Capítulo uno. Algo ha cambiado.

John está concentrado escribiendo en la biblioteca de su casa, como cada tarde al volver del trabajo, entregado a ese vicio que le da la vida y que lo consume. No, como cada tarde, no. Hoy no puede pasear la mirada por la estancia sin sentir escalofríos. ¿Qué ha hecho?, se pregunta aterrado, ¿qué monstruo ha creado? La librería que cubre la pared es de roble oscuro y se halla atiborrada de libros antiguos. El reloj que siempre lo acompaña hace tiempo que enmudeció y las flores secas esparcidas por doquier en su mesa de trabajo y en otros muebles auxiliares le otorgan a la habitación un aire gótico y decadente que no es fácil encontrar en las modernas casas de ese barrio de la ciudad americana. Es su refugio, su lugar de recogimiento e inspiración. Pero esta tarde no encuentra consuelo. Se sirve una copa de licor para calmar los tensados nervios mientras se mesa la barba canosa con fiereza. No encuentra una solución. Tendrá que huir. Está escribiéndole una nota a su mujer, una carta de despedida.

Ha dejado la novela que estaba escribiendo porque los acontecimientos se han precipitado de tal manera que ya no sabe qué debe hacer. Le gustaria que todo volviera a ser como antes, que su hija fuera de nuevo la chiquilla que dormía en su regazo mientras él le contaba historias. Acaba de regresar del infierno mismo. Acaba de leer su condena de muerte. Pasea la mirada por la novela que tiene a medias y recuerda los acontecimientos de los últimos días.

“Un día se paró el reloj a las siete y no volvió a sonar su música. La hora perfecta. Cuando se despiertan los músculos entumecidos de los pensamientos de los pájaros de la noche. Ahora se pondrá a hojear los libros antiguos y, con la retina impregnada de su polvo amargo y oscuro, empezará a escribir. Hoy no llega la musa, falta la inspiración. No, no le bastan los libros ni las flores secas. Hoy saldrá a buscar en la calle. Necesita sangre fresca, pétalos de flores nuevas, quebrar risas y provocar llantos. Sólo así. A las siete de la tarde amanece para él.”

 

Él era un hombre respetado y respetable que vivía con su mujer y su hija en una preciosa mansión de San Diego, California. Bueno, Leslie estudiaba en Berkeley desde hacía un semestre. La echaba de menos. Era fruto de su primer matrimonio y pasaba temporadas con él y temporadas con su madre. Dueño de una empresa de informática, su trabajo le aburría por conocido y poco estimulante ya. Por eso, escribía en sus ratos libres, que ahora eran muchos. Su mujer tenía una cadena de tiendas de moda y casi no paraba en casa. Y él necesitaba darle salida de algún modo a cierta insatisfacción no muy clara, a esas ansias de aventura que nunca se vieron colmadas. Una mañana, cuando más enfrascado se hallaba en su nuevo libro, se abrió la puerta  de su despacho y ahí estaba ella. Vino corriendo hacia él y se abrazaron. Después de los primeros saludos, notó en su hija algo raro.

 

─¿No deberías estar en la universidad? Si no recuerdo mal, ahora son los exámenes –le preguntó preocupado.

 

─ Lo he dejado.

 

─ ¿Cómo? ─la interrogó sorprendido─. Era tu ilusión: estudiar ingeniería aeronáutica y … volar.

Y la muchacha, tan animada como siempre (todavía podía ver aquel brillo en sus ojos), le contestó:

 

─ Es que quiero trabajar contigo, en tu empresa. Ya verás. Venga, papá … alguien tiene que llevarla cuando te retires. Y empezaré de cero, quiero aprenderlo todo.

 

No se lo esperaba y le costó reaccionar. Lo único que se le ocurrió fue decirle que lo consultara con su madre. No entendió aquel cambio tan radical.

 

Ya en casa, después de cenar todos juntos, se retiró a escribir, la única manera de relajarse y poder pensar: “Baja al garage y coge el coche, se aleja hacia un barrio del sureste, donde nadie lo conoce, y se mete en un antro. Chicas deslizándose por las barras, subidas a los escenarios bailando, música de los  90  y él solo en una mesa. No tarda en acercársele una y acaban subiendo a una habitación. Le paga y vuelve a casa. La chica será titular en el periódico de la mañana.”

