EL TEATRO DE LAS ÁNIMAS

EL TEATRO DE LAS ÁNIMAS

¿Esto? Esto ya lo habías leído. Y es que por decir no hay nada nuevo. Desde hace mucho tiempo todo ya fue escrito, son las mismas historias… Y sí, así es, lo habías leído, sólo que nunca antes tenías detrás de tu hombro derecho a un emisario de
Satanás, esperando a que te gires para sonreírte. Para intentar exprimir el miedo que te causa su presencia, qué sabes bien,es cierta.

¡No! No lo hagas, no te gires. ¡Te lo suplico! No te dejes intimidar por esa presencia que empiezas a percibir. Continúa leyendo, pues lo que te voy a contar podría salvarme de este limbo en que me encuentro, sumergido entre letras. Si te giras
también podrías caer. Recuerda, el problema del diablo no es que tú lo veas si no que él te vea, te sonría, te dé la bienvenida a su existencia.

Si tienes un corazón ateo, tal vez podrías estar bajo una protección singular, porque claro está: sin Dios, no hay diablo. Pero eso no garantiza nada, nada de nada. Por favor no te detengas, sigue adelante, sigue leyendo. Escucha en tu mente
estas palabras.

Ayúdame. Ten compasión. Te prometo que nos vamos a columpiar por algunas historias divertidas, otras tristes y agónicas, otras felices, hasta que llegues al final, y sepas porqué tienes el deber de ayudarme a salir de este purgatorio.

Por cierto, me presento. Soy Nicolino. Un amigo. También me dicen Gavroche, Gavroche el gamín.

¿Mi nombre? Hasta hace sólo unos instantes no me acordaba cuál era mi nombre. Lo había perdido cuando era muy pequeño. Sí, sí, como lo estoy diciendo, hasta hace unos instantes mi memoria no alcanzaba a más que a unos cuantos pretéritos apodos, El Pepo, Nando, Pepe… Me los iban
cambiando, los que me querían. En su cariño, mi presencia así les sonaba. ¿Yo? Me complacía. Era una forma alternativa, muy dulce, de ser acariciado. Pero, un día, un fatídico día, todo cambió y me quedé solo, en el desamparo de una orfandad que era incapaz de comprender.

Aprendí a vagar por ahí, a pasear mi hambre, a convertirme en un niño de la calle, mala mañoso, para sobrevivir. Eran raras las sonrisas que no fueran las mías propias, también las manos obsequiosas de cariño, de ternura. Sí, esa desapareció, la ternura, torrente de felicidad que nunca olvidé, con la que me arropaba mi madre.

Un día, en el parque, había un anciano sentado en una silla cercana a una fuente, en una placita frente a una vieja ermita.Con sus manos temblorosas, de dedos pulcros, deformados por las dignidades del tiempo, sostenía un librillo en donde parecía repasar unas cuentas. Le di un rodeo y me acerqué sigiloso, y sin mucho pensarlo me le abalancé cogiendo su cartera, pero el viejo, que también había sido bicho de la calle, me hizo una zancadilla. Me levantó por el pelo y me sentó a su lado. Me regaló una sonrisa y después un delicioso pastelito que sacó de una bolsa. Me miraba escrutando en mi cara no sé qué.
Enarcaba sus labios de manera paternal. Me quedé quieto a su lado, comiendo el inesperado manjar. Cuando lo terminé sacó de la cartera un billete y me dijo:

—Toma, Gavroche. Cómprate unos zapatos de correr.

Cogí el dinero y cuando me bajé del asiento, y había dado un par de pasos sentí un calambre que recorrió todo mi cuerpo. Me giré.

—¿Gavroche? –inquirí emocionado.

—Sí. En adelante serás Gavroche. Anda compra los zapatos. Serán tus compañeros, tus cómplices y en ocasiones tu salvación. Los tienes que comprar, no los puedes robar o te traicionarán. Sé porqué te lo digo. Vete Gavroche.

Y Gavroche me quedé. Fue mi último apodo, pues todavía así me llamo.

Muchas cosas me han pasado. Unas extraordinarias, otras prosaicas a mi condición. He aquí algunas de ellas…

  1.

  Entré en el viejo y abandonado teatro Olimpia, el que desde hacía muchos días se había convertido en mi casa. Pero, esta vez, el golpeteo de mis zapatos no tenía el tono festivo de costumbre, por el contrario, sus ecos en el amplio recinto de entrada retumbaban como lamentos. Allí habitaba la soledad, la de un niño abandonado… ¡la mía!

Había regresado del aeropuerto caminando despacio, arrastrando mis pies, recorriendo las calles de la gran ciudad que, aunque estaban igualmente agitadas, se mostraron diferentes. Mis amigos se habían marchado. No estaba seguro
pero, excepto en mis recuerdos, tal vez no los volvería ver.

