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Capítulo 1

 

 

1

 

                        – Esta es la historia señor Requena.- Néstor de Matarrasa se apoyó en el respaldo del sillón, agotado y relajado tras desgranar, con algunos circunloquios y omisiones, el prolongado y sorprendente relato. Rellenó su copa de brandy y, tras recibir la negativa de su interlocutor con un gesto de la cabeza, buscó la mirada de la mujer con la botella en la mano, pero la halló perdida en las llamas que lamían el último tronco de encina añadido a la chimenea, treinta minutos antes. Depositó la botella sobre la mesita auxiliar. Vació la pipa y volvió a llenarla muy despacio, ceremoniosamente; aplicó el fósforo, inspiró breve y repetidamente, exhaló con fuerza y la estancia se inundó del aroma dulzón de su preparado especial-. ¿Le interesa? ¿Atrae su atención? ¿Despierta su inteligencia? ¿Y su curiosidad? ¿Qué opina? ¿Qué opinan?- Añadió mirando solícito a Marian y lamentando su falta de tacto.

            La escena se diría victoriana. Impecablemente ataviado con un batín corto de fino terciopelo granate, Néstor Matarrasa observaba atento a sus interlocutores desde el fondo de sus ojillos negros. Tenía un rostro muy enjuto y desprendido de carnes, en el que destacaban dos enormes cejas a modo de permanente visera blanca e hirsuta y unos labios tan finos que la boca apenas era una línea curvada eternamente sonriente. En el medio, una nariz picuda, grande y poco carnosa, no se imponía. Su ya menguado cabello, sospechosamente oscuro, se adhería de forma poco natural al cuero cabelludo, muy poblado de pequeñas manchas, resistiéndose a la desaparición de una raya a la derecha, hoy desdibujada y demasiado ancha, que sin duda provenía de las primeras veces que su aya le pasara el peine en tiempos ya casi remotos. El tiempo, los últimos dos siglos, habían ignorado aquella casa, al menos la habitación en que se hallaban. “Mi despacho y biblioteca. Mi lugar de trabajo”, había dicho el anciano una hora antes, abriendo ceremoniosamente las dos puertas e invitándoles a entrar. Era un espacio cuadrado, de unos cien metros, estimó Requena, repartido en cuatro ambientes que ocupaban las esquinas y liberaban el centro para que una elegante mesa de Snooker respirase cómoda. El perímetro estaba cubierto de estantes de madera, oscura y brillante, atiborrados de libros, sólo interrumpidos para que viejas cortinas ocultasen, a medias, los ventanales que ahora, anochecido, apenas permitían divisar las ramas de los plátanos. La esquina norte, en la que se hallaban, terminaba en un vértice, truncado para albergar una chimenea barroca, orlada por cinco sillones de cuero dispuestos en herradura, que dejaban espacio a una mesa baja de cerezo pulido y permitían que todos los contertulios pudiesen observar a sus interlocutores sin torcer apenas los ojos. El rincón oeste se construía alrededor de una gran mesa ovalada de comedor, rodeada de ocho sillas, bajo una imponente lámpara de lágrimas de cristal. El norte apenas se divisaba desde su posición, pero Requena creía recordar una mesa de despacho cubierta de cuero, un orejero que podría hacer la media docena con los que ocupaban y algún otro mueble auxiliar. En la esquina este, iluminada por cuatro viejas lámparas de pie, dos sofás en ele que no terminaban de unirse en sus brazos cortos, con una mesa de cristal baja en el centro. El conjunto resultaba atractivo y decadente y denotaba tanto el carácter moderadamente hedonista de su propietario como su afán por hallarse en entornos ordenados, previsibles y cómodos, adaptados a cada una de las necesidades que habían de solventar. Cada ambiente parecía haber sido vivido en un pasado muy próximo, como si la vida social de su anfitrión fuese intensa todavía.