 

Recuerda también como si fuera ahora que salió al jardín para estirar un poco las piernas y contemplar las estrellas. Leslie apareció por detrás y le pellizcó el cuello.

 

─ ¡Leslie, dime la verdad! Hay algo que no me has contado. ¿Dónde está el coche?

 

─ Pues … te lo quería decir. Se lo dejé a Martin y tuvo un accidente. Está para el desguace. Lo tuve que dejar en el campus.

 

No daba crédito a lo que oía. La conversación continuó y cuántos más detalles conocía, más se enfadaba. Hasta que, alertada por los gritos, llegó su mujer e intentó poner paz. “Mañana será otro día”, pensó.

 

Pasó una semana. Era domingo y los tres querían ir al parque, tomar el sol y comer juntos en la pizzería. Entonces sonó el timbre de la puerta. La policía del estado de California había encontrado el coche y se había puesto en contacto con la comisaría del barrio. Querían hablar con la familia,  con el conductor del vehículo. Se trataba de un caso de homicidio y fuga. John observó desde lejos cómo interrogaban a su hija. La conoce bien y sabía que aguantaría sin perder la calma, tiene nervios de acero. Pero la acusación era grave y todas las pruebas apuntaban a ella. Necesitarían un buen abogado.

 

Y sigue recordando que al día siguiente, llegó alarmada su madre, Miriam, para saber qué estaba pasando. La reunión fue tensa. Los padres nunca  están preparados para algo así y ellos no iban a ser la excepción. Leslie fue la única que mantuvo la calma. Siguió jurando que no había sido ella,  que todo era un malentendido. Lo extraño fue que no conseguía localizar al amigo que supuestamente conducía el coche, la noche de autos. Al final se vino un poco abajo y confesó que estaba embarazada de él, de Martin. Y que el padre no quería reconocerlo, que por eso volvía.

 

La policía volvió dos días después con nuevas pruebas. Él estaba encerrado escribiendo: “De camino hacia el hogar, ve un crimen: un chico asesina a sangre fría a otro por la espalda y él, sin saber por qué, hace varias fotos: de los dos chicos, del reguero de sangre, de los vecinos que salen al balcón. Nadie llama a nadie. Es un ajuste de cuentas.” Algo se despierta en su interior cuando escribe: la sensación de que quiere vivirlo, no solo narrarlo. Es como un orgasmo que sube lentamente desde sus muslos y lo inunda todo. Siempre deseó hacerlo y nuncá se atrevió. Esa noche salió de nuevo. Sin saber muy bien lo que hacía, tomó la autopista y no paró hasta llegar a la ciudad en la que estudiaba su hija. Quería saber. Durmió en un motel de carretera y al día siguiente por la tarde enfiló la avenida que conduce al campus y a la residencia en la que había pasado su hija los últimos meses. Pidió la llave de su habitación. Su corazón le decía que algo iba muy mal.

 

Lo encontró todo en orden: la ropa, en el armario; los libros, en la repisa; su mochila, colgada de la percha. Una estantería llena de cedés casi se caía del peso. Y  había un diario encima del escritorio. Le resultó fácil romper el endeble candado.

 

“Querido diario: Es la tercera vez que lo hago y ya no me provoca el placer del principio. Tengo que pensar algo nuevo. Martin ya no me quiere apoyar. No me quería apoyar. Solo me falta un último para ser como papá, para ser él. Tengo que matarlo.  Lo llevo en la sangre, en los genes. Voy a volver a casa.  Lo siento, te quiero, papá.”  John se desplomó cuan largo era en el suelo de la habitación.

 

Se despertó al ser zarandeado por unos chicos que habían visto la puerta abierta y se lo habían encontrado en el suelo.

 

─¿Qué hace usted aquí? ¿Quién es usted? ─le preguntaron confundidos por la situación. Leslie nunca les había hablado de su familia y él no conseguía convencerlos de que era su padre.

 

─Veréis … ─empezó, sin saber muy bien cómo iniciar la conversación sin levantar sospechas.

 

Uno de los chicos  hojeaba el diario de la chica y se apartó un poco mientras el otro le ofrecía un vaso de agua y le preguntaba si deseaba que llamaran a un médico. Empezó a llegar más gente: amigas de Leslie, un bedel y un par de administrativos que trabajaban en la oficina del otro extremo del pasillo. Alguien llamó al encargado de la planta, un estudiante más que se ganaba un dinero extra poniendo orden cuando se originaban conflictos, el pan nuestro de cada día en una universidad americana. Un agente de seguridad que llegó uniformado y armado con una porra y pistola al cinto. Inmediatamente se dispersaron todos y el agente lo interrogó después de las primeras formalidades y presentaciones.