Apremiado por la sensación de vértigo que me causó la enormidad de la estancia de recibo, sin el gobierno de mis pasos me dirigí al gran salón de butacas. Abrí la puerta, y mi visión se precipitó en ese abismo tapizado de sillas vacías. Me dio mareo, retrocedí y me volví; salí de allí. Vacilante, caminé
hasta la puerta de la habitación prohibida. Como algo pasaba en ese lugar, y me lo habían advertido, me dio miedo entrar. De todas maneras, como niño que era, siempre estaba envenenado de curiosidad y temeridad infantil, me paré sobre un taburete para mirar por el ventanuco de la batiente. No había nadie.

Procurando hacer menos ruido para que no se volviera doloroso el eco, caminé en puntillas. Pero el viejo maderamen del corredor crujía bajo mis pies delatándome a cada paso, emitiendo un lamento perverso. Volví al salón principal y me senté en la primera silla que encontré. Y, cuando tenía la vista
perdida en la gran pantalla, me atraparon los murmullos del silencio. Estaba bajo el hipnótico influjo de la melancolía. Mis amigos no estaban y yo, el gamín1, me sentía perdido en aquél lago negro en el que se había convertido el gran teatro abandonado, mi casa.

Un raro cambio en mi cabeza me hacía más reflexivo y, a mi ánimo, menos volátil. No quería jugar a nada, era como si, con tan sólo nueve años, me hubiese transformado en un abuelo que espera con antipatía que pase el tiempo, por letal.
  -No tendrás que esperar demasiado. Los volverás a ver.

A mis espaldas escuché una voz ronca, resquebrajada por salvas de tos flemosa. Era Canuta, la ciega pordiosera de la calle Junín.

Me giré, pero en ese mismo instante el salón se oscureció, así que me encontré con una sombra que emergía cortando la luz del proyector que empezaba a rodar la película de esa noche. Nadie operaba el viejo aparato. Sólo, mágicamente, se encendía
cada noche para contar una historia y así no dejar que el tiempo, que insidiosamente lo carcomía en su propio óxido, lo matase definitivamente, porque hacía mucho tiempo, para su dueño, muerto estaba. Era eso, un teatro abandonado donde vivían pordioseros, gamines y almas sueltas de cuerpo, congeladas en malignas pasiones y dulces quimeras.

-Te voy acompañar ?dijo la vieja.

A tientas caminó por el pasillo y se detuvo, se metió entre las sillas sin sentarse, un par de filas por delante. Se volvió hacia mí, y su rostro se iluminó. Los reflejos del potente foco me mostraron sus ojos blancos, enfermos, hechos nubes por el pterigión, además de una sonrisa desdentada y maternal. Sus
ojeras eran más acentuadas de lo habitual. Las escleras enrojecidas eran una evidencia innegable, había llorado. Me bajé de la silla ipso facto. En un santiamén llegué a su lado. Me detuve frente a ella. Su presencia ya no me asustaba, por eso mismo me atreví a preguntar.

-¿Estabas llorando?

Abrió los ojos de manera exagerada, intentando con la repulsión que sabía que causaban, darme un correctivo por mi intromisión pero, enseguida, vencida por la inocencia de mi pregunta los cerró y asintió meneando la cabeza.

-Dormía… dormía.

-¿Dormías? Y también llorabas  -repuse.

-Sí, pequeñín. Lloraba mientras dormía. Es la soledad. Es muy triste cuando, sin buscarla, ella te encuentra. Ahora que me conoces, tal vez lo puedas entender. Ven aquí, siéntate a mi lado. Te lo voy a explicar.

  Me alegré por la amistosa invitación que mitigaba eso que ella decía, y que yo también sufría: la soledad.

-¿Me vas a acompañar?

-Sí, Gavroche. Ven para acá. Quiero que me abraces. Anda, ven -abrió sus brazos y me zambullí en ellos. A pesar de su aspecto harapiento estaba impregnada del olor de un delicioso perfume. Olía a limpio. Sentí su tibieza en mi cuerpo.

-¿Sí? ¡Muy bien! -experimenté un subidón en mi ánimo, una llamarada de alegría?. ¿Me quieres? -pregunté, loco de ansiedad por escuchar un sí por respuesta. Y, sus labios lo pronunciaron sin demora. Me apretó en sus brazos.

-Eres un niño muy bello.
Me sentí arropado por una fortuna insólita. Viniendo de ella, inmerecida.
  -Pero si yo…

  -¿Tú, qué? No importa. Eres un terrible. Gavroche “El Terrible” -dijo y soltó un par de golpes de tos cuando intentó
reír. Con el mote que acomodaba a mi nombre estaba haciendo
alusión a mis travesuras, en especial a las perrerías que le había hecho. Más de una vez había robado monedas de su canastillo de pordiosera. Siempre, la ciega Canuta, sabía que era yo. Para espantarme, gritaba por mi nombre. Y ahora, como sus palabras eran un indulto, un inesperado acto conciliatorio, me quedé en deuda.