            El silencio prolongado tras la increíble narración no parecía incomodar a Néstor Matarrasa. Su mirada ora acompañaba al humo de la pipa ora brillaba perdida en las llamas de la chimenea o apreciaba los suaves tonos miel y burdeos de su copa antes de acercarla a los labios o se detenía en los rostros de sus acompañantes sin exigir una respuesta ni resultar apremiante. Sin duda aquel hombre, que no cumpliría ya los ochenta, poseía el temple y saber estar que sólo otorga la experiencia y una educación cuya máxima había sido la corrección, lo que fuera que ella significaba; el principio inamovible de no ser irritante, ni siquiera inadecuado, si no resultaba estrictamente necesario. Cien años resumidos en menos de una hora no eran cuestión a digerir con apremio, se dijo el viejo. Apreciaba el silencio de sus interlocutores como una forma de respeto y consideración hacia lo que acababan de escuchar: el relato de un siglo de crímenes ignorados. Imaginaba sus pensamientos, el modo en que cada uno de ellos estaba ordenando, priorizando, interpretando lo que acababan de escuchar. Y se felicitó por su elección y el buen criterio que su amigo había demostrado al insistir en ellos como la mejor posibilidad.

            Frente a él se encontraba la mujer. Atractiva sin estruendos, sabedora de sus encantos como para permitirse sólo insinuarlos. No hacía mucho más de un ahora que sus mejillas se habían encontrado, al acompañar ella el correcto estrechón de manos que él propuso, con dos besos frescos y despreocupados, y el discreto perfume había acampado en sus sentidos; siempre el perfume; los aromas, asintió en su interior, poseían mayor capacidad evocadora que ninguna otra percepción, con excepción, tal vez, de la música. Ella acababa de aceptar un poco más de brandy inclinándose hacia su anfitrión para acercar la copa y en esa posición su nariz aguileña resultaba aún más rotunda e interesante que el valle por fin descubierto entre los pechos. Su sonrisa sincera, mientras depositaba de nuevo la espalda en el cuero, evocaba en él otra muy parecida, setenta años atrás, y supo entonces, sin lugar a dudas, la razón de su desconcertada impresión al verla por primera vez en el recibidor. No tenía dudas respecto a la mujer. Apenas podía mantenerse quieta. La curiosidad, esa poderosa y femenina compañera, la misma que había perdido a tantos seres humanos, la que había permitido, exigido casi, la evolución de los primeros monos bípedos, invadía a su invitada sin remisión. Estaba atrapada por su relato, entregada, cautivada, y contaría con ella. Sería, además, un placer exquisito contar con ella. Apreció de nuevo sus cabellos rizados cayendo simétricos desde una impecable raya alta. Los imaginó estallando sobre una almohada blanca y tersa, diciendo casi en voz alta que así fueron hermosas algunas de las mujeres más hermosas de la creación, en lugares donde el placer no requería excusas, donde la observación de la belleza era la razón de estar, en un tiempo en que la armonía de los rostros, el dibujo de los cuerpos, la tersura de la piel, el color de los ojos, la forma del cabello, la gracia al caminar y al sonreír fueron valores absolutos; antes de que las civilizaciones que ahora dominaban se impusieran e impusieran unas normas de comportamiento tan arraigadas en él como incongruentes con los pensamientos y deseos más instintivos. Cerró los ojos muy despacio y volvió a ver las facciones tanto tiempo negadas de su madre. Sin abrirlos todavía cayó en la cuenta de la notabilidad de un ser capaz de reunir las virtudes que su amigo había resaltado sobre ella y aquél físico tan discreto y rotundo. Ella se imponía, se desbordaba, se derramaba sobre los hombres avasallando sus sentidos y, sin embargo, cada uno la descubría a su modo. Néstor Matarrasa comprendió estar ante una mujer de las que marcan la historia de los hombres. Una mujer inabarcable y, por ello, imprescindible. Apenas unos grados a la derecha su mirada se detuvo suave en el hombre. Privado de atractivos estrictamente físicos incluso para él, que no renegaba de un tiempo en que las personas de su mismo sexo le resultaron tan interesantes. Trató de precisar lo que sin duda te atrapaba ante su presencia. Lo que te hacía grato el abandono, la entrega, a él. En seguida había comprendido, al tiempo de estrechar su mano cuando llegaron, que escuchaba bien y ese era un rasgo tan inusual como ponderable para alguien con su trabajo. Pero había algo más, tal vez la seguridad, quizás la calma, no, la inteligencia, la triste e inexorable inteligencia que desprendía con cada gesto, que denotaba en cada mirada, que acompañaba cada monosílabo; la comprensión que tan desgraciados no hace, la ineludible consciencia: ahí se hallaba su atractivo. Sí. Aquel ex policía que no era feliz, que tal vez no podía serlo a causa de la falta de control sobre la inteligencia y su autonomía, era, sin embargo, intrínsecamente capaz de hacerte feliz, de sosegarte, de sentirte en buenas manos y de querer estar en esas manos. 