 

─¿De dónde ha sacado usted la llave para entrar? No tiene usted permiso para invadir el terreno privado de una estudiante, aunque sea su hija.

 

John pidió disculpas avergonzado e intentó largarse. Sólo le interesaba recuperar el diario. Pero no estaba allí. Alguno de los presentes se lo debía de haber llevado. Supuso que su hija iba a montar en cólera cuando se enterara de lo ocurrido. Al final, pudo abandonar la residencia después de rellenar unos formularios y devolver la llave en recepción. Le dijeron que había cometido un error y que iban a tener que comunicárselo a las dos estudiantes que compartían la habitación 506, su hija y Sara, una chica que, de momento, no se había enterado porque había pedido un cambio de habitación hacía una semana y desde que cursara la solicitud no se la había vuelto a ver por el campus.

 

Condujo sin saber hacia dónde ir ni qué hacer. Pasaría por su casa, hablaría con su mujer y abandonaría el estado de California. En un primer momento pensó en llevarse a Leslie para protegerla. Sin embargo, el miedo que sintió le hizo desistir.  Necesitaba, además, tiempo para pensar, para clarificar ideas, para tomar distancia y, sobre todo, para hacer exámen de conciencia.

 

Sentado en la butaca, reflexiona de nuevo. En dos días su vida ha cambiado. No sabe por qué en esta ocasión siente miedo de verdad. Si habla con Miriam, la madre de Leslie, no se pondrán de acuerdo. Ella no se lo creerá o le echará las culpas de la evolución de la niña. Leslie ha pasado ya varias veces por consultas de psicólogos y psiquiatras con el resultado de que es una niña muy normal, con un carácter especialmente sensible, con cierto gusto por las extravagancias y algo fría, calculadora, y muy inteligente. Pero nunca había llegado a estos extremos. John quiere pasar unos días en la casa de Santa Bárbara y hablar con su amigo Paul. Ha escrito la nota  pero ahora piensa que no es lo más correcto. La rompe en el momento en que entra Miriam en la biblioteca.  

 

 

Capítulo dos. Leslie se va.

 

Leslie ha visto llegar a su padre y está pensando en la llamada telefónica que recibió hace una hora de la universidad. Le han dicho que su padre estuvo ayer allí. Ha llamado a su vez a varios compañeros y a Sara. Lo jodido es que solo ella  puede entrar en la habitación pero está tan cagada de miedo que no le coge el teléfono. Debe de estar en casa de sus padres. ¡Sara!, la boba de Sara … no será capaz ni de delatarla ni de mover un dedo. Por ese lado no hay que preocuparse. Pero la necesita, ahora. No puede estar en dos sitios a la vez y ahora lo prioritario es no permitir que su padre se escape. No se puede arriesgar. Claro que le gustaría echar una ojeada a su habitación y recuperar su diario. Eso fue un fallo de principiante. Sin embargo, todavía puede intentar convencer a su padre de que solo se trata de literatura, de que ella también escribe relatos de horror. ¿Se lo creerá?

 

La ola de calor que azota San Diego esos días no invita a salir de casa. En su habitación de adolescente, tumbada en la cama, contempla la puesta de sol a través de los cristales de la claraboya del techo y sube al máximo la potencia del aire acondicionado. Está sudando a pesar de que la temperatura ambiente solo roza los 25 grados: su agitada mente, normalmente en calma, eleva su temperatura corporal y eso le incomoda. ¿Por qué? ¿Por qué no puede relajarse? Eso es malo para su bebé. Piensa en Martin. Tuvo que hacerlo y ahora su hijo no tiene padre. Bueno, no lo tuvo nunca. Martin no estuvo nunca a la altura de las circunstancias. Tenían un plan y él se rajó, él, su novio, en el que creía que podía confiar. La policía se ha tragado el anzuelo, la versión que dio ella en su declaración cuando la policía encontró el coche y la interrogó como propietaria del BMW: “Martin conducía el vehículo cuando se produjo el fatal accidente”. Según los testigos, a continuación se dio a la fuga, acabando por despeñarse en la curva del acantilado de Santa Bárbara. El coche, siniestro total, dijeron los peritos. El cuerpo del conductor no apareció. Sara corroboró su declaracióny le proporcionó la coartada: aquella tarde habían ido juntas al cine.