-¿Cómo podías saber que era yo, si no puedes ver?

-Niño, no puedo ver con los ojos. Pero te puedo ver. 

-No te entiendo.

-Sin los ojos, también se puede ver. En muchas ocasiones es mejor estar ciega de los ojos. Eso sí, no del corazón. ¿Sabes? Las tinieblas más profundas y tenebrosas podrían estar en el
aposento iluminado de un ciego del corazón.

-Hablas como el cura de la catedral. No entiendo lo que dices -dije a modo de reclamo.

Interrumpiéndome, la pordiosera carraspeó de nuevo y le sobrevino un ataque de tos. Cuando se recuperó dijo:

-Te voy acompañar, y tú a mí.

-¿Entonces, estaremos juntos?

-Sí. Te lo prometo.

-¿Seguro?

-?Sí. Seguro, Gavroche.

-Es que cuando estoy solo, me pongo muy triste -me recosté en su regazo mientras lo decía.
-No te dejaré solo. Te lo prometo. Es cierto lo que dices: esa soledad es muy triste. Ahora, calla. A ver que nos presentan hoy -dijo Canuta cruzando sus labios con un dedo, abriendo los ojos para dar
acento admonitorio a la orden de guardar silencio.

Me giré hacia el gran telón, la película, que apenas iniciaba los guarismos en descenso, se trabó en el dos. El reflejo del acetato en la pantalla se fue deformando, achicharrando el número que, como herido de muerte, se retorcía. La luz del proyector se apagó, dando paso a la misérrima claridad que podían dar las cansadas luminarias que le quedaban al ruinoso teatro. Canuta, después de carraspear su guargüero para afinar la voz, aprovechó la pausa para decir:

-Sí, Gavroche, lloraba. David se fue. Me costó admitirlo. Ahora, sólo me queda el dolor de su ausencia, pues el tiempo, que todo lo oxida, hasta me ha ido borrando su cara. En las noches duermo para continuar llorando, con los ojos cerrados.
Estar sin él, es muy duro. Sí, mi niño, sí lloraba. Sin David, la soledad es muy triste y el futuro incierto.

La proyección se había reiniciado. Ella señaló la gran pantalla. En ese momento mi mirada fue abducida por una avión plateado, que impetuoso recorría la pista para alzar el vuelo. Mi fascinación por los aviones me avivó pero una súbita sensación narcótica me asaltó. Me escurrí en el asiento y me
debí quedar profundamente dormido porque, de ese día, no recuerdo más.

  2.

¿Y qué, cómo me hice amigo de Canuta? ¿Cómo llegué al teatro de las Ánimas, y lo hice mi casa? Mejor que me ayude a contarlo Jenaro, «mí» otro. /
Dos meses antes…

El sol radiante se arropaba con un manto azul turquesa, un cielo sin nubes, maculado por catervas de palomas aleteando entre los techos de los edificios.

Pululando, con afán, se movían señores, mensajeros, voceadores de prensa, damas de alcurnia -y otras de menos,claro está la mayoría-, pordioseros y algún gamín que culebreaba entre la gente para hacer cualquier rapiña que, por lo menos ese día, lo salvase de morir de hambre. El centro de
la gran ciudad estaba embebido en la cotidianidad, en una mañana de primavera, estación que allí no obedecía al tiempo, que parecía deliciosamente eterna.

Un reluciente automóvil negro se detuvo frente al edificio de la compañía de ferrocarriles. El chofer, un fulano huesudo de semblante agrio, vestía de negro y calzaba unos guantes blancos, cual enterrador del Cementerio Central. Sin importarle el taponamiento que causaba, con la concupiscente tolerancia de la autoridad de tránsito, descendió y abrió una puerta trasera, y, sin soltarla, se dispuso a esperar a que
llegara el jefe, cuya presencia se presentía a las espaldas de dos escoltas mal encarados, de sombrero de fieltro, que de prisa caminaban hacia la puerta abierta, aleteando sus gabardinas al viento. /
El jefe ocultaba la cara en el nubarrón de humo blanco que despedía un grueso habano. Lo fumaba para destacar, con pedantería, las opulencias que le brindaban los beneficios de su maléfico oficio de prestamista. El regordete truhán, ensimismado en sus pensamientos avaros, se detuvo antes de
subir al automóvil, y apartando el humo de sus ojos con la misma mano con la que sostenía el puro, miró el reloj que sacó de un bolsillo del chaleco, el que ataba a su pantalón con una leontina dorada. Asintió, como si estuviera de acuerdo con el
veredicto de la maquinita de medir el tiempo.