            Singular pareja, improbable, trabajada, comprendió: muy difícil. Ella que no podía contener su alegría, su capacidad de dar para ser, necesariamente alegre, rotunda, primitiva, animal, carnal, excesiva, hecha de felicidad y, sin embargo, necesitada de compartir, llena al vaciarse. Y él, mental, triste, reflexivo, negro, taciturno a ratos, inconsciente de lo que regala, de lo que significa, de lo que aporta para compactar lo que ella traza inconsciente, agradecido, orgulloso, convencido de que lo recibido centuplica lo ofrecido; vacío mientras llena. No lo  tienen hecho, no señor, se dice. Pero se han encontrado y si perseveran se descubrirán.

Por supuesto apreciaba la inexorable inteligencia, la descomunal capacidad del hombre, pero también temía sus consecuencias. Perfecto para encargarse del trabajo, pero, ¿un problema para aceptarlo? En absoluto estaba convencido de haber ganado su interés y mucho menos que decidiera hacerse cargo del asunto. El él la curiosidad es dominada y no dominadora; se utiliza, se encauza, está al servicio de la reflexión, se puede desechar. Un ser tan racional, tan despiadadamente sereno en sus pensamientos, tan desapasionado en lo intelectual como le pareció, no se iba a dejar convencer tan fácilmente. Reparó de pronto en la satisfacción íntima que experimentaba tras su monólogo. No había salido como lo preparó, mas se le antojó que su narración fue, aún con algunas digresiones, saltos y omisiones, en su conjunto, fiel a los hechos y, ¿por qué negarlo?, también fluida y atractiva. La sinceridad no pasaría desapercibida para él. Sorprendente además, interesante, pero sobre todo, confiaba, desafiante. Sobre ese rasgo había de construir la captación de sus nuevos colaboradores.

