que pagarse caras implantaciones de piel para curarse un simple arañazo. Tantas veces había tenido que hacerlo que no podía ganarse la vida con ningún oficio. Por esa razón se había hecho mago, y también para llegar a entender aquella enfermedad y poder llegar a curarla o mitigar sus efectos.
De momento, y gracias a las enseñanzas de su misterioso mentor cuyo nombre se negó a revelar, conseguía cauterizar heridas y tajos menores usando el fuego.
El Consejo recomendó vigilancia para el joven Fizal, y le asignaron en seguida un demonio menor para que lo siguiese allá donde fuese, para protegerlo de heridas sangrantes. Casi de inmediato, ese joven de quince años pasó a formar parte de los “alumnos talentosos por propia naturaleza”, un grupo de légar i duhna con talentos especiales y poco vistos. Y su instructor y examinador fue el mejor que había.
El mejor arcanista de la torre. Muchas voces susurrantes se alzaron cuando los taumac decretaron que el Maestro enseñase artes mágicas a otro alumno, teniendo ya a nada menos que cuatro bajo su tutela.
El Maestro, un hombre que se había hecho a sí mismo, declaró sentir una atracción casi inexplicable por la idea de mostrar el camino a aquel joven tan prometedor.
Los polvorientos libros se cerraron con estrépito, todos a la vez, y los archimagos dieron la orden de abandonar la estancia. Luego la sumieron en las penumbras.
Fizal se quedó unos momentos allí de pie, mientras los ancianos desaparecían
por sus respectivos portales mágicos, retornando a remotos planos de estudio o a sus cámaras privadas. Se sentía bien allí, arropado por las tinieblas de los tibios muros. Su corazón lloraba y reía al mismo tiempo, embargado por dos sentimientos profundos. Reía por el camino que se le acababa de abrir delante en ese momento, lloraba porque era un camino largo que justo empezaba.
Más tarde, mostradas las comodidades de su habitación y estudio privado, dictadas las normas estrictas de la torre y los lugares de entrada prohibida, fue conducido hacia un plano de entrenamiento y aprendizaje.
Allí, en medio de un paisaje lleno de telarañas gigantes que eran al mismo tiempo nubes, le esperaban el resto de sus compañeros.
Formaban un grupo cerrado, huraño y elitista. El Maestro, que siempre llevaba capa y una máscara, los presentó e hizo que confiasen entre ellos en seguida, porque de no haber sido así las pruebas que vendrían a continuación serían un fracaso inútil.
Fizal conoció al arrogante y altivo Gios-to, a la bellísima aunque fría Aglai, y también a los inseparables gemelos, Del-yays y Varel-yays.
Algunos lo superaban en edad. Aglai y Gios-to eran duhna casi adultos. Ella ya debería ser una mujercita cercana a los dieciocho años y él sobrepasaba seguramente los veinticinco. Los gemelos no tenían más de diez o doce años.
Al que no acabó de conocer nunca, por alguna razón a parte de las obvias, fue a su propio maestro. Sabía que su poder era portentoso, que ocultaba su rostro y nombre para protegerse de los conjuros relacionados con la identificación de la víctima, y que era uno de los pocos magos vivos que habían visitado la legendaria Maradazún (pero todo ello lo había oido de terceras personas, nunca de él en persona).
– ¡Maestro! – Dijo el impetuoso Del-yays en cuanto tuvo ocación – ¿Cómo es Maradazún?
(Continuará…)
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