  A pocos metros, agazapado detrás de una lámpara del alumbrado municipal, un pelafustán esperó el momento apropiado, y de un eficaz zarpazo le arrebató el Patek Phillipe, el reloj del jefe.

-¡Ey! ¡Deténgalo! ?gritó don Hermógenes Racedo, el
“respetable agiotista”.

Serpenteando entre los transeúntes, el gamín huía. Iba con el botín en una mano, visible a todos por la dorada cadenilla que salía de su mano empuñada y que, a los ojos de algún desprevenido, parecía una culebrilla viva. Poco a poco, iba ganando valiosos metros a uno de los guardaespaldas de Racedo que corría tras él.

-¡Agárrenlo! ?gritaba el perseguidor.

Algún espectador hacía eco, pero nadie ponía una mano en el pequeño ladrón. Alcanzó la esquina y dobló, metiéndose en medio de un grupo de monjas que caminaban como pingüinos; se tropezó con una de ellas y cayó. Se encontraba en las orillas cenagosas de la desesperación, pues había perdido un tiempo precioso y el esbirro se le echaba encima, empuñando un revólver. De pronto… ¡Buumm!

El trueno del arma irrumpió en el lugar, ocasionando un posterior silencio, helado y sobrecogedor. Las palomas que casualmente volaban por encima de la persecución hicieron
una pirueta dispersándose en desorden. La gente corrió presa del pánico. El niño volvió a trastabillar y cayó al suelo sin soltar el tesorillo rapiñado, pero como un acróbata de circo se incorporó de un salto y continuó corriendo, aunque ya no era tan veloz, pues iba renco. Estaba al alcance de su perseguidor. Saltó entre un lustrabotas y su cliente. Detrás, el escolta trató de imitarlo, pero de manera deliberada y sutil, el limpiabotas, levantó un pie y el hombre se fue de bruces al suelo.

El ladronzuelo siguió corriendo y se perdió entre la
multitud. Pudo alcanzar la siguiente esquina, en medio del griterío de los transeúntes que en su mayoría tomaban partido por el ratero alentándolo a huir. 

A media calle, Romu, estaba sentado en un banquito, recostado en una pared. Alertado por el alboroto fijó la mirada a lo lejos. Vio la figura de pequeño Gavroche que corría hacía él. Deduciendo que era una nueva fechoría del niño de “su calle”, para hacer una distracción que lo ayudase a escapar, tomó un bandoneón y empezó a tocar. Emergieron resonancias cromáticas, suaves y prolongadas que se intercalaban con otras cortas y drásticamente abruptas. Para acompasar la melodía, movía la pierna en la que apoyaba el instrumento.
Eran las notas de un antiguo tango.

Prevenido con el asunto, el vecino, otro lustrabotas, cambió su humilde arte por otro también de pobre estirpe, el de músico callejero. Se acercó y comenzó a tocar una guitarra. Hechizados por
las mágicas notas, los que por ahí pasaban fueron cambiando el rumbo y en círculo los rodearon. El bosque de piernas, abrigos y faldas tapó a Romu la visión de Gavroche que, sin medir el peligro que implicaba el nutrido tráfico, había cambiado de acera. Lo último que vio fue que, a lo lejos, un par de agentes de policía corrían detrás del pequeño. Romu, también llamado “el Mudo”, un morocho de
bellas facciones marcadas con profundas arrugas, cerró los ojos e inició el canto de la canción que interpretaba con el bandoneón. La gente le veía mover los labios pero no escuchaban su voz. Sus
blancos cabellos engominados, cuidadosamente peinados, brillaban al sol. Quien lo veía sentía tal magnetismo que, aún sin escuchar lo que de sus labios salía, entendía las palabras que se quedaban
presas en su garganta. El desdentado guitarrista, tarareaba la canción, pero tampoco a él se le escuchaba la voz. Muchos de los que conocían la popular tonada la cantaban acompañando la voz ausente de Romu, el pordiosero, el “cantor mudo” de una esquina de la calle Junín. Cuando en medio de la melodía, terminó la pausa para iniciar la tercera estrofa, irrumpió el niño. Colándose por detrás del
guitarrista, tomó un sombrero y se paró al lado de Romu. Con voz aguda, propia de sus nueve años de edad, con perfecta entonación, continuó la canción. Como el niño lo hacía, y sabía que de él sólo se
escuchaba el bandoneón, Romu dejó de cantar.