            Se detuvo entonces a pensar en ello del mismo modo que el hombre lo estaría haciendo en ese momento. Se escuchaba el fuego. ¿Cómo reaccionaría él ante una historia similar? ¿Era posible resolverla? Se preguntaría. ¡No! Despreció su estupidez. ¿Era cierta? La sinceridad no bastaba. Esa sería la primera pregunta. ¿Lo hubiese creído él? Probablemente no. Aunque, se dijo esperanzado, sí hubiera despertado su curiosidad y su interés. Alguien con su pasado tendrá que percibir el reto. Claro que, reconoció, no más que cualquier otra buena historia de misterio en una novela, una obra de teatro o una película. Tampoco era exacto, se corrigió: en su misterio se podía participar, no se limitaba uno a ser espectador. Era cierto. Había sucedido, aún estaba sucediendo. Ahí residía el gran atractivo. Se detuvo entonces en sí mismo. ¿Qué pensarían de él? ¿Qué imagen proyectaba? Una hora era tiempo más que suficiente para dejar constancia de su lucidez. Estaba tranquilo respecto a eso. Pero la edad, ¿restaría credibilidad al relato? Por supuesto se daba cuenta de su…, excentricidad; y tampoco se le escapaba lo insólito del escenario. ¿Sabría aquel hombre separar el continente del contenido? El silencio era buena señal, pero comenzaba a resultar demasiado prolongado. Por supuesto podía probar cuanto decía, al menos los hechos; pero eso ya lo sabía aquel hombre. ¿Sería suficiente? Se descubrió asustado. Tras años de inmersión en la historia, cuando decidía emerger, compartir, resolver, ¿atenderían su invitación? Acaso, se dijo, los árboles impedirían aparecer al bosque. Tal vez no había madurado suficiente el mejor modo de atrapar a sus interlocutores. Dudaba. No podía permitirse un error, no podía ser el responsable de que aquello muriese antes de nacer. ¿Estaba dando por obvio lo que debía ser demostrado? No; trató de animarse. Eran perfectos y no había resultado sencillo dar con ellos. Sin embargo, un temor irracional se apoderó de él sintiendo que el hombre se le escapaba. Se preguntó, no pudo evitarlo, si su temor estaba relacionado con la perspectiva de la presencia femenina, más bien con su ausencia, pero desechó la idea de inmediato. ¿Era sincero del todo? Una pereza absoluta invadió su ánimo como si un dique invisible hubiera desaparecido de pronto poniéndole a merced de la tromba de la razón, tan inasible para él. No conseguía imaginarse a sí mismo reiniciando el proceso de búsqueda. ¿Apreciarían el valor que concedía a su inteligencia y capacidad; a su rectitud y discreción? ¿Sabrían del honor que les hacía eligiéndolos? ¿Se vería obligado a abandonar lo único que daba sentido a los escasos años de vida que le quedaban? Su mano tembló al dirigirse hacia la mesa, mas no parecieron notarlo. Vació de un trago el licor de su copa y se dispuso a intervenir en defensa de su causa.

2

 