 

A Sara no la ha vuelto a ver. Después de declarar, alegó que estaba conmocionada y decidió recuperarse en casa de sus padres. Poco después, la oficina del estudiante le comunicaba que su compañera había solicitado una nueva habitación en el ala sur. Por alguna razón no deseaba seguir compartiendo el dormitorio con ella. “Pobre Sara”, pensó, “nunca se iba a recuperar del susto”.

 

Piensa y piensa. Tiene que hablar con su padre. Ha de convencerlo de que lo del diario eran simples maquinaciones literarias. Si es que lo ha llegado a leer. ¿Por qué no contestará Sara? Oye pasos en la biblioteca, el andar cansino de su padre la pone en alerta. Arrastra una maleta y se dirige hacia la cocina. Decide bajar y hablar con él.

 

─¡Hola, papá!, ¿adónde vas? No sabía que te ibas de viaje ─le comenta con su tono de voz más inocente.

 

─¡Hola, cariño! Me tengo que ausentar unos días… No serán muchos. Se trata de la feria del libro de Frankfurt. Voy a presentar mi última novela, ─improvisa─ ¿te quieres venir conmigo? Ha sido una decisión de última hora pero si haces la maleta rápido, me puedes acompañar, si te apetece ─le dice temblando.

─¡Qué sorpresa! ¿La novela sobre el escritor asesino? ─le pregunta mientras piensa qué hacer.

 

─Bueno, Leslie, me despido de todos y nos vemos en un rato. Mándame un mensaje al móvil si te animas, ¿de acuerdo?

 

Leslie se acerca a él y le da un beso. Su padre ya no es el héroe que fue. Está mintiendo y ella lo nota. No es capaz de afrontar la verdad. Está segura de que ha leído su diario y por eso huye. Entonces reúne un poco de valor y se atreve a insinuarle:

 

─¿Por qué te has inventado esta historia? La feria de Frankfurt ya ha pasado y tú no te vas a Alemania. ¿Podemos hablar un momento, papá?

 

John no tiene fuerzas para escuchar lo que su hija le quiere contar pero accede. La conversación no va a ser fácil y John la conduce hasta la biblioteca. Se sientan en los cómodos sillones y se sirven un par de copas.

 

─Hija, te he de confesar algo. Ayer fui a la residencia y estuve en tu habitación. Fue un arrebato y te quiero pedir disculpas por invadir tu intimidad. Supongo que te habrán llamado …

 

─Sï, papá. De eso te quería hablar. No pasa nada, solo que me sorprende que fueras sin mí, a escondidas. ¿Por qué me lo ocultaste?

 

─Verás, no tiene una explicación. Solo te puedo pedir disculpas.Quería ver el entorno en el que estás. Te noto cambiada ─se arriesgó a decir.

 

─¿En qué sentido? ¿Estás preocupado por lo del accidente de coche? No me crees, ¿verdad? ─le dice mientras se acerca a él con cariño.

 

─Es que todo es muy confuso, cariño. Ni siquiera pude hablar con tu compañera. ¿Cómo se llamaba?

 

─Sara, papá. Se llama Sara y está en casa de sus padres. Yo tampoco la consigo localizar.

 

En este punto de la conversación llega Miriam, la madre de Leslie. Sus profundas ojeras revelan que no ha podido dormir en varios días o que ha estado llorando. Ya han hablado y ella está ahora al corriente de todo. No quiere discutir con John delante de Leslie y le hace una seña. Ambos salen, momento que aprovecha Leslie para buscar en la maleta de su padre el diario. Después de vaciarla casi por completo y de rebuscar en todos los compartimentos, no lo encuentra y piensa que lo habrá escondido mejor, pero ¿dónde? La vuelve a cerrar a toda prisa mientras oye los pasos de sus padres en la escalera. Al ver sus caras tan tristes, piensa que no ha podido ser la hija que ellos soñaron. Les da un beso a los dos y sale al jardín. Ellos la siguen y ella se teme lo peor. Van a querer que vuelva a visitar al psiquiatra o al psicólogo o a ambos. No lo va a consentir. Ya son dos los que quieren escapar de la situación. “De tal palo…”.

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