«… Hoy que la suerte quiere te vuelva a ver, ciudad porteña de mi único querer, oigo la queja de un bandoneón, dentro del pecho pide rienda el corazón. Mi Buenos Aires, tierra florida donde mi vida terminaré…» 

Aunque, Gavroche, sólo quería simular ser otro músico más, siguiendo la artimaña que sus amigos le servían para escapar, cantaba cargado con tal sentimiento que vibraba su cuello y se estremecía toda su humanidad. El anillo de espectadores se
convirtió en un tumulto circular. Se guardaba ese
característico silencio que incluye los murmullos de algún tarareo.

Un policía se abrió paso entre el público y se plantó enfrente de los músicos. Con gesto de enfado y punzante inspección sobre el pequeño rufián, lo declaró sospechoso. Uno de los músicos, el guitarrista, lo miró fijamente a los ojos, durante
unos instantes, sin pestañear. Al agente del orden le asaltó una rara sensación, y un súbito escalofrío recorrió todo su cuerpo. Intimidado, no pudo sostener la mirada al lustrabotas que tocaba la guitarra, entonces bajó los ojos al suelo, sacó
una moneda y la tiró dentro del pequeño canasto que
recaudaba los frugales estipendios sometidos a la voluntad del «Respetable» que se emocionaba. El policía, retrocediendo, dio media vuelta y se zambulló entre los espectadores para salir
del sitio. A medio camino, engullido por la gente, se giró buscando los ojos de Romu, y los encontró pero sobrecogido por la extraña sensación siguió alejándose.

Bajo el andén, en el caliente asfalto, pasaba muy despacio el automóvil de don Hermógenes Racedo. Iba con las ventanas abiertas y los escoltas con sus cabezas asomadas fuera del vehículo. Buscaban entre la multitud la presencia del pilluelo. Los sonidos del bandoneón en armonía con la voz del pequeño Gavroche, hicieron que don Hermógenes ordenara a su chofer detener el automóvil.

«…Mi Buenos Aires querido…. cuando yo te vuelva a ver… no habrá más penas ni olvidoooo… »

No descendieron. Se quedaron allí, escuchando hasta que la última nota se perdió entre un aguacero de aplausos. Hubo una débil llovizna de monedas en el canastillo de Romu y en un sombrero que el espontáneo cantor tiró al suelo al terminar.

El auditorio se dispersó. Don Hermógenes y sus malos se fueron. Sólo quedó el policía mirándolos a la prudente distancia que le permitía el miedo que le había inyectado los ojos del guitarrista.

-No me siento bien ?dijo Gavroche.

-¡Eh! ¿Qué has hecho? No tenés arreglo. Sos un granuja. ¡Ché! ¿Qué es lo que has hecho?

-Nada -mal mintió el pequeño porque el sonrojo le incendió la cara. Su mirada evitaba los ojos de Romu. Entonces un destello iluminó sus pupilas, ¡lo podía oír! Eso, nunca antes había pasado. Como todos los demás, lo veía mover los labios pero sus palabras no tenían sonidos. Estaba convencido de que sus amigos, el lustrabotas y el del bandoneón, eran mudos.

-Te puedo escuchar ?exclamó, alegre.

-Sí, ya lo sé. De ahora en adelante me oirás. Mostrá. Sacá lo que tenés escondido.

El niño sudaba. Su mirada continuaba esquivando los ojos del Mudo. Estaba avergonzado. A Romu y a Juanito, les profesaba respeto y afecto. Y es que no tenía a nadie más a quien querer en ese mundo solitario y mezquino en el que le había tocado vivir. Algunas veces, ellos le habían quitado el hambre, pues con extraordinaria generosidad le habían dado
las pocas monedas, todas las recaudadas en su canastillo de artistas de la urbana intemperie.

-Deja al niño tranquilo -terció Juanito mientras retomaba su trabajo de brilla zapatos.

-Ven, dame un abrazo ?dijo el viejo morocho, suspendiendo el acomodo del bandoneón en el estuche.

Gavroche se le echó encima. Lo sintió muy frío. Era la primera vez que se acercaba a Romu, tanto como para tocarlo. En el oído, le susurró:

-Perdone usted.

-No importa. Pebete, un día de estos te meterás en un buen lío. ¿Qué te jalaste?

-Está en su bolsillo -cuchicheó y se apartó mirándole a los ojos.

El Mudo metió la mano en un lateral de su desteñida y remendada chaqueta, allí sintió el objeto. Aquello pesaba mucho para su tamaño. En ese preciso momento el pequeño sufrió un desvanecimiento, ante lo cual Romu soltó el botín del gamín para poderlo sujetar.

-Vamos, te llevaré al Olimpia.

-No, no lo puedes llevar allí ?dijo con tono firme Juanito, el lustrabotas.

-¿Qué decís? ¿Pero, es que no lo ves?

-No. Todavía no -dijo con tono sentencioso.