                        – ¿Hablo con el señor Federico Requena?- Recordó el ex comisario la llamada, diez horas antes. La voz grave, algo engolada, denotando distancia, tensión, avidez, todo ello apenas insinuado y corregido. ¿Por qué el teléfono sonaba siempre en el peor momento? Se preguntó. Maldijo en silencio los móviles y se prometió considerar seriamente apagarlo para siempre, usarlo sólo para llamar, eliminar el buzón de voz. Recordaba su satisfacción, unos meses atrás, al comprobar que en su nueva residencia, incluso en el magnífico bosque cercano que ascendía hacia el sur, la cobertura era buena. Lo interpretó como un buen signo, como si aquello reafirmara lo acertado de mudarse. El Para Elisa estridente, mecánico, resumido, y falso trepó del bolsillo del chubasquero hasta sus oídos cuando llenaba un saco de leña menuda y piñas para encender la chimenea. Aquella actividad menor se había convertido en costumbre y justificaba sus dos horas matutinas de soledad en la naturaleza, revolviendo sus pensamientos, obsesiones y certezas imposibles de compartir. Incluso si Marian se veía obligada a repartir con los vecinos los palos y las piñas para no bloquear el sótano continuaría haciéndolo. Algún mecanismo interno había saltado dejando libre sus atávicos instintos de macho protector, de animal que ha de procurar refugio y calor a los suyos. Nada como el fuego simbolizaba esa realidad. Descubrió que le gustaba. A Marian no le costó mucho convencerle de la idea. San Rafael estaba cerca de Madrid, apenas sesenta y cinco kilómetros de buena carretera y con un horario flexible, más bien con ausencia de horario, los atascos de las horas punta en la carretera de La Coruña no serían un problema. El alquiler de la casa era muy barato y la venta de la vivienda de Majadahonda resolvería para cinco o seis años sus problemas económicos en el peor de los casos. Ambos eran austeros, necesitaban pocas cosas y poco dinero para vivir. Él sabía disfrutar de la música que ya poseía y sólo los libros resultaban onerosos a la velocidad que ahora podía leer. La ropa se perdía en el abismo de sus prioridades y prefería la comida casera después de toda una vida de menús del día, bocadillos tragados en pie y cortados o italianos engullidos en busca de estimular su sistema nervioso. Ella tampoco gustaba de salir y disfrutaba de horas de soledad en compañía, protegida por su entorno. Quizás la ropa, pero lo controlaría. Allí la vida sería más cómoda, más sencilla, más primitiva, más barata. Las cosas mejorarían, se habían dicho. Pensó en ella con gran cariño, con una devoción y gratitud tan intensas que no podía, que no sabía describir y, por ello, transmitir como le hubiese gustado. Necesitaba a Marian y ese pensamiento, esa certidumbre formaba ya parte de sus asunciones. A veces, empero, se preguntaba si la merecía, ella podría tener algo mejor. Pensó en Brel y su inteligente reivindicación de la ternura. Siempre había compartido con Brel esa y otras opiniones. Recordaba con precisión el ensayo publicado por Ediciones Júcar, en su colección Los Juglares, y se prometió dar con el libro entre las cajas sin desembalar. Releerlo y descubrir. Tal vez, se dijo, me ayude a mostrar la ternura que ella crea en mí. Marian había ignorado formalmente el fracaso de su actividad como detective privado y, sobre todo, su falta de compromiso, de convicción, de dedicación a obtener nuevos casos; tampoco había mencionado la oferta de la multinacional que aún esperaba para convertirle en Responsable de Seguridad con un magnífico sueldo, gran seguridad y prebendas, fruto de las inevitables relaciones y que no deseaba aceptar; y él, a cambio, no había mencionado, sabiendo que ella se sentía culpable, su abandono del trabajo pese a los sinceros consejos contrarios del ex comisario. Sentía que algunos de los pilares sobre los que había construido el edificio vital de su existencia habían desaparecido y se preguntaba si los nuevos podrían cumplir de igual forma su cometido. Eran dos adultos, en sí mismo comenzaba a detectar sombras de vejez, que habían abandonado sus trabajos al albur de una nueva profesión que los unía y que no les daba de comer. Los ahorros de ella podrían alargar otro par de años el colchón de tiempo proveído por la casa de Majadahonda, pero… ¿Y después? Seis o siete años se le antojaba un periodo peligroso. Demasiado lejos para sentirlo con la fuerza necesaria para actuar sin dilación y demasiado cerca como para llegarse de improviso y sorprenderte. Tres meses hacía del traslado y ella se había mostrado como una eficaz compañera en todos los sentidos. El jardín resultaba ya acogedor a la vista; la casa era ya un hogar y Marian se había negado a discutir siquiera la posibilidad de que alguien del pueblo ayudase en ninguna de las nuevas labores, alegando la disponibilidad de tiempo, la no disponibilidad de dinero y su absoluta determinación de convertirse en una aldeana dominadora del nuevo entorno. Recordó sus palabras: «Me sobran ganas, cojones e inteligencia. Y me falta dinero». Su alegría no había menguado y Requena reconoció su sorpresa ante la increíble capacidad de ella para hacerse con el pueblo y sus fuerzas vivas. Él, por su parte, no podía evitar la sensación de fracaso, no tanto en su nuevo quehacer, como en ocuparse de ella. Después de todo, se decía, sí había un macho dominante y ridículo en su interior, capaz de echarse a la espalda de la responsabilidad la mochila inexistente de la obligación, no compartible, de garantizar el bienestar de la hembra y la prole inexistente. Un macho incapaz de compartir la ternura que recibía de ella y los negros pensamientos que devoraban su ánimo, cada día con más intensidad y precisión. Marian no pensaba así, pero eso hacía que no pudiese compartir con ella tales pensamientos, avergonzado por tenerlos, orgulloso de sentirlos; se alejaba de él o, con más ecuanimidad, se alejaba de ella. Por si fuera poco sabía que Marian era del todo consciente de los mismos o, al menos, de parte de ellos, pero tampoco lo comentaba para no darle carta de existencia oficial.