Acomodaron al pequeño Gavroche reclinándolo en la pared. Estaba agotado. Sentía que lo envolvía un manto frío, una fina neblina que lo cubría y le causaba desagradables tiritones. Con los ojos puestos en el revolotear de un par de palomas que se peleaban por unas migajas de pan, se le fue quedando la mirada vacua hasta que aquella neblina se hizo más densa y lo cegó. Entró en un letargo que lo condujo a un profundo sueño y, estando allí, dejó de sentir frío, tampoco sentía hambre. Le
dieron ganas de reír. Le pareció ver a su madre y quiso contarle que estaba alegre.

Los sonidos del bandoneón se fueron haciendo más cercanos hasta que los percibió a su lado y abrió los ojos. Todavía estaban allí las palomas pero no reñían, en paz picoteaban migajas en el suelo. El sol parecía más radiante y había un delicioso olor a pan dulce recién horneado.

Se giró a la derecha, encontró la cara sonriente del
lustrabotas. Con un trapo amarillento frotaba vigorosamente el zapato de un viejo que leía el periódico. Miró al otro costado y encontró la cara de Romu que enarcaba sus cejas y su boca dibujaba una sonrisa tímida. Un par de lágrimas rodaron por
las mejillas del Mudo antes de cerrar los ojos e imbuirse en las burbujeantes notas de la melodía que sacaba de su bandoneón.
El pequeño sonrió. Su risa nacía de una singular alegría. Estaba tan contento como si tuviera en sus manos el carrito del escaparate de la acera de enfrente, el juguete nuevo que codiciaba con locura, con lo que todavía le quedaba de niño al desgraciado gamín. De repente, la música del instrumento que
manejaba el Mudo tuvo un abrupto tropezón disonante y se extinguió entre una chillona nota resbalosa. Romu se transfiguró, tenía en la cara un mohín de enfado. Su expresión de enojo chocó contra una bellísima mujer, alta y delgada, de
cabellos canos. Sus ojos zarcos eran dueños de una mirada de tiniebla que emitía sutiles y relampagueantes visos satinados. Vestía muy elegante, de riguroso negro y con un lazo dorado
que rodeaba su cabeza pasando por la frente a modo de corona. Un halo de silencio la envolvía. Las palomas que antes comían ansiosas, a su paso, volaron espantadas.

-Sos agiotista. Cobrás a ultranza. Te has envilecido con él. No tenías porqué… -dijo el Mudo, dejando encalladas las últimas palabras entre los labios. Se quedaron en su pensamiento.

La mujer, que sí podía escucharlo, sonrió, exhibiendo una radiante dentadura. Asintió con ironía. Le otorgaba razón al reclamo, que para ella, en vez de tomarlo como una admonición fue un reconocimiento. Siguió de largo y le entregó
un regalo al niño, quien maravillado lo tomó con las dos manos. Con incredulidad lo abrazó para sentirlo suyo. Ella dio media vuelta y se fue cruzando la calzada. No se inmutó al atravesarla, a pesar del denso tráfico.

-¡Es el carrito rojo! -gritó al descubrirlo entre los celofanes de colores del envoltorio que, en ásperos chasquidos, gemían al ser rasgados por la emoción del gamín.

La tarde se fue tiñendo de arreboles escarlatas y de golondrinas bullangueras, mientras el niño se sentaba al mando del juguete y levitaba de felicidad al sentirse su dueño, sin el reclamo de nadie. Romu, con los ojos en lágrimas, tocó sin pausa tres canciones. Yaciendo delante del miserable
músico, su sombrero seguía desahuciado, escuálido, tan sólo atesoraba calderilla.

Las campanas de una iglesia cercana dieron las cinco de la tarde y de todas las puertas fue saliendo la muchedumbre, como hordas de cangrejos de entre de las rocas.

La calle se llenó de presurosos transeúntes ávidos del vespertino descanso. La gente se colgaba de las puertas de los buses ahítos de esos pasajeros de ánimo impaciente por escapar a casa. Cuando fueron pasando las efervescencias del tropel, Romu, el del bandoneón, y Juanito, el lustrabotas de la
guitarra, se miraron y con los ojos acordaron volver con el niño al refugio que tenían por casa.

El pequeño, después de asentir alegre a la oferta, miró a Juanito quien enantes se había opuesto. El lustrabotas sonrió y movió la cabeza dando consentimiento a la propuesta de Romu. En silencio recogieron sus cosas, el niño guardó su carrito en la caja y se dispuso a acompañarlos. Uno al lado del
otro, emprendieron el camino. Al doblar la esquina tomaron una calle menos transitada. De repente, Romu se detuvo abriendo sus brazos a los lados para contener a sus amigos. Cruzó una pícara sonrisa con Juanito, quien puso una mano en el hombro del pequeño Gavroche para retenerlo a su lado. El Mudo siguió adelante. Caminó despacio, aplanando sus pies contra el suelo como queriendo que sus pisadas no hicieran ruido.

Más allá, en un rincón de la acera, estaba sentada una vieja de aspecto cochambroso, vestida con harapos, que extendía su mano tratando de pescar alguna limosna. Sus ojos ciegos por nubes albas que tapaban sus córneas, se combinaban con la
voz asaltada por gallos roncos, dándole trazos siniestros a su miseria. Canuta.

-¡Virgen santa! ¡Protégeme! -dijo después de olisquear en el aire.

Cuando se acercó el Mudo, la vieja se persignó. Lo hizo tres veces mientras Romu se le cruzaba por delante. Juanito soltó una carcajada. Sonriente el del bandoneón giró y se volvió por el mismo camino.

-¡Uy! ¡Virgen Santísima! ¡Santa Rita, ayúdame! -repitió la súplica y volvió a santiguarse.

Romu volvió al lado de sus amigos, y dejando en un arrume lo que llevaban, se tomaron de las manos y caminaron sonrientes delante de la vieja. La ciega, al sentirles pasar, hundió la cara entre sus manos temblorosas; rezaba una oración implorando protección contra las acechanzas de las ánimas en pena. Después de volver por sus cosas, anduvieron
media cuadra desgañitándose de la risa a costa de la atribulada mujer. Las risotadas fueron amainando hasta que al llegar a la esquina, antes de atravesar un callejón, un súbito rugir invadió el entorno. Un avión, un DC3, pasaba por encima de sus cabezas. Iba prendido de las escandalosas aspas que se
batían con furia para ganar la batalla a la gravedad. Juanito y Romu se quedaron pétreos, con el rostro destemplado y los ojos fijos en el pájaro de aluminio que escupía pequeñas lenguas de candela azul por el escape de sus motores. En medio del estruendoso rugido se fue alejando hasta que
desapareció de la vista detrás de árboles y edificios.
Permanecieron como estatuas de mármol talladas en el borde de la acera. El pequeño Gavroche los miraba desconcertado, no entendía porqué había un giro tan radical en el ánimo de sus amigos.

En silencio caminaron un par de calles más hasta que se hizo presente el desvencijado letrero del teatro Olimpia, edificación tan vieja y ruinosa como imponente. A medida que se acercaban y su fachada se hacía más grande, se fue haciendo
perceptible una melodía. Parecía venir de una de las puertas que se encontraba entreabierta, de la que también salía una liviana y etérea nata luminosa que cortaba la oscuridad que ya se había adueñado de la calle. Antes de entrar, el niño la reconoció y empezó a tararearla hasta que de sus labios brotó la canción…

«… Tengo miedo de las noches que, pobladas de recuerdos, encadenan mi soñar. Pero el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde, que es toda la fortuna de mi corazón… Volveeer… »

Romu le hizo dúo al final. La melancólica tonada terminó con el golpeteo acompasado que hace una aguja en el final de un disco de acetato. Juanito puso la mano en el hombro del morocho de cabellos canos alisados y brillantes por la gomina.
Lo miró, a la vez movió la cabeza asintiendo.

-Pebete, este es el Olimpia. Ahora podés entrar. Esperá, sólo hay una condición. Poné atención. Hasta que amanezca, todas las noches tendrás que escuchar una historia, ver una película o referir un cuento, o no podrás volver aquí. También, si llegás
cuando haya empezado la película, esa noche no podés entrar. ¿Me entendés? -dijo el Mudo.

El pequeño asintió conforme y preguntó:

-¿De cine? ¿Dan películas?

-Sí. Son un poco diferentes pero son películas. Vamos pebete -Romu le animó a entrar. Su blanca y perfecta dentadura se dejó ver al sonreírle con acento paternal al pequeño. 

  3.

Entré de sopetón. Dejé el carrito en el suelo y corrí como loco por el amplio vestíbulo del viejo teatro. Los ecos de mis zapatos contra el ajedrezado suelo sonaban como aplausos. Me había escapado de las manos de Romu. Mi emoción me hacía volar de
la felicidad. Yo, un mísero gamín, después de mucho tiempo volvía a tener un techo y quien se preocupara de mí. Las atrocidades de la calle me habían borrado de la memoria, casi por completo, esa dulce sensación de amparo.

Me estrellé  contra una puerta que pretendí traspasar de un empujón. Estaba firmemente asegurada. Intenté alcanzar el pasador y cuando en las yemas de los dedos sentía el frío metal de la
manigueta, llegó el Mudo y con expresión canina liquidó mi ímpetu explorador. Me tapó la boca con la mano y cubrió mis palabras que se redujeron a un murmullo apagado. Cruzó sus labios con un dedo, acerando su edicto de silencio.