                        – Yo mismo- respondió.

                        – Tengo un asunto de la máxima importancia que exponerle. Algo que deseo poner bajo su experimentada consideración con la esperanza de que resulte de su interés y podamos ajustar un precio razonable para que…, bueno, usted se dedica esto, según tengo entendido. ¿Sería tan amable de acudir a mi domicilio esta misma tarde? Yo no acostumbro a salir si no es imprescindible. ¡Ah! Quisiera contar también con su colaboradora; si no tiene inconveniente, claro está.

            Sin duda era más o menos el discurso que había preparado, pensó Requena. La llamada, era evidente, no resultaba cómoda para quien la realizaba. Un nuevo caso era una gran noticia, pero no sintió la alegría que consideraba su deber, todo lo contrario. Pensó en Marian y se entristeció profundamente. Respondió lejano y desganado:

                        – No acepto todo tipo de casos señor…

                        – Éste no presenta…, quiero decir que no se halla fuera de sus…

            Su interlocutor aceleraba el ritmo de sus palabras.

                        – No sé como puede evaluar eso señor… -. Insistió Requena.

                        – Néstor Matarrasa, disculpe. Me he informado. Sobre ustedes. Quiero decir que me han informado. Sé de su pericia y lealtad y lo que deseo participarle no presenta ningún aspecto…, inconveniente. Creo que puedo asegurarle…

                        – Y, ¿a quien debo agradecer mi…, digamos prescripción, señor Matarrasa?- Cambió de tema ante la perspectiva de entrar en una discusión sin sentido.

                        – Me temo que no puedo ser sincero respecto a ese extremo. Créame que lo lamento, pero he empeñado mi palabra-. La voz sonaba ya muy alterada e insegura, aunque denotaba una gran determinación, como si quien la poseía se despreciase por la falta de entereza y las dudas demostradas al abordar el asunto, pero no dudara de su obligación de llegar hasta el final-. La persona que me ha informado no desea aparecer. ¡No piense que…! Tiene su perspicacia y honradez en gran estima. No hace falta que le diga que… No tiene nada que ver con el caso ni se trata de nada vergonzante, así se refieren ustedes a los asuntos que tratan, ¿no?, casos. De ninguna manera. Es sólo que…- estuvo a punto de determinar el sexo por el pronombre-, no desea… Le aseguro que todo es cristalino.

                        – Comprendo- respondió intrigado Requena-: cristalino. ¿Puede adelantarme algo?

                        – Preferiría hablar con usted en persona. No dude que puedo pagar sus servicios adecuadamente-. Desde luego estaba tan decidido como angustiado. Requena sintió algo parecido a la lástima. Parecía un hombre de edad.

                        – ¿Ni siquiera a grandes rasgos?

                        – Se lo ruego. Confíe en mí. No se arrepentirá.

– ¿Donde sería nuestra entrevista? 

                        – Vivo en el Viso. Seguro que lo conoce-, tampoco eso era adecuado, sonaba fatuo, se reprochó-. En la calle Sil- trató de quitar importancia a sus palabras anteriores.

                        – ¿Podría ser a las seis?

                        – Perfecto. Tome nota del número.

Marian se mostró entusiasmada al regresar de su paseo matutino de relaciones públicas por el pueblo y apenas si probó bocado de la comida entre pregunta y pregunta, entre hipótesis e hipótesis, cuando Requena puso en común la conversación. Reprochó con cariño la poca capacidad de su compañero para sonsacar algo más del enigmático Néstor Matarrasa. Afirmó convencida que el nombre tenía gancho y, con los escasos datos disponibles, armó un marco para el caso, para su caso: sin duda era un anciano venerable y misterioso, rico, por supuesto, cualquiera no vive en el Viso, desconfiado, ¿no lo eran todos los viejos?, pero desvalido; que, seguramente, viendo próxima la hora de rendir cuentas quiere, no, necesita, resolver algo que sucedió hace muchos años, algo terrible, profundo y lejano, sí, un pecado. El caso, pronosticó, sería largo y complejo, pero satisfactorio, y pondría a prueba la inteligencia de Requena y su maravillosa intuición. Él la escuchó sin pronunciar palabra y se emocionó envidiando su estimulante energía positiva. Pronto recogió Marian la mesa y se arregló para la reunión. Desde su nuevo dormitorio elucubraba a gritos sobre la personalidad del señor Matarrasa, a quien se refería ya como su cliente, y lo prometedor del caso que se avecinaba. Llegaba en el mejor momento, después de estar asentados en la nueva casa, decía y su voz llegaba entrecortada por las ropas que pasaban ante su boca. Requena fregaba y sonreía triste ante su entusiasmo. Se sentía mezquino e insincero. Más tarde apareció ante él vestida con un pantalón azul de pana y una blusa crema, un abrigo beige colgaba de su antebrazo; giró sobre sus pies enfundados en las medias y su mirada brilló satisfecha al descubrir la de Requena en las siluetas que los pezones marcaban. Ya en el coche, sentado en el asiento del copiloto, Requena recordó algo extraño e interrumpió uno de sus tangos favoritos para comentarlo con ella:

– Me pidió explícitamente que vinieras- dijo con la mirada perdida entre los pinos del puerto de los Leones.

– Ya te vale Requena- comentó alegre ella-. No sé si me cabrea más que olvidaras mencionarlo o que ahora lo hagas como algo extraordinario. Soy una gran investigadora. Yo lo sé. Tú lo sabes, y parece que Néstor Matarrasa lo sabe-. Marian no ocultaba su entusiasmo ante la idea de un nuevo misterio sin resolver que, por si fuera poco, les reportaría también ingresos y autoestima, ahora tan necesarios. Habían requerido expresamente su presencia, se repitió orgullosa. Tal vez comenzaba a gozar de cierta fama entre los que… No tenía sentido y desechó la idea.

– Sí. Suponía que pensarías eso.

– Lo estás arreglando-. Su enfado iba en aumento.

– Es raro Marian. Sólo digo que es raro. Lo que a mí me hace pensar es que alguien, si es que esa persona que nos recomienda existe, sabe muy bien quienes somos y que, por alguna razón, considera tu concurso como fundamental-. Hizo un gesto para interrumpir la protesta de ella y continuó-. Me gusta saber donde piso o saber que no lo sé. Prefiero conocer que ser conocido. ¿Por qué no quiere que sepamos a quien agradecer el favor? Hay algo que no me gusta. Y me preocupa que haya olvidado mencionarlo. Estoy perdiendo facultades. Es un dato destacable entre los pocos que tenemos. El más destacable.

            Marian fue dolorosamente consciente de que hablaba en serio y se reprochó por su enojo. Sabía que no era así, pero se horrorizaba al pensar que él pudiera pensar lo contrario. Tenía que hallar una respuesta adecuada y deprisa. Podía reír para demostrar que ni consideraba tal cuestión. Podía argumentar en contra, pero ¿no sería eso aceptar la posibilidad? Podía recordar su perspicacia pasada…, esa era la peor. Podía mandarle a paseo  y…

– ¿No pretenderás darme penita Requena?- Las palabras fluyeron en el tono adecuado-. Lo has olvidado porque no es más importante que los otros enigmas que presenta: un intermediario que no quiere aparecer, un viejo que no quiere adelantar nada, un caso del que no se puede hablar por teléfono y una voz que denota angustia; además me quiere en el caso, pero eso es una cuestión menor, sorprendente, según tú, desconcertante y poco tranquilizadora, pero menor. Eres un machista; menos machista que la mayoría, pero un machista. Ni facultades ni hostias. Un puto machista. Pero eso sí, mi machista- concluyó cariñosa y arrugó los labios para lanzarle un beso.

– Será eso- apuntilló lacónico sin lograr dibujar la sonrisa que sentía en su interior y lamentando su falta de sinceridad con ella.