-Callá pebete -me musitó al oído, y alzándome entre sus brazos, me dejó ver a través de un vidrio redondo, como un ojo de pescado gigante, que se incrustaba en la puerta?. Allí no podes entrar. Decime pebete, ¿qué ves?

Tras una densa neblina de visos perlados por débiles rayos de luz que la penetraban como saetas cortantes se podía ver, al fondo, la figura de una mujer. Estaba sentada delante de una mesa sorbiendo de una cuchara que, en cortas pausas, hundía en un plato que despedía finos espirales humeantes.

-Hay una señora -dije. Volvió a taparme la boca, siseando para que bajara la voz.

-Hay una señora -repetí susurrando.

-Mírala bien. ¿Quién es?

Me quedé unos instantes mirando entre parpadeos para traspasar el humoso recinto y mejorar el atisbo. Era la pordiosera de la vuelta de la esquina de la calle Junín, estaba allí, había llegado antes que nosotros. Sorprendido me volví a Romu, el asintió y musitó en mi oreja:

-¿La ves? Sabés quién es, ¿cierto?

-¡Ah, sí! Sí, lo sé.

-Te voy a hablar de ella. Pero recordá, allí no podés entrar.

Me bajó al suelo y se fue, al momento volvió con una banqueta y me encaramó encima. Mis ojos quedaron al nivel del ventanuco redondo de la puerta que daba a la zona prohibida. Hice un movimiento torpe y tropecé con la batiente.
La vieja dejó caer la cuchara sobre el plato y se paró con el rostro hacia nosotros. Vino en nuestra dirección. Romu me tapó la boca de nuevo, mis ojos se querían salir de las órbitas.La señora se acercó y como si pudiera hacerlo, oteó por la ventana. Sus ojos eran fulminantes pero su mirar vacío; elevó
su mirada perdiéndose en un techo negro, tangible en su sensorio de ciega, en su intuición aguda de invidente y astuta callejera.

Permanecimos quietos. Él esbozaba una sonrisa. Yo estaba congelado, impregnado por el miedo que me producía sus frecuentes gemidos roncos, roñosos de flemas, y lo macabro de sus ojos blancos nacarados, resaltados por la luz sesgada que la alumbraba desde nuestro lado del cristal. Parecía que alguna alimaña insidiosa se los hubiera empezado a devorar. Se quedó allí unos instantes y cuando volvió a su asiento junto a la mesa, Romu me dijo:

-Mientras te cuento su historia, no dejes de mirarla… Te  sorprenderás.

El Mudo empezó su relato. Sus palabras dúctiles empezaron a cambiar los sonidos de sus labios por imágenes diáfanas en mi mente. Caminamos y nos sentamos en la sala de butacas. Era tan grande, tan imponente su tamaño, que sentí vértigo, como cuando por primera vez entré en la catedral y me quedé mirando el techo que parecía incrustarse en el mismo cielo. Romu no dejaba de hablar, entonces se iluminó la enorme pantalla. Entre la luz lechosa del ruidoso proyector, saltaban puntos, rayas y después números que empezaron a disminuir
y, cuando los guarismos llegaron a cero, en la gran pantalla se empezó a reflejar lo que Romu me contaba…

Apareció la imagen de un campo y, en medio, una mujer de espaldas. Se giró y mostró su rostro, que se fue agrandando hasta casi abarcar todo el telón. Sobreponiéndome al miedo que siempre me daba, me quedé mirando el rostro de la vieja.
Su aspecto siniestro poco a poco se fue fundiendo en otro hasta que Canuta, cual horrorosa y tosca crisálida, se convirtióen una bella mariposa. Fue algo mágico. Se había transfigurado delante de mis ojos. La vieja de aspecto grosero y repugnante, había mutado a una bellísima joven de ojos verdes, esbelta, de cabellos castaños, y limpio vestir.

Desde la proyección, en el telón, me miró a la cara y sonrió. Aunque ella estaba en la gran pantalla y yo en la silla del teatro, el asombro por haber sido descubierto me hizo temblar y por unos instantes me quedé absorto, helado, apretando la mano de Romu. De su boca, de labios rojo carmín, sensualmente grueso el inferior y fino y delicado el superior, me regaló una luminosa sonrisa. Su blanca dentadura brillaba tanto como los largos aretes que se movían al compás de su caminar. La película que empezaba a rodar se la había tragado.

─Está allá. Tranquilo. Ahora, poné atención ─señaló la pantalla.

  La cara de la preciosa joven se hundió en el abismo de una repentina neblina. Al disiparse la etérea nata, el rostro de la bella mujer se había fundido nuevamente en el de la vieja de la mirada vacía y atroz. La pordiosera que yo conocía


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