            La tarde desaparecía tras ellos anunciando una noche fría y desapacible. Marian se concentró en la carretera, ahora de un solo carril, virada y húmeda, que iniciaba ya el peligroso descenso hacia Guadarrama y optó por el silencio, persuadida de que cualquier frase, en ese momento, sería desafortunada. Durante meses había ansiado que algo sucediera, que un nuevo caso viniese a sacar al hombre que amaba del peligroso estado de ánimo en que se iba sumiendo. Ahora que se anunciaba, y de aquella forma tan atractiva, nada positivo parecía haber despertado en Requena; más bien al contrario. Había aceptado bien el traslado y continuaba mostrándose atento con ella, forzadamente interesado en la nueva situación, en sus preparativos y sus consecuencias inmediatas de convivencia. Los encuentros sexuales no habían descendido de forma alarmante pese a las agotadoras jornadas de trabajo físico de las últimas semanas y conservaban la intensidad y la entrega. La expresión de su rostro apenas había mudado y las sonrisas no se echaban de menos en alguien como el ex comisario. Se preguntó que gen masculino impedía a los hombres como Requena compartir la ternura que sentían. Se preguntó si un forense la habría hallado alguna vez, densa, en alguna glándula, almacenada e inútil, convertida en un agujero negro capaz de absorberlo todo. La imaginaba como el mercurio con el que jugaba de niña cuando se rompía el termómetro. Una sustancia atractiva, pesada, brillante, huidiza, uniéndose con las otras partes si se llegaban a tocar. ¿Dónde se iba la ternura que no se daba? Volvió al hombre. Nunca un reproche, ni amagado siquiera. Pero ella percibía que lo perdía, que se perdía, que algo se apagaba quedamente en su interior. Nada físico, de eso estaba segura, pues ambos se habían sometido a un chequeo al que ella se sumó para ocultar ante él sus temores, arguyendo que el comienzo de una vida nueva constituía un magnífico pretexto para asegurarse de que sería posible. ¿De qué se nutre el desánimo?, se preguntó. ¿Qué alimenta la tristeza?, cuando no tiene manjares explícitos que llevarse a la mente. ¿Se trataba de la edad?, pero lo descartó de inmediato. Su amiga, la enfermera con la que había consultado, se refirió a procesos químicos para explicar las depresiones y las angustias; pero no podía sugerir, no se atrevía, ningún tipo de pastilla. Algo en su interior se resistía a aceptar que Requena estuviese sufriendo un proceso depresivo. Requena no, se decía. Estaba convencida. Pero, ¿podía estar segura? Otra cosa, otro hurón despiadado y escurridizo campaba a sus anchas por la madriguera de su mente. ¿Pero cuál? ¿Cómo atraparlo y enterrarlo? No hablar de algo era la peor forma de encararlo, más hacerlo se le antojaba contraproducente. Ella poseía alegría para los dos, se dijo tratando de convencerse, y todas las ganas del mundo de compartirla con él. Todo se arreglaría, se repitió con menos convicción de la que hubiera deseado. Reparó en que no necesitaba a nadie si estaba él; pero no tenía por qué ser igual a la inversa. Pese a su observación meticulosa no había detectado ningún síntoma de que fuera ella el problema, pero sólo pensarlo intranquilizaba su espíritu. Sentía el ominoso terror abalanzarse sobre ella ante la idea de perder su compañía, su seguridad, su inteligencia, su comprensión, su fortaleza, su presencia. Aquel caso… Sin duda era la solución. Recordaba perfectamente el pasado. El brillo en su mirada cuando se enfrentaba a injusticias por resolver, a misterios desafiantes, a casos nuevos. En ese trance Requena vivía, tomaba sentido, se crecía y desplegaba todo su encanto, un atractivo que te ganaba y te arrastraba con él hacia cualquier lugar. Sí. El caso. Rogó a los dioses que resultara largo, complicado, exigente, mágico, taumatúrgico. Que le devolviera al hombre que amaba